jueves, 3 de marzo de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II


SALMO 140, 1-9
Oración ante el peligro


Señor, te estoy llamando, ven de prisa,
escucha mi voz cuando te llamo.
Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.

Coloca, Señor, una guardia en mi boca,
un centinela a la puerta de mis labios;
no dejes inclinarse mi corazón a la maldad,
a cometer crímenes y delitos;
ni que con los hombres malvados
participe en banquetes.

Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda,
pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza;
yo seguiré rezando en sus desgracias.

Sus jefes cayeron despeñados,
aunque escucharon mis palabras amables;
como una piedra de molino, rota por tierra,
están esparcidos nuestros huesos a la boca de la tumba.

Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

[10 Caigan los impíos en sus propias redes,
mientras yo escapo libre.]





CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. En las anteriores catequesis hemos contemplado en su conjunto la estructura y el valor de la Liturgia de las Vísperas, la gran oración eclesial de la tarde. Ahora queremos adentrarnos en ella. Será como realizar una peregrinación a esa especie de «tierra santa», que constituyen los salmos y los cánticos. Iremos reflexionando sucesivamente sobre cada una de esas oraciones poéticas, que Dios ha sellado con su inspiración. Son las invocaciones que el Señor mismo desea que se le dirijan. Por eso, le gusta escucharlas, sintiendo vibrar en ellas el corazón de sus hijos amados.

Comenzaremos con el salmo 140, con el cual se inician las Vísperas dominicales de la primera de las cuatro semanas en las que, después del Concilio, se ha articulado la plegaria vespertina de la Iglesia.

2. «Suba mi oración como incienso en tu presencia; el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde». El versículo 2 de este salmo se puede considerar como el signo distintivo de todo el canto y la evidente justificación de que haya sido situado dentro de la Liturgia de las Vísperas. La idea expresada refleja el espíritu de la teología profética, que une íntimamente el culto con la vida, la oración con la existencia.

La misma plegaria, hecha con corazón puro y sincero, se convierte en sacrificio ofrecido a Dios. Todo el ser de la persona que ora se transforma en una ofrenda de sacrificio, como sugerirá más tarde san Pablo cuando invitará a los cristianos a ofrecer su cuerpo como víctima viva, santa, agradable a Dios: este es el sacrificio espiritual que le complace (cf. Rm 12,1).

Las manos elevadas en la oración son un puente de comunicación con Dios, como lo es el humo que sube como suave olor de la víctima durante el rito del sacrificio vespertino.

3. El salmo prosigue con un tono de súplica, transmitido a nosotros por un texto que en el original hebreo presenta numerosas dificultades y oscuridades para su interpretación (sobre todo en los versículos 4-7).

En cualquier caso, el sentido general se puede identificar y transformar en meditación y oración. Ante todo, el orante suplica al Señor que impida que sus labios (cf. v. 3) y los sentimientos de su corazón se vean atraídos y arrastrados por el mal y lo impulsen a realizar «acciones malas» (cf. v. 4). En efecto, las palabras y las obras son expresión de la opción moral de la persona. Es fácil que el mal ejerza una atracción tan grande que lleve incluso al fiel a gustar los «manjares deliciosos» que pueden ofrecer los pecadores, al sentarse a su mesa, es decir, participando en sus malas acciones.

El salmo adquiere casi el matiz de un examen de conciencia, al que sigue el compromiso de escoger siempre los caminos de Dios.

4. Con todo, al llegar a este punto, el orante siente un estremecimiento que lo impulsa a una apasionada declaración de rechazo de cualquier complicidad con el impío: no quiere en absoluto ser huésped del impío, ni permitir que el ungüento perfumado reservado a los comensales importantes (cf. Sal 22,5) atestigüe una connivencia con los que obran el mal (cf. Sal 140,5). Para expresar con más vehemencia su radical alejamiento del malvado, el salmista lo condena con indignación utilizando unas imágenes muy vivas de juicio vehemente.

Se trata de una de las imprecaciones típicas del Salterio (cf. Sal 57 y 108), que tienen como finalidad afirmar de modo plástico e incluso pintoresco la oposición al mal, la opción del bien y la certeza de que Dios interviene en la historia con su juicio de severa condena de la injusticia (cf. vv. 6-7).

5. El salmo concluye con una última invocación confiada (cf. vv. 8-9): es un canto de fe, de gratitud y de alegría, con la certeza de que el fiel no se verá implicado en el odio que los malvados le reservan y no caerá en la trampa que le tienden, después de constatar su firme opción por el bien. Así, el justo podrá superar indemne cualquier engaño, como se dice en otro salmo: «Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador; la trampa se rompió y escapamos» (Sal 123,7).

Concluyamos nuestra lectura del salmo 140 volviendo a la imagen inicial, la de la plegaria vespertina como sacrificio agradable a Dios. Un gran maestro espiritual que vivió entre los siglos IV y V, Juan Casiano, el cual, aunque procedía de Oriente, pasó en la Galia meridional la última parte de su vida, releía esas palabras en clave cristológica: «En efecto, en ellas se puede captar más espiritualmente una alusión al sacrificio vespertino, realizado por el Señor y Salvador durante su última cena y entregado a los Apóstoles, cuando dio inicio a los santos misterios de la Iglesia, o (se puede captar una alusión) a aquel mismo sacrificio que él, al día siguiente, ofreció por la tarde, en sí mismo, con la elevación de sus manos, sacrificio que se prolongará hasta el final de los siglos para la salvación del mundo entero» (Le istituzioni cenobitiche, Abadía de Praglia, Padua 1989, p. 92).


[Audiencia general del Miércoles 5 de noviembre de 2003]







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