martes, 22 de octubre de 2024

-PROPÓSITO DEL DÍA- "Para que por la práctica de los consejos evangélicos y la vida de oración, podamos crecer en el amor a Dios y nuestros hermanos"



 

EVANGELIO - 23 de Octubre - San Lucas 12,39-48


   Carta de San Pablo a los Efesios 3,2-12.

    Hermanos: Seguramente habrán oído hablar de la gracia de Dios, que me ha sido dispensada en beneficio de ustedes.
    Fue por medio de una revelación como se me dio a conocer este misterio, tal como acabo de exponérselo en pocas palabras.
    Al leerlas, se darán cuenta de la comprensión que tengo del misterio de Cristo, que no fue manifestado a las generaciones pasadas, pero que ahora ha sido revelado por medio del Espíritu a sus santos apóstoles y profetas.
    Este misterio consiste en que también los paganos participan de una misma herencia, son miembros de un mismo Cuerpo y beneficiarios de la misma promesa en Cristo Jesús, por medio del Evangelio.
    De este Evangelio, yo fui constituido ministro por el don de la gracia que recibí de Dios, en virtud de la eficacia de su poder.
    Yo, el menor de todos los santos, he recibido la gracia de anunciar a los paganos la insondable riqueza de Cristo, y poner de manifiesto la dispensación del misterio que estaba oculto desde siempre en Dios, el creador de todas las cosas, para que los Principados y las Potestades celestiales conozcan la infinita variedad de la sabiduría de Dios por medio de la Iglesia.
    Este es el designio que Dios concibió desde toda la eternidad en Cristo Jesús, nuestro Señor, por quien nos atrevemos a acercarnos a Dios con toda confianza, mediante la fe en él.


Libro de Isaías 12,2-3.4bcd.5-6.

Este es el Dios de mi salvación:
yo tengo confianza y no temo,
porque el Señor es mi fuerza y mi protección;
él fue mi salvación.
Ustedes sacarán agua con alegría
de las fuentes de la salvación.

Den gracias al Señor, invoquen su Nombre,
anuncien entre los pueblos sus proezas,
proclamen qué sublime es su Nombre.

Canten al Señor porque ha hecho algo grandioso:
¡que sea conocido en toda la tierra!
¡Aclama y grita de alegría, habitante de Sión,
porque es grande en medio de ti
el Santo de Israel!


    Evangelio según San Lucas 12,39-48.

    Jesús dijo a sus discípulos: "Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa.
    Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada".
    Pedro preguntó entonces: "Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?".
    El Señor le dijo: "¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno?
    ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentre ocupado en este trabajo!
    Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes.
    Pero si este servidor piensa: 'Mi señor tardará en llegar', y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles.
    El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo.
    Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más."

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 23 de Octubre - ¡Feliz el servidor fiel que ofrece la medida de trigo!


San Fulgencio de Ruspe (467-532) obispo en África del Norte Sermón I, 2-3 (Lectures chrétiennes pour notre temps, Abbaye d'Orval, 1971)


¡Feliz el servidor fiel que ofrece la medida de trigo!
             
    Si nos preguntamos cuál es la medida de trigo, san Pablo señala que “es la medida de la fe que Dios repartió a cada uno” (Rom 12,3) Lo que Cristo llama medida de trigo, Pablo lo llama medida de fe. Nos enseña que no hay otro trigo espiritual que el venerable misterio de la fe cristiana. Esta medida de trigo, la damos en el nombre del Señor cada vez que iluminados por los dones espirituales de la gracia, hablamos con la regla de la verdadera fe. Esta medida ustedes la reciben por los servidores del Señor, cada vez que escuchan de ellos la palabra de verdad.

    ¡Qué esta medida de trigo que Dios comparte con nosotros sea nuestro alimento! Saquemos de ella el alimento para nuestra buena conducta, para llegar a la recompensa de la vida eterna. Creamos en Dios que se da a nosotros como alimento, para que no claudiquemos en camino, y se reserva como nuestra recompensa para que encontremos la alegría de la patria. Creamos y esperemos en él, amémoslo más allá de todo y en todo. Porque Cristo es nuestro alimento y nuestra recompensa. Cristo es el alimento y conforto de los viajeros en camino, él es la plenitud y exultación de los bienaventurados en su reposo.

SANTORAL - SAN JUAN DE CAPISTRANO

23 de Octubre


     San Juan de Capistrano, presbítero de la Orden de Hermanos Menores, que luchó en favor de la disciplina regular, estuvo al servicio de la fe y costumbres católicas en casi toda Europa, y con sus exhortaciones y plegarias mantuvo el fervor del pueblo fiel, defendiendo también la libertad de los cristianos. En la localidad de Ujlak, junto al Danubio, en el reino de Hungría, descansó en el Señor. Capistrano es un pueblecito en los Abruzos, que, en otro tiempo, formó parte del reino de Nápoles. Allí, en el siglo XIV, cierto soldado -se discute si de origen francés o alemán-, se había establecido, después de cumplir con su servicio militar a las órdenes de Luis I. Se casó con una mujer italiana y de esta unión nació, en 1386, un hijo, llamado Juan, que estaba destinado a adquirir fama como una de las grandes luminarias de la orden franciscana. Desde su infancia, el niño fue notable por su adelanto. Estudió leyes en Perugia con tal éxito, que en 1412, con 26 años, fue nombrado gobernador de la ciudad y contrajo matrimonio con la hija de uno de los principales ciudadanos. Durante las hostilidades entre Perugia y los Malatesta, fue hecho prisionero y en esta ocasión tomó la decisión de cambiar su manera de vivir y hacerse religioso. Cómo consiguió solucionar el problema de su matrimonio, no está del todo claro. Pero se dice que atravesó Perugia montado al revés en un asno y con un enorme sombrero de papel, en el que estaban escritos claramente sus peores pecados. Fue apedreado por los muchachos y cubierto de inmundicias y en estas condiciones, se presentó al noviciado de los frailes menores, pidiendo su admisión. En aquella época (1416), tenía treinta años y parece que su maestro de novicios pensó que para un hombre de tal fuerza de voluntad, que había estado acostumbrado a hacer todo a su manera, era necesario una dura disciplina para probar la sinceridad de su vocación (Juan no había hecho aún la primera comunión). Las pruebas a las que se le sometió fueron de lo más humillantes y, en algunas ocasiones, fueron seguidas de manifestaciones sobrenaturales. Pero el hermano Juan perseveró y, años más tarde, a menudo expresaba su gratitud al implacable instructor que le hizo comprender que el vencimiento propio era el único camino seguro hacia la perfección.

    En 1420, Juan fue elevado a la dignidad sacerdotal. Mientras tanto, hizo extraordinarios progresos en los estudios, llevando al mismo tiempo una vida de extrema austeridad; recorrió los caminos descalzo; dedicaba solamente tres o cuatro horas al sueño y llevaba puesta continuamente una áspera camisa de cerdas. En sus estudios tuvo por compañero a san Jacobo de la Marca y por maestro a san Bernardino de Siena, a quien le tomó el más profundo afecto y veneración. Pronto, las excepcionales dotes oratorias de Juan se dieron a conocer. Toda la Italia de aquella época atravesaba una terrible crisis de inquietud política y relajación de costumbres. Estas dificultades eran causadas o, por lo menos acentuadas, por el hecho de que existían tres rivales que reclamaban el Papado y por el acerbo antagonismo entre güelfos y gibelinos, que aún persistía. A pesar de todo esto, en sus predicaciones en toda la extensión de la península, Juan encontró maravillosas respuestas. Hay, sin lugar a duda, una nota de exageración en los términos en que los padres Cristóbal de Varese y Nicolás de Fara describen el efecto producido por sus discursos. Hablan de 100.000 y hasta de 150.000 oyentes que escuchaban cada sermón. Eso ciertamente no era posible en un país diezmado por guerras, hambre y pestes, y con los escasos medios de comunicación de aquel entonces. Pero había bastante razón para justificar el entusiasmo de los citados escritores, cuando nos dicen: «No había nadie tan ansioso como Juan Capistrano por la conversión de los herejes, cismáticos y judíos. Nadie que anhelara tanto que su religión floreciera, o que tuviera mayor poder para obrar maravillas. No había nadie que deseara tan ardientemente el martirio, ni tan famoso por su santidad. Y así, era recibido con honor en todas las provincias de Italia. La afluencia de gente a sus sermones era tan grande, que hacía pensar que los tiempos apostólicos habían vuelto. Al llegar a la provincia, los pueblos y aldeas se conmovían y grandes multitudes acudían a oírlo. Los pueblos lo invitaban a visitarlos, ya por medio de cartas apremiantes, o por medio de mensajeros, o apelando al Soberano Pontífice mediante personas influyentes». Pero lo que principalmente absorbía toda la atención del santo era el trabajo de la predicación y la conversión de las almas.

    No hay ocasión para referir aquí al detalle las dificultades domésticas que agobiaron a la Orden de San Francisco, a partir de la muerte de su seráfico fundador. Baste decir que el grupo conocido como «los Espirituales» no tenía, de ninguna manera, los mismos puntos de vista respecto de la observancia religiosa que los que fueron llamados «relajados». La reforma de los observantes, que había sido iniciada en la mitad del siglo XIV, se encontraba todavía obstruida en muchas formas por la administración de superiores generales que sostenían un diferente tipo de perfección y, por otro lado, hubo también exageraciones en la dirección de una austeridad más severa, que culminó eventualmente con las enseñanzas heréticas de los «Fraticelli». Todas estas dificultades requerían un arreglo y Capistrano, trabajando en armonía con san Bernardino de Siena, fue llamado a soportar gran parte de esta pesada carga. Después del capítulo general, celebrado en Asís en 1430, se nombró a san Juan para que sacara las conclusiones a que había llegado la asamblea y, estos «Estatutos Martinianos», como fueron llamados (en virtud de su confirmación por el papa Martín VI), se cuentan entre los más importantes en la historia de la Orden. De nuevo, en otras varias ocasiones, le confió la Santa Sede a Juan poderes inquisitoriales, como por ejemplo, para proceder en contra de los «Fraticelli» y para investigar la grave acusación que se hizo contra la Orden de los Jesuitas, fundada por el beato Juan Colombini. Más tarde, estuvo profundamente interesado en la reforma de las monjas franciscanas, que debían su principal inspiración a santa Coleta, así como a los terciarios de la orden. En el Concilio de Ferrara, trasladado después a Florencia, se le escuchó con atención, pero entre las primeras y las últimas sesiones, se vio obligado a visitar Jerusalén como comisario apostólico. Incidentalmente, había contribuido mucho a la inclusión de los armenios en el arreglo con los griegos, por desgracia de corta duración, que iba a tener efecto en Florencia.

    Cuando el emperador Federico III, encontrando que la fe religiosa de los países bajo su soberanía sufría penosamente por las actividades de los husitas y otros sectarios heréticos, pidió ayuda al papa Nicolás V, y san Juan Capistrano fue enviado como comisario e inquisidor general, y partió para Viena en 1451, con doce de sus hermanos franciscanos para que le ayudaran. Está fuera de duda que su arribo produjo gran sensación. Silvio Eneas, el futuro Papa Pío II, nos relata cómo, al entrar al territorio austríaco, «los sacerdotes y el pueblo salieron a recibirlo, llevando las sagradas reliquias. Lo saludaron como legado de la Sede Apostólica, como predicador de la verdad y como a un gran profeta enviado por Dios. Bajaban de las montañas para saludar a Juan, como si Pedro o Pablo o alguno de los otros apóstoles fuera el que llegara. Gustosamente besaban la orla de su vestidura, le presentaban sus enfermos y afligidos y se dice que muchos fueron curados. La gente importante de la ciudad salió a recibirlo y lo condujo a Viena. No había plaza que pudiera contener a las multitudes. Todos lo miraban como a un ángel de Dios». El trabajo de Juan como inquisidor y sus tratos con los husitas y otros herejes bohemios ha sido severamente criticado, pero éste no es el lugar para intentar ninguna justificación. Su celo era cauterizante y consumidor, aunque era misericordioso con los humildes y los arrepentidos. Se adelantaba a su tiempo en su actitud con respecto a la brujería y al uso de la tortura. Los milagros que lo acompañaban dondequiera que iba y que él atribuía a las reliquias de san Bernardino de Siena, fueron asiduamente observados por sus compañeros. Más tarde, se levantó un prejuicio en contra del santo, a causa de los relatos que fueron publicados sobre estas maravillas. Viajó de un lugar a otro, predicando en Baviera, Sajonia y Polonia, y sus esfuerzos eran, en todas partes, acompañados por un gran renacimiento de la fe y la devoción. Cocleo de Nüremberg nos relata que «los que lo vieron allí lo describen como un hombre pequeño de cuerpo, enjuto, extenuado y con la piel pegada al hueso, pero entusiasta, fuerte y asiduo en el trabajo. Dormía con su hábito y se levantaba antes de la aurora, recitaba su oficio y celebraba luego la misa. Después de eso, predicaba en latín, que en seguida era traducido al pueblo por un intérprete». También visitaba a los enfermos que esperaban su llegada, poniéndoles las manos sobre la cabeza, rezando y tocándolos con una de las reliquias de san Bernardino.

    La caída de Constantinopla a manos de los turcos, puso fin a esta campaña espiritual. Capistrano fue llamado para alentar a los defensores de Occidente y para predicar una cruzada contra los infieles. Sus primeros esfuerzos en Baviera y aún en Austria encontraron poca respuesta y, a principios de 1456, la situación se hizo desesperada. Los turcos avanzaban para sitiar Belgrado y el santo, que por este tiempo había viajado a Hungría, reunido en consejo con el gran general Huniyades, vio con claridad que tendrían que depender principalmente del esfuerzo local. San Juan, personalmente, se extenuó predicando y exhortando al pueblo húngaro para levantar un ejército que pudiera enfrentarse al peligro amenazante y él mismo condujo a Belgrado más tropas que había podido reclutar. Muy pronto, los turcos estuvieron parapetados y el sitio empezó. Animados por las oraciones de Capistrano y su heroico ejemplo en el campo de batalla, y adecuadamente guiados por la experiencia militar de Huniyades, los soldados de la guarnición consiguieron al fin una abrumadora victoria. El sitio fue abandonado y la Europa occidental quedó a salvo, temporalmente, pero la putrefacción de miles de cadáveres que quedaron insepultos alrededor de la ciudad, provocó una epidemia que costó la vida, primero que a nadie, a Huniyades y después, un mes o dos más tarde, al mismo Capistrano, agotado por años de trabajo y austeridades y por las penalidades del sitio. Murió pacíficamente en Villach, el 23 de octubre de 1456 y fue canonizado en 1724. Su fiesta fue general en 1890 para toda la Iglesia occidental.

Oremos

    Oh Dios, que suscitaste a San Juan de Capistrano para confortar a tu pueblo en las adversidades, te rogamos humildemente que reafirmes nuestra confianza en tu protección y conserves en paz a tu Iglesia. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

-FRASE DEL DÍA-