domingo, 2 de febrero de 2020

CARTA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN



CAPÍTULO III
INTELLEGO UT CREDAM





Diversas facetas de la verdad en el hombre

34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados,29 es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificación viva y personal en Cristo, como nos recuerda el Apóstol: « Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús » (Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona 30 revela al Padre (cf. Jn 1, 14.18). Lo que la razón humana busca « sin conocerlo » (Hch 17, 23), puede ser encontrado sólo por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en efecto, es la « plena verdad » (cf. Jn 1, 14-16) de todo ser que en Él y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud (cf. Col 1, 17).

35. Sobre la base de estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo más directo la relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación impone una doble consideración, en cuanto que la verdad que nos llega por la Revelación es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón. Sólo en esta doble acepción, en efecto, es posible precisar la justa relación de la verdad revelada con el saber filosófico. Consideramos, por tanto, en primer lugar la relación entre la fe y la filosofía en el curso de la historia. Desde aquí será posible indicar algunos principios, que constituyen los puntos de referencia en los que basarse para establecer la correcta relación entre los dos órdenes de conocimiento.


29 « [Galileo] declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás. “La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios”, según escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: “La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios” (Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu ». Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1111-1112.

30 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.

BIENAVENTURANZAS

"Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos". (CEC 1717)


EVANGELIO - 03 de Febrero - San Marcos 5,1-20


    Evangelio según San Marcos 5,1-20.

    Llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos.
    Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu impuro.
    El habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas.
    Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo.
    Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras.
    Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante él, gritando con fuerza: "¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo de Dios, el Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!".
    Porque Jesús le había dicho: "¡Sal de este hombre, espíritu impuro!".
    Después le preguntó: "¿Cuál es tu nombre?". El respondió: "Mi nombre es Legión, porque somos muchos".
    Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región.
    Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña.
    Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: "Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos".
    El se lo permitió. Entonces los espíritus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara -unos dos mil animales- se precipitó al mar y se ahogó.
    Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido.
    Cuando llegaron adonde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor.
    Los testigos del hecho les contaron lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos.
    Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio.
    En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con él.
    Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: "Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti".
    El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 03 de Febrero - "El endemoniado le pidió que lo admitiese en su compañía... Pero le dijo: 'Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo"


      Santa Teresa de Calcuta (1910-1997), fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad 
     Nadie tiene amor más grande

«El endemoniado le pidió que lo admitiese en su compañía... Pero le dijo:
 'Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo'»

    Estamos llamados a amar al mundo. Y tanto amó Dios al mundo que le dio a Jesús (Jn 3,16). Hoy, ama tanto al mundo que nos da al mundo, a ti y a mí, para que seamos su amor, su compasión, su presencia a través de una vida de oración, de sacrificio, de abandono. La respuesta que Dios espera de ti es que llegues a ser contemplativo, que seas contemplativo.

    Cojámosle la palabra a Jesús y seamos contemplativos en el corazón del mundo, porque, si tenemos fe, estamos perpetuamente en su presencia. El alma, través de la contemplación, saca directamente del corazón de Dios las gracias que la vida activa tiene el encargo de distribuir. Nuestras existencias deben estar unidas a Cristo que nos habita. Si no vivimos en la presencia de Dios, no podemos perseverar.

    ¿Qué es la contemplación? Vivir la vida de Jesús. Es así como yo la comprendo. Amar a Jesús, vivir su vida en el seno de la nuestra, vivir la nuestra en el seno de la suya... La contemplación no es encerrarse en una cabina oscura, sino dejar que sea Jesús quien viva su Pasión, su amor, su humildad en nosotros, que ore con nosotros, que esté con nosotros, y santifique a través nuestro. Nuestra vida y nuestra contemplación son una misma cosa. No se trata aquí de hacer sino de ser. De hecho se trata del gozo pleno de nuestro espíritu por el Espíritu Santo que insufla en nosotros la plenitud de Dios y nos envía a toda la creación como su personal mensaje de amor (Mc 16,15).

SANTORAL - SAN BLAS

03 de Febrero


     San Blas, obispo y mártir, que, por ser cristiano, en tiempo del emperador Licinio padeció el martirio en la ciudad de Sebaste, en la antigua Armenia.

    Parece que no hay pruebas de que existiera algún culto a san Blas antes del siglo VIII; pero los relatos de fechas posteriores están de acuerdo en afirmar que fue obispo de Sebaste, en lo que era en aquel momento Armenia (actual Turquía) y recibió la corona del martirio durante la persecución de Licinio, por mandato de Agrícola, gobernador de Capadocia y Asia Menor. En las actas legendarias de san Eustracio, de quien se dice que pereció en la persecución de Diocleciano, se menciona que san Blas recibió muy solemnemente sus reliquias, las depositó con las de san Oreste y llevó al cabo, punto por punto, la última voluntad del mártir.

    Esto es todo lo que puede afirmarse con cierta seguridad respecto a san Blas; pero en vista de la devoción con que se le venera en Alemania, Francia e Italia, conviene relatar brevemente la historia que contienen sus actas legendarias. De acuerdo con ellas, Blas nació rico, de padres nobles; fue educado cristianamente y se le consagró obispo cuando todavía era bastante joven. Al comenzar la persecución, por inspiración divina, se retiró a una cueva en las montañas, frecuentada únicamente por las fieras. San Blas recibía con afecto a sus salvajes visitantes y cuando estaban enfermos o heridos, los atendía y los curaba. Se dice que los animales acudían en manadas para que los bendijera. Cierta vez unos cazadores que buscaban atrapar fieras para el anfiteatro, encontraron al santo rodeado por ellas. Repuestos de su asombro, los cazadores intentaron capturar a las bestias, pero san Blas las espantó y entonces le capturaron a él. Al saber que era cristiano, lo llevaron preso ante el gobernador Agrícola. Se dice que cuando le conducían a la ciudad, encontraron a una mujer que gemía desesperada, porque un lobo acababa de llevarse a uno de sus lechones; entonces san Blas llamó con voz recia a la fiera y el lobo apareció a poco, con el lechón en el hocico, y lo dejó intacto a los pies de la maravillada mujer. Pero aquel prodigio no conmovió a los cazadores, que continuaron su camino arrastrando al preso consigo. En cuanto el gobernador se enteró de que el reo era un obispo cristiano, mandó que lo azotaran y después lo encerraran en un calabozo, privado de alimentos. San Blas soportó con paciencia el castigo y tuvo el consuelo de que la mujer, dueña del lechón que había salvado, se presentara en la oscura celda para ayudarle, llevándole provisiones y velas para alumbrarse. Pocos días más tarde, fue torturado para que renegara de su fe; sus carnes fueron desgarradas con garfios y, como el santo se mantuviera firme, se dio orden de que fuera decapitado.

    Así murió san Blas en Capadocia y, años más tarde, sus supuestas reliquias se trasladaron al Occidente, donde se extendió su culto enormemente en razón de las curaciones milagrosas que, al parecer, se realizaban por su intercesión. Se le venera como el santo patrono de los cardadores de lana y los animales salvajes y, en virtud de varias célebres curas que hizo en vida a enfermos de la garganta, es el abogado para esta clase de males; una de las variantes de la leyenda recuerda especialmente que el santo, camino del suplicio, curo el mal de un niño que se había atragantado con una espina. En Alemania se le honra, además como uno de los catorce «heilige Nothelfer» (santos auxiliadores en las necesidades). En algunas partes, el día de la fiesta de san Blas, se administra una bendición especial a los enfermos, colocando dos velas (al parecer en memoria de las que llevaron al santo en su calabozo) en posición de una cruz de san Andrés, en el cuello o sobre la cabeza del suplicante, pronunciándose estas palabras: «Per intercessionem Sancti Blasi Liberet te Deus a malo gutturis et a quovis alio malo» (por intercesión de san Blas te libere Dios de todo mal de la garganta y de todo otro mal). También leemos sobre el «agua de san Blas», que se bendice en su día y que generalmente se da a beber al ganado que está enfermo.

Oremos

    Oh glorioso San Blas, que con vuestro martirio habéis dejado a la Iglesia un ilustre testimonio de la fe, alcanzadnos la gracia de conservar este divino don, y de defender sin respetos humanos, de palabra y con las obras, la verdad de la misma fe, hoy tan combatida y ultrajada. Vos que milagrosamente salvasteis a un niño que iba a morir desgraciadamente del mal de garganta, concedednos vuestro poderoso patrocinio en semejantes enfermedades; y sobre todo obtenedme la gracia de la mortificación cristiana, guardando fielmente los preceptos de la Iglesia, que tanto nos preservan de ofender a Dios. Así sea. Amén

SANTORAL - SAN SIMEÓN Y SANTA ANA

03 de Febrero


    En Jerusalén, conmemoración de los santos Simeón, anciano honrado y piadoso, y Ana, viuda y profetisa, que merecieron saludar a Jesús niño como Mesías y Salvador, esperanza y redención de Israel, en el momento en que, según la ley, fue presentado en el Templo.

    Una extravagante leyenda, difundida sobre todo entre la cristiandad oriental, cuenta que Simeón era uno de los 70 sabios que tradujeron en el siglo IIIaC la biblia hebrea al griego -la conocida como "Biblia de los LXX" o "Septuaginta"-; al llegar a la profecía del Emmanuel, el pasaje de Isaías 7,14, consideró que el término "virgen" no era correcto, y quiso corregirlo y traducir por "mujer", pero el ángel de Dios se le apareció y le contuvo la mano, anunciándole que no moriría hasta no ver por sí mismo cumplida esa promesa. Así que Simeón tuvo que vivir unos 300 años hasta llegar a la escena de donde lo conocemos nosotros, es decir, a la entrada del templo, donde se comprende que haya dicho "ahora puedes dejar que tu siervo se vaya en paz...".

    Excentricidades narrativas al margen, nuestra única fuente respecto de los dos santos que conmemoramos hoy, san Simeón el anciano vidente y santa Ana la profetisa (a la que por supuesto no debemos confundir con la más conocida santa Ana, abuela de Jesús), es el divulgado capítulo de san Lucas 2, donde se cuenta la gran manifestación de Jesús en la entrada del templo de Jerusalén. Leemos allí:«He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

    "Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel." Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él.

    Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."

    Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.»

    Puesto que no hay ninguna tradición posterior cierta acerca de ninguno de los dos personajes, tenemos que atenernos a lo poco que nos cuenta san Lucas. Es evidente que el evangelio quiere destacar en los dos santos sus rasgos específicamente judíos, para mostrar el momento en el que la manifestación pública de Jesús abre la puerta de Israel a los gentiles; posiblemente para mostrar que esa apertura a los gentiles no es por capricho de los predicadores descendientes de san Pablo, sino porque así estaba previsto en las Santas Escrituras: dos judíos, un hombre y una mujer, inequívocamente judíos, entregan a los gentiles la llama de la promesa: "Luz para iluminar a las naciones".

    El cántico de Simeón, más conocido como "Nunc dimittis", que la Iglesia reza cada noche en Completas, es un bellísimo himno, en el que el evangelio ha logrado sintetizar en pocas palabras el sentido con el que la Iglesia recibió desde un principio las promesas mesiánicas, especialmente las del Libro de la Consolación de Isaías (es decir, Isaías 40-55). Ana y Simeón asumen alternativamente los rasgos del "Heraldo" de Isaías:

    «Súbete a un alto monte alegre mensajera de Sión...» (Is 40,9)
«¡Qué hermosos son, sobre los montes, los pies del mensajero que auncia la paz, que trae la Buena Nueva..!» (Is 52,7)


    Aunque estamos acostumbrados a traducir el primero de los dos textos en masculino, lo cierto es que literalmente Is 40,9 no menciona un heraldo sino una "heralda" (mebaseret), mientras que Is 52 sí habla de un heraldo (mebaser), de allí que el exégeta Fitzmeyer señala que san Lucas ha querido subrayar en Ana y Simeón, no sólo el cumplimiento, sino el cumplimiento literal del tiempo mesiánico. Efectivamente, de la profetisa Ana, aunque su figura quede un tanto eclipsada por la fuerza del himno de Simeón, se nos dice que "hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén."

    Respecto de la fecha de celebración de estos dos santos, nada más natural que recordarlos el día 3 de febrero, un día después de la única actuación que les conocemos; sin embargo esta lógica, que es la de algunos santorales orientales, no ha sido seguida siempre; por el contrario, la memoria de Simeón (con o sin mención de Ana) ha pasado por distintos puntos del calendario, hasta ahora que el Nuevo Martirologio Romano adoptó la que parece más pertinente.

LA ORACIÓN DEL SEÑOR: "PADRE NUESTRO" ( CEC )



“PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO”

V. «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»



... «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).

2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):

    «Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).