domingo, 7 de febrero de 2016

La caridad cristiana en el modo de hablar

Murmurar, criticar o difundir rumores es 

"el idioma de la hipocresía".



La caridad cristiana en el modo de hablar


    Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8, 31-32). En un extenso diálogo con los judíos surge esta promesa del Señor que, en su sencillez y su solemnidad, atraviesa los siglos: la verdad nos hace libres. Pero también atraviesan los siglos las falsas promesas de aquel que era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla la mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y el padre de la mentira (Jn 8, 44).

    “La razón más alta de la dignidad humana —enseña el Concilio Vaticano II—consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios" (Gaudium et Spes, 19). Por eso se puede decir que la palabra —la necesidad de vivir en diálogo, en comunión— es lo más propio de la persona. En la palabra se comunica la persona misma: cuando hablamos no emitimos un mensaje solamente, sino que en cierto sentido nos damos a nosotros mismos. Y no solo llegamos al oído de los demás, sino a su corazón, al centro de su ser. Por eso, la palabra tiene una dimensión en cierta manera sagrada. Su uso recto beneficia, edifica a las personas, mientras que las palabras descuidadas maltratan a los demás. Lo percibió intensamente Aleksandr Solzhenitsyn: las mentiras, sostenía, no son palabras que decimos y quedan flotando en el aire, alejadas de nosotros, sino que cada mentira nos corrompe por dentro, hasta consumirnos las entrañas.

    El tono de los primeros cristianos

    En su predicación, el Señor invita a todos a la transparencia; a ser sencillos, a rehuir casuísticas que con frecuencia encubren, o al menos incoan, la mentira: que vuestro modo de hablar sea: 'Sí, sí'; 'no, no'. Lo que exceda de esto, viene del Maligno (Mt 5, 37). Durísimo contra la hipocresía, el Señor alaba con gusto a aquellos en los que no hay doblez ni engaño (cfr. Jn 1, 47). El suyo es un tono, un modo de hacer, que caló profundamente entre los primeros cristianos: la epístola de Santiago se expresa con acentos similares: Que vuestro sí sea sí y que vuestro no sea no, para que no incurráis en juicio (St 5, 12). San Pedro les habla de rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias para poder acercarse a Dios, para apetecer, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada (1 P 2, 1-2).

    Esa inocencia cristiana en la palabra, sin embargo, no se logra con una simple intención genérica, buenista: la tensión entre verdad y mentira está presente en todo el arco de nuestra vida. La Escritura no se limita a enunciar los principios, sino que señala con detalle los abusos de la palabra, la desconexión entre lo que se es y lo que se dice. Resulta en este sentido antológica, y de perenne actualidad, la amonestación de Santiago sobre la lengua:

    Si alguno no peca de palabra, ese es un hombre perfecto, capaz también de refrenar todo su cuerpo. Si ponemos frenos en la boca a los caballos para que nos obedezcan, dirigimos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean tan grandes y las empujen vientos fuertes, un pequeño timón las dirige adonde quiere la voluntad del piloto. Del mismo modo, la lengua es un miembro pequeño, pero puede jactarse de grandes cosas (…). Todo tipo de fieras, aves, reptiles y animales marinos puede domarse y de hecho ha sido domado por el hombre; sin embargo, ningún hombre es capaz de domar su lengua (St 3, 2-8).

    Esta misma solicitud por la “doma" de la lengua está muy presente en las enseñanzas del Papa Francisco. Con la misma insistencia del Apóstol, no pierde ocasión de pedir a los cristianos que nos esforcemos por poner freno a la palabra que destruye. Sabe el Papa que su llamada a la renovación de la vida de los cristianos y de la Iglesiaquedaría desvirtuada si no llegáramos a ese pequeño timón que decide el curso de la nave.

    Todos agradecemos la franqueza con que habla el Sucesor de Pedro, aunque existe el riesgo de que pensemos demasiado rápido que habla para los demás, y pasemos página sin preguntarnos en qué medida nuestros hábitos actuales o los modos socialmente aceptados de conducirse en esta materia están a la altura del Evangelio. El Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. nn. 2464 ss.) y el Magisterio del Papa Francisco proporcionan muchas pistas para la reflexión.

     La mentira, idioma de la hipocresía


    ¿Con qué delicadeza nos esforzamos por amar y decir la verdad siempre, por evitar completamente la mentira? Porque no podemos olvidar la gravedad de la mentira, que “es una verdadera violencia hecha a otro. Atenta contra él en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que esta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales" (Catecismo, n. 2486).

    El Papa ha hablado con energía del idioma de la hipocresía, propio de quienes no aman la verdad. Se aman solo a sí mismos, y, de este modo, buscan engañar, implicar al otro en su engaño, en su mentira. Tienen el corazón mentiroso; no pueden decir la verdad (Homilía, 4.VI.2013). Como San Pedro, apela a la inocencia de los niños, a la leche espiritual no adulterada (1 P 2, 2): un niño no es hipócrita, porque no está corrompido. Cuando Jesús nos dice: que vuestro modo de hablar sea: 'sí, sí', 'no, no', con alma de niño, nos dice lo contrario de aquello que dicen los corruptos (...). Pidamos hoy al Señor que nuestro modo de hablar sea el de la sencillez, el de los niños; hablar como hijos de Dios: por lo tanto, hablar en la verdad del amor (Homilía, 4.VI.2013).

    La murmuración: aprender a morderse la lengua

    En el sermón de la montaña, Jesús lleva hasta la raíz el quinto mandamiento del decálogo: Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio.Pero yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio (...); y el que le maldiga será reo del fuego del infierno (Mt 5, 21-22). Las palabras del Señor son duras, pero es que quien entra en la vida cristiana, el que acepta seguir este camino, tiene exigencias superiores a las de los demás. No tiene ventajas superiores. ¡No! Exigencias superiores (Homilía, 13.VI.2013). La murmuración y el insulto no se reducen a una travesura inocente: matan al hermano. Escribe san Josemaría: ¿Sabes el daño que puedes ocasionar al tirar lejos una piedra si tienes los ojos vendados? —Tampoco sabes el perjuicio que puedes producir, a veces grave, al lanzar frases de murmuración, que te parecen levísimas, porque tienes los ojos vendados por la desaprensión o por el acaloramiento (Camino, 455). Por eso, sigue el Papa, cuando en el corazón hay algo negativo contra alguien, y se lo expresa con un insulto, con una maldición o con enojo, hay algo que no funciona, y te tenés que convertir, tenés que cambiarlo (Homilía, 13.VI.2013).

    A quien pensara que, de todos modos, es justificable hablar mal de alguien porque “se lo merece", el Papa le hace esta recomendación: ve y reza por él. Ve y haz penitencia por ella. Y después, si es necesario, habla a esa persona que puede remediar el problema. Pero no se lo digas a todos (...) Pablo fue un pecador fuerte. Y dice de sí mismo: primero era un perseguidor, un blasfemo, un violento. Pero se usó misericordia conmigo. Tal vez ninguno de nosotros blasfema. Pero si alguno de nosotros murmura, ciertamente es un perseguidor y un violento (Homilía, 13.IX.2013).

    Hay que tener en cuenta además el efecto devastador que tiene esta conducta en la vida familiar, social y eclesial; se trata de una lluvia fina que parece inocente pero corroe todo: Que cada uno se pregunte hoy: ¿hago crecer la unidad en la familia, en la parroquia, en la comunidad, o soy un hablador, una habladora? ¿Soy motivo de división, de malestar? ¡Vosotros no sabéis el daño que hacen a la Iglesia, a las parroquias, a las comunidades, las habladurías! ¡Hacen daño! Las habladurías hieren. Un cristiano, antes de parlotear, debe morderse la lengua (Homilía, 25.IX.2013).

    La difamación y la necesidad de reparar

    Es bueno tener presente que no basta que algo sea o parezca verdad para que se pueda divulgar sin más consideraciones. “El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las situaciones concretas, estimar si conviene o no revelar la verdad" (Catecismo, n. 2488).

    Muchas veces el supuesto interés informativo (tanto del emisor como del receptor) es en realidad el disfraz de una curiosidad irrespetuosa, que deriva con frecuencia en cotilleos o en habladurías, en insinuaciones y afirmaciones calumniosas sobre personas e instituciones, que se extienden después sin que haya muchas posibilidades de rectificarlas.

    Por ese motivo, en esos casos la reparación es un deber de conciencia. Así lo recuerda el Catecismo: “Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto. Si el que ha sufrido un perjuicio no pude ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación concierne también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo" (n. 2487).

    Merece la pena revisar, por tanto, nuestra actitud ante la ligereza con que se suele tratar en conversaciones y comentarios —también entre cristianos— la intimidad y la fama de los demás, quizá alegando como justificación que uno o una se está limitando a repetir lo que cuentan las noticias, ¡o los rumores! Las habladurías —afirmaba el Papa— hieren, son bofetadas a la buena fama de una persona, son bofetadas al corazón de una persona (Homilía, 12.IX.2014). Podemos pensar también en nuestro modo de reaccionar ante la desenvoltura con que se acepta como cosa normal criticar a las personas (desde la vecina de arriba hasta el político o el futbolista que sale en la televisión), de palabra o por escrito, de manera agria o malévola, sin comprensión, llegando con gran naturalidad hasta la detracción y el insulto, sin la menor posibilidad de que la crítica sea constructiva para nadie.

    ¿Qué buscamos? ¿Qué ganan los demás, cuando difundimos esas noticias o rumores, sin saber exactamente qué hay de verdadero en ellos? Porque, de hecho, incluso la información verdadera que conocemos sobre los demás debe ser manejada con prudencia y discreción, para no difamar ni escandalizar o provocar otros daños (cfr. Catecismo, nn. 2477 y 2479). Fácilmente dejamos que se adormezca nuestra sensibilidad para rechazar esos comportamientos, o para advertir que quizá estamos cayendo también en ellos. Y si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se la salará? (Mt 5, 13). Somos los cristianos los que tenemos la misión, y la gracia para llevarla a cabo, de mantener en el mundo el aire libre y limpio de la verdad. Hoy, cuando el ambiente está lleno de desobediencia, de murmuración, de trapisonda, de enredo, hemos de amar más que nunca la obediencia, la sinceridad, la lealtad, la sencillez: y todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos (Forja, n. 430).

    Para lograr la paz

    En el encuentro con los presidentes de Israel y Palestina para pedir por la paz, el Papa pronunciaba una oración que, en sus últimos compases, rezaba así: Señor, desarma la lengua y las manos, renueva los corazones y las mentes, para que la palabra que nos lleva al encuentro sea siempre «hermano» (Discurso, 8.VI.2014).

    La verdad que nos hace libres (cfr. Jn 8, 31-32) no consiste simplemente en la posesión o la transmisión de enunciados e informaciones que corresponden a la realidad de las cosas. Se trata de algo más profundo: la verdad que fundamenta la sinceridad y la lealtad con los demás, en todas sus formas, es que todos los hombres somos hermanos, hijos del mismo Padre.




Fuente: opusdei.es

LITURGIA

Elementos Materiales de la Liturgia

El Templo, el Altar, vestiduras del Papa, obispos y sacerdotes, colores litúrgicos






REFLEXIÓN

Reflexiones Espirituales

Domingo 07 de Febrero


De las Confesiones de san Agustín, obispo  (Libro 1, 1, 1--2, 2; 5, 5: CSEL 33, 1-5)

NUESTRO CORAZÓN NO HALLA SOSIEGO 

HASTA QUE DESCANSA EN TI

    Eres grande, Señor, y muy digno de alabanza; eres grande y poderoso, tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, parte de tu creación, desea alabarte; el hombre, que arrastra consigo su condición mortal, la convicción de su pecado y la convicción de que tú resistes a los soberbios. Y, con todo, el hombre, parte de tu creación, desea alabarte. De ti proviene esta atracción a tu alabanza, porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti.

    Haz, Señor, que llegue a saber y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, qué es antes, conocerte o invocarte. Pero, ¿quién podrá invocarte sin conocerte? Pues el que te desconoce se expone a invocar una cosa por otra. ¿Será más bien que hay que invocarte para conocerte? Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo van a creer si nadie les predica?

    Alabarán al Señor los que lo buscan. Porque los que lo buscan lo encuentran y, al encontrarlo, lo alaban. Haz, Señor, que te busque invocándote, y que te invoque creyendo en ti, ya que nos has sido predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la que tú me has dado, la que tú me has inspirado por tu Hijo hecho hombre, por el ministerio de tu predicador.

    Y ¿cómo invocaré a mi Dios, a mi Dios y Señor? Porque, al invocarlo, lo llamo para que venga a mí. Y ¿a qué lugar de mi persona puede venir mi Dios? ¿A qué parte de mi ser puede venir el Dios que ha hecho el cielo y la tierra? ¿Es que hay algo en mí, Señor Dios mío, capaz de abarcarte? ¿Es que pueden abarcarte el cielo y la tierra que tú hiciste, y en los cuales me hiciste a mí? O ¿por ventura el hecho de que todo lo que existe no existiría sin ti hace que todo lo que existe pueda abarcarte?

    ¿Cómo, pues, yo, que efectivamente existo, pido que vengas a mí, si, por el hecho de existir, ya estás en mí? Porque yo no estoy ya en el abismo y, sin embargo, tú estás también allí. Pues, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Por tanto, Dios mío, yo no existiría, no existiría en absoluto, si tú no estuvieras en mí. O ¿será más acertado decir que yo no existiría si no estuviera en ti, origen, camino y término de todo? También esto, Señor, es verdad. 
¿A dónde invocarte que vengas, si estoy en ti? ¿Desde dónde puedes venir a mí? ¿A dónde puedo ir fuera del cielo y de la tierra, para que desde ellos venga a mí el Señor, que ha dicho: Acaso no lleno yo el cielo y la tierra?

    ¿Quién me dará que pueda descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y lo embriagues con tu presencia, para que olvide mis males y te abrace a ti, mi único bien? ¿Quién eres tú para mí? Sé condescendiente conmigo, y permite que te hable. ¿Qué soy yo para ti, que me mandas amarte y que, si no lo hago, te enojas conmigo y me amenazas con ingentes infortunios? ¿No es ya suficiente infortunio el hecho de no amarte?

    ¡Ay de mí! Dime, Señor Dios mío, por tu misericordia, qué eres tú para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu salvación.» Díselo de manera que lo oiga. Mira, Señor: los oídos de mi corazón están ante ti; ábrelos y di a mi alma: «Yo soy tu salvación.» Correré tras estas palabras tuyas y me aferraré a ti. No me escondas tu rostro: muera yo, para que no muera, y pueda así contemplarlo

EXTRAÍDA : SEGUNDA LECTURA OFICIO DE LECTURA DEL DÍA





DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA (Cap.II)

Evangelización y Doctrina Social






LA FRASE DEL DÍA

Domingo 07 de Febrero






EVANGELIO

Tiempo Ordinario

Domingo 07 de Febrero   Semana V


Libro de Isaías 6,1-2a.3-8.

    El año de la muerte del rey Ozías, yo vi al Señor sentado en un trono elevado y excelso, y las orlas de su manto llenaban el Templo.
    Unos serafines estaban de pie por encima de él. Cada uno tenía seis alas: con dos se cubrían el rostro, y con dos se cubrían los pies, y con dos volaban.
    Y uno gritaba hacia el otro: "¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria".
    Los fundamentos de los umbrales temblaron al clamor de su voz, y la Casa se llenó de humo.
    Yo dije: "¡Ay de mí, estoy perdido! Porque soy un hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios impuros; ¡y mis ojos han visto al Rey, el Señor de los ejércitos!".
    Uno de los serafines voló hacia mí, llevando en su mano una brasa que había tomado con unas tenazas de encima del altar.
    El le hizo tocar mi boca, y dijo: "Mira: esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado".
    Yo oí la voz del Señor que decía: "¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?". Yo respondí: "¡Aquí estoy: envíame!".



Salmo 138(137),1-2a.2bc-3.4-5.7c-8.

Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
te cantaré en presencia de los ángeles.
Me postraré ante tu santo Templo.

y daré gracias a tu Nombre
por tu amor y tu fidelidad.
Me respondiste cada vez que te invoqué

y aumentaste la fuerza de mi alma.
Que los reyes de la tierra te bendigan
al oír las palabras de tu boca,

y canten los designios del Señor,
porque la gloria del Señor es grande.
Tu derecha me salva.

El Señor lo hará todo por mí.
Tu amor es eterno, Señor,
¡no abandones la obra de tus manos.




Carta I de San Pablo a los Corintios 15,1-11.

    Hermanos, les recuerdo la Buena Noticia que yo les he predicado, que ustedes han recibido y a la cual permanecen fieles.
    Por ella son salvados, si la conservan tal como yo se la anuncié; de lo contrario, habrán creído en vano.
    Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura.
    Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura.
    Se apareció a Pedro y después a los Doce.
    Luego se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto.
    Además, se apareció a Santiago y de nuevo a todos los Apóstoles.
    Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto.
    Porque yo soy el último de los Apóstoles, y ni siquiera merezco ser llamado Apóstol, ya que he perseguido a la Iglesia de Dios.
    Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí, sino que yo he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios que está conmigo.
    En resumen, tanto ellos como yo, predicamos lo mismo, y esto es lo que ustedes han creído.



Fuente: Evangelizo.org




MEDITACIÓN DEL EVANGELIO

Domingo 07 de Febrero






HIMNO

Tiempo Ordinario

Domingo de la Semana V

De la Feria. Salterio I

07 de Febrero






SANTORAL

Santoral del Día

Domingo 07 de Febrero


    En Roma, beato Pío IX, papa, que proclamó la verdad de Cristo, a quien estaba íntimamente unido. Instituyó muchas sedes episcopales, promovió el culto de la santísima Virgen María y convocó el Concilio Vaticano I.

    Giovanni Maria Mastai-Ferreti, Papa Pío IX, nació en Senigallia, Marcas, en 1792 y murió en Roma, en 1878. Procedente de la pequeña nobleza italiana, se ordenó sacerdote en 1819. Era obispo de Imola desde 1832 y cardenal desde 1840. En 1846 fue elegido para suceder en el Papado a Gregorio XVI, y ejerció el ministerio petrino por 32 años. Lo que sigue es el fragmento dedicado al nuevo beato en la homilía de SS Juan Pablo II en la misa de beatificación, el 3 de septiembre del 2000:

    Al escuchar las palabras de la aclamación del Evangelio: "Señor, guíanos por el recto camino", nuestro pensamiento ha ido espontáneamente a la historia humana y religiosa del Papa Pío IX, Giovanni Maria Mastai Ferretti. En medio de los acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de adhesión incondicional al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel a los compromisos de su ministerio en todas las circunstancias, supo atribuir siempre el primado absoluto a Dios y a los valores espirituales. Su larguísimo pontificado no fue fácil, y tuvo que sufrir mucho para cumplir su misión al servicio del Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado.

    Sin embargo, precisamente en medio de esos contrastes resplandeció con mayor intensidad la luz de sus virtudes: las prolongadas tribulaciones templaron su confianza en la divina Providencia, de cuyo soberano dominio sobre los acontecimientos humanos jamás dudó. De ella nacía la profunda serenidad de Pío IX, aun en medio de las incomprensiones y los ataques de muchas personas hostiles. A quienes lo rodeaban, solía decirles: "En las cosas humanas es necesario contentarse con actuar lo mejor posible; en todo lo demás hay que abandonarse a la Providencia, la cual suplirá los defectos y las insuficiencias del hombre".

    Sostenido por esa convicción interior, convocó el concilio ecuménico Vaticano I, que aclaró con autoridad magistral algunas cuestiones entonces debatidas, confirmando la armonía entre fe y razón. En los momentos de prueba, Pío IX encontró apoyo en María, de la que era muy devoto. Al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, recordó a todos que en las tempestades de la existencia humana resplandece en la Virgen la luz de Cristo, más fuerte que el pecado y la muerte.



Fuente: Vaticano