jueves, 16 de enero de 2020

CARTA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN



CAPÍTULO II
CREDO UT INTELLEGAM




« La sabiduría todo lo sabe y entiende » (Sb 9, 11)

17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: « Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla » (25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza. Una ulterior tesela a este mosaico es puesta por el Salmista cuando ora diciendo: « Mas para mí, ¡qué arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué incontable su suma! ¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo! » (139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su límite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que está más allá, porque intuye que en ella está guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta.

LAS OBRAS DE MISERICORDIA

Hay catorce obras de misericordia - Siete corporales y Siete espirituales

II.- Obras de misericordia espirituales


    2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4): «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo» (Lc 3, 11).

    «Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros» (Lc 11, 41). «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos o hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (St 2, 15-16; cf Jn 3, 17).

EVANGELIO - 17 de Enero - San Marcos 2,1-12


    Evangelio según San Marcos 2,1-12.

    Jesús volvió a Cafarnaún y se difundió la noticia de que estaba en la casa.
    Se reunió tanta gente, que no había más lugar ni siquiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra.
    Le trajeron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres.
    Y como no podían acercarlo a él, a causa de la multitud, levantaron el techo sobre el lugar donde Jesús estaba, y haciendo un agujero descolgaron la camilla con el paralítico.
    Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados".
    Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior:
"¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?"
    Jesús, advirtiendo en seguida que pensaban así, les dijo: "¿Qué están pensando?
    ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate, toma tu camilla y camina'?
    Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
    El se levantó en seguida, tomó su camilla y salió a la vista de todos. La gente quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: "Nunca hemos visto nada igual".

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 17 de Enero - "Viendo la fe que tenían"


San Juan Crisóstomo (c. 345-407), presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia Homilías sueltas: Sobre el paralítico

«Viendo la fe que tenían»

    Este paralítico tenía fe en Jesucristo. Lo prueba la manera como fue presentado a Jesucristo: lo bajaron abriendo el techo de la casa... Sabéis bien que los enfermos se encuentran, a menudo, en un estado de abatimiento, a veces tan grande y de tan mal humor, que a menudo los buenos servicios que se les prestan les encierran aún más en su cama... Pero este paralítico está contento que lo hayan sacado de su lecho y hecho objeto de un espectáculo público atravesando plazas y calles en su litera...

    Este paralítico no tiene amor propio. La muchedumbre rodea la casa en la que está el Salvador, todos los lugares para entrar están cerrados, la puerta de entrada obstruida... ¡no importa! Lo harán pasar por el techo y él se alegra: ¡el amor es sumamente hábil, la caridad ingeniosa! «El que busca halla; al que llama se le abre la puerta» (Mt 7,8). Este enfermo podía haber dicho a sus amigos que lo llevan: «¿Pero, qué vais a hacer? ¿Por qué tanto trabajo? ¿Por qué tanta prisa?. Esperemos a que la casa esté libre, que todos se hayan marchado. Entonces nos podremos presentar a Jesús a quien habrán dejado casi solo...» Pero no; el paralítico no piensa nada semejante; es una gran gloria para él tener tantos testigos de su curación.

SANTORAL - SAN ANTONIO ABAD

17 de Enero


    Memoria de san Antonio, abad, quien, habiendo perdido a sus padres, distribuyó todos sus bienes entre los pobres, siguiendo la indicación evangélica, y se retiró a la soledad de la región de Tebaida, en Egipto, donde llevó vida ascética. Trabajó para reforzar la acción de la Iglesia, sostuvo a los confesores de la fe durante la persecución desencadenada bajo el emperador Diocleciano, apoyó a san Atanasio contra los arrianos y reunió a tantos discípulos que mereció ser considerado padre de los monjes.

    San Antonio nació en una población del alto Egipto, al sur de Menfis, el año 251. Sus padres, que eran cristianos, le guardaron tan celosamente durante sus primeros años, que Antonio creció en una ignorancia absoluta de la literatura y no conocía otra lengua que la propia. A la muerte de sus padres cuando Antonio tenía veinte años, heredó una considerable fortuna y el cuidado de su hermana pequeña. Seis meses después, oyó leer en la iglesia las palabras de Cristo al joven rico: «Ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y poseerás un tesoro en el cielo». Sintiéndose aludido por esas palabras, Antonio volvió a su casa y regaló a sus vecinos lo mejor de sus tierras; el resto lo vendió, y repartió el producto entre los pobres, guardando sólo lo estrictamente necesario para él y su hermana. Poco después, oyendo en la iglesia el comentario de las palabras de Cristo: «No os preocupéis por el día de mañana»... distribuyó lo poco que había guardado y colocó a su hermana en una casa de vírgenes, que era probablemente el primer monasterio femenino del que se conserve memoria. Por su parte, Antonio se retiró a la soledad, siguiendo el ejemplo de un anciano ermitaño de los alrededores. El trabajo manual, la oración y la lectura constituyeron en adelante su principal ocupación. Su fervor era tan grande que, en cuanto oía hablar de algún virtuoso ermitaño, partía en busca de él para aprovechar su ejemplo y sus consejos. De este modo, Antonio se convirtió pronto en un modelo de humildad, caridad, espíritu de oración y otras virtudes.

    El demonio le asaltó con muchas tentaciones, representándole todo el bien que podía haber hecho, si hubiese conservado sus riquezas, y haciéndole sentir todas las dificultades de su condición de ermitaño. Era ésta una tentación común del enemigo, que tiende a hacer que los hombres se sientan descontentos de la vocación a la que Dios les ha llamado. Como el joven novicio resistiera valientemente el asalto, el demonio cambió de táctica y empezó a molestarle noche y día con pensamientos obscenos. Antonio opuso a estos ataques la más severa vigilancia sobre sus sentidos, el ayuno prolongado y la oración. El demonio se le apareció entonces; primero, bajo la forma de una hermosa mujer para seducirle, y después, bajo la forma de un negro para aterrorizarle, hasta que al fin se dio por vencido y le dejó en paz. El santo se alimentaba exclusivamente de pan con un poco de sal, y no bebía más que agua. Nunca comía antes de la caída del sol y, en ciertas épocas, sólo cada tres o cuatro días. Dormía sobre una burda estera o en el suelo. Deseoso de mayor soledad, se retiró a un antiguo cementerio, adonde un amigo le llevaba un poco de pan, de vez en cuando. Dios permitió que el diablo le atacara nuevamente allí en forma visible, y que hiciera toda especie de ruidos para infundirle temor. En una ocasión, el demonio le golpeó tan rudamente, que un amigo encontró a Antonio medio muerto. Al volver en sí, exclamó: «¿Dónde te has escondido, Señor? ¿Por qué no estabas aquí para ayudarme?» A lo que una voz respondió: «Aquí estaba yo, Antonio, asistiéndote en el combate; y, como has resistido valientemente al enemigo, te protegeré siempre y haré que tu nombre sea famoso en toda la tierra».

    Desde que había abandonado el mundo, en el año 272, Antonio vivió en sitios no muy alejados de su pueblo natal, Komán. San Atanasio hace notar que antes de él muchos otros siervos de Dios habían vivido en el retiro cerca de las ciudades, y que algunos llevaban una vida retirada, sin salir de ellas. El nombre con el que se designaba a estos siervos de Dios era el de ascetas, tomado del sustantivo griego que significa práctica o entrenamiento, ya que se entregaban al ejercicio de la mortificación y la oración. En los más antiguos escritos encontramos la mención de estos ascetas, y Orígenes nos cuenta, hacia el año 249, que se abstenían de la carne, como los discípulos de Pitágoras. Eusebio relata que san Pedro de Alejandría practicaba austeridades comparables a las de los ascetas, así como Panfilio, y san Jerónimo aplica la misma expresión a Pierio. San Antonio había llevado esta forma de vida, cerca de Komán, hasta el año 285 más o menos, pero a los treinta y cinco años de edad, pasó a la ribera oriental del Nilo y fijó su morada en la cumbre de un monte. Allí vivió casi veinte años, sin ver apenas ser humano alguno, fuera del hombre que le traía pan cada seis meses.

    Para satisfacer los deseos de muchos, hacia el año 305, a los cincuenta y cuatro de su edad, abandonó su celda en la montaña y fundó un monasterio en Fayo. El monasterio consistía originalmente en una serie de celdas aisladas, pero no podemos afirmar con certeza que todas las colonias de ascetas fundadas por san Antonio estaban concebidas en la misma forma. El santo no tenía residencia permanente en ninguna de las colonias, pero las visitaba de cuando en cuando. San Atanasio cuenta que para ir al primer monasterio, san Antonio tenía que atravesar el canal Arsinoítico, que estaba infestado de cocodrilos. Parece que las distracciones que ocasionaron al santo estas fundaciones le produjeron graves escrúpulos, y aun se cuenta que le asaltó la tentación de desesperación y que sólo pudo vencerla a fuerza de insistir en la oración y el trabajo manual. En la época de las fundaciones, san Antonio se alimentaba con seis onzas de pan mojado en agua, añadiendo algunas veces unos cuantos dátiles. Generalmente comía al atardecer. En su ancianidad tomaba además un poco de aceite. Aunque en ciertas épocas sólo comía cada tres o cuatro días, parecía vigoroso y se mostraba siempre alegre. Los visitantes le reconocían entre sus discípulos por la alegría de su rostro, que era un reflejo de la paz de que gozaba su alma. San Antonio exhortaba a sus hermanos a preocuparse lo menos posible por su cuerpo, pero se guardaba bien de confundir la perfección, que consiste en el amor de Dios, con la mortificación. Aconsejaba a sus monjes que pensaran cada mañana que tal vez no vivirían hasta el fin del día, y que ejecutaran cada acción, como si fuera la última de su vida. «El demonio -decía- teme al ayuno, la oración, la humildad y las buenas obras, y queda reducido a la impotencia ante la señal de la cruz». Contaba a los monjes que, en una ocasión en que el demonio se le había aparecido, le había dicho que pidiera cuanto quisiera porque él era el poder de Dios, el tentador desapareció tan pronto como invocó el nombre de Jesús.

    Al recrudecerse la persecución de Maximino, el año 311, san Antonio se dirigió a Alejandría para animar a los mártires. Vestido con su túnica de piel de cordero, no tuvo miedo de presentarse ante el gobernador, pero se guardó de provocar presuntuosamente a los jueces y de entregarse ingenuamente, como lo hacían otros. Una vez pasada la persecución, volvió a su monasterio y, poco después fundó otro, llamado Pispir, cerca del Nilo. Sin embargo, vivía generalmente en un monte de difícil acceso, con su discípulo Macario, quien se encargaba de recibir a los visitantes; si Macario encontraba a éstos suficientemente espirituales, san Antonio conversaba con ellos; si no, Macario les daba algunos consejos y san Antonio sólo aparecía para predicarles un corto sermón. El santo tuvo cierta vez una visión en la que toda la tierra se le apareció tan cubierta de serpientes, que parecía imposible dar un paso sobre ella. Ante tal espectáculo, el santo exclamó: «¿Quién podrá escapar, Señor?» Una voz respondió: «La humildad, Antonio».

    San Antonio cultivaba un pequeño huerto en la montaña, pero no era éste su único trabajo manual. San Atanasio refiere que su ocupación más ordinaria era la confección de esteras. Se cuenta que en cierta ocasión le asaltó la tentación de abatimiento, al sentirse impotente para la contemplación ininterrumpida, pero la visión de un ángel que tejía esteras y oraba a intervalos regulares, le hizo comprender que debía mezclar el trabajo con la oración. Por lo demás, el mismo ángel le dijo: «Haz lo que me ves hacer y encontrarás la solución». San Atanasio nos dice que el santo no interrumpía la oración mientras trabajaba. San Antonio pasaba gran parte de la noche en contemplación. Algunas veces, cuando el sol del amanecer le llamaba a sus diarias tareas, el santo se quejaba de que, con su luz exterior, le oscurecía la luz interior que brillaba en las sombras de su soledad. Antonio se levantaba siempre a media noche, después de un corto descanso, y hacía oración con los brazos en cruz hasta el amanecer, cuando no hasta las tres de la tarde, según cuenta Paladio en Historia Lausiaca.

    El año 339, san Antonio tuvo una visión en la que le fueron revelados, bajo la figura de unas muías que derribaban a coces un altar, los desastres que debía causar dos años más tarde, la persecución arriana en Alejandría. Semejante visión le produjo un horror tan profundo, que no se atrevía a dirigir la palabra a los herejes, más que para exhortarlos a abrazar la verdadera fe, y echó de la montaña a todos los arrianos, llamándoles serpientes venenosas. A petición de los obispos, hacia el año 355, hizo un viaje a Alejandría para refutar a los arrianos. Allí predicó la consustancialidad del Hijo con el Padre, acusando a los arrianos a confundirse con los paganos «que adoran y sirven a la creatura más bien que al Creador», ya que hacían del Hijo de Dios una creatura. Todo el pueblo se reunía para verle y escucharle. Aun los mismos paganos, impresionados por su dignidad, se apretujaban a su alrededor, diciendo: «Queremos ver al hombre de Dios». Antonio convirtió a muchos de ellos y obró algunos milagros. San Atanasio le acompañó a su vuelta hasta las puertas de la ciudad, donde curó a una muchacha poseída de un mal espíritu. Como el gobernador le rogase que permaneciera más tiempo en la ciudad, Antonio respondió: «Como el pez muere fuera del agua, así muere el espíritu del monje fuera de su retiro».

    San Jerónimo relata que Antonio visitó en Alejandría al famoso Dídimo, el ciego que dirigía la escuela catequética de dicha ciudad, y que le exhortó a no lamentar demasiado la falta de la vista, que no pasa de ser un bien que el hombre comparte con los insectos, sino por el contrario, regocijarse de poseer la luz interior de la que gozan los apóstoles y que les permite ver a Dios y fomentar su amor. Los filósofos paganos que iban a discutir con él, volvían admirados de su mansedumbre y sabiduría. Como cierto filósofo le preguntase cómo podía pasar su vida en la soledad sin tener ningún libro, Antonio le contestó que la naturaleza era su gran libro y que ése suplía a todos los otros. En otra ocasión, al ver que ciertos filósofos se burlaban de su ignorancia, les preguntó con gran sencillez si había que preferir los libros al sentido común o más bien al contrario, y cuál de estos dos bienes había producido al otro. Los filósofos respondieron: «El sentido común». «Pues bien, -les dijo Antonio-, eso significa que el sentido común basta». A otros cavilosos que le preguntaban por qué creía en Cristo, Antonio les dejó callados, demostrándoles que degradaban la noción de divinidad al atribuirla a las pasiones humanas, que la humillación de la cruz es la gran demostración de la infinita bondad, y que la resurrección de Cristo y los milagros por Él obrados prueban que la ignominia de la Pasión es, en realidad, la mayor de las glorias. San Atanasio anota que Antonio discutió con esos filósofos griegos valiéndose de un intérprete. Un poco más adelante afirma que ningún afligido visitó nunca a Antonio, sin volver lleno de consuelo a su casa, y relata muchos de sus milagros, visiones y revelaciones.

    Alrededor del año 337, Constantino el Grande y sus dos hijos, Constancio y Constante, escribieron una carta al santo, encomendándose a sus oraciones. Al ver que sus monjes se sorprendían de ello, san Antonio les dijo: «No os admiréis de que el emperador escriba a un pobre hombre como yo; admiraos más bien de que Dios nos haya escrito a los hombres y nos haya hablado por su Hijo». Antonio decía que ignoraba cómo responder al emperador; pero al fin, importunado por sus discípulos, le escribió una carta que san Atanasio nos ha conservado, en la que le exhorta a no perder de vista el juicio de Dios. San Jerónimo menciona otras siete cartas de Antonio a diversos monasterios. Una de sus máximas favoritas era la de que el conocimiento de nosotros mismos es la base para el conocimiento y el amor de Dios. Los bolandistas copian una carta de san Antonio a san Teodoro, abad de Tabena, en la que el santo cuenta que Dios le ha revelado que tiene misericordia de los verdaderos adoradores de Cristo, a pesar de sus caídas, con tal de que se arrepientan sinceramente. Una regla monástica, que lleva el nombre de san Antonio, nos revela, según toda probabilidad, los principales puntos de su sistema ascético. En todo caso, su ejemplo y consejos han servido de base a todas las reglas monásticas de las épocas subsiguientes. Se cuenta que san Antonio, al observar la sorpresa de sus discípulos ante las multitudes que abrazaban la vida religiosa, les dijo con lágrimas en los ojos que vendría un tiempo en el que los monjes se regocijarían de vivir en las ciudades, en casas ricas y con mesas bien provistas, y que sólo se distinguirían por el vestido, del resto de las gentes; pero que habría aun entre ellos algunos que buscarían sinceramente la perfección.

    San Antonio visitó a sus monjes poco antes de su muerte, que predijo exactamente, pero se negó a quedarse para morir entre ellos. San Atanasio deja ver que los cristianos habían empezado a imitar la costumbre pagana de embalsamar los cadáveres, hábito que había condenado frecuentemente como producto de la vanidad y la superstición, por lo que san Antonio ordenó que le sepultaran en la tierra, junto a su celda de la montaña. Volviendo apresuradamente a su retiro en el monte Kolzim, cerca del Mar Rojo, cayó enfermo poco después. Entonces repitió a sus discípulos, Macario y Amatas, la orden de sepultarle allí secretamente, diciendo: «El día de la resurrección recibiré mi cuerpo incorrupto de las mismas manos de Jesucristo». Les mandó igualmente que dieran una de sus túnicas de piel de cordero y el sayal en el que yacía, al obispo Atanasio, como testimonio público de que moría en comunión de fe con el santo prelado; que dieran su otra túnica al obispo Serapión, y que conservaran para ellos su cilicio. «Adiós, hijos míos, Antonio se va y no volverá a estar con vosotros». Diciendo estas palabras, les abrazó, extendió un poco los pies y murió apaciblemente. Su muerte acaeció en el año 356, probablemente el 17 de enero, día en que le conmemoran los martirologios más antiguos. Tenía ciento cinco años. Desde su juventud hasta esa avanzada edad, había mantenido siempre el mismo fervor y austeridad. A pesar de ello, nunca había estado enfermo, conservaba la vista en perfecto estado y no había perdido ningún diente. Sus dos discípulos le enterraron según sus deseos. Parece que en 561, sus restos fueron descubiertos y trasladados a Alejandría, después a Constantinopla, y finalmente a Vienne de Francia. Los bolandistas han editado una narración de muchos milagros obtenidos por su intercesión, especialmente los relacionados con la epidemia conocida con el nombre de «Fuego de san Antonio», que azotó a Europa en el siglo XI, hacia la época de la traslación de sus famosas reliquias a occidente.

    Las imágenes representan frecuentemente a san Antonio con una cruz en forma de T, una campanita, un cerdo, y a veces un libro. La cruz parece ser un símbolo de la avanzada edad y de la autoridad abacial del santo, aunque no es imposible que constituya una alusión al constante uso de la señal de la cruz que san Antonio hacía en las tentaciones. El cerdo representaba originalmente al diablo, pero en el siglo XII adquirió un nuevo significado, debido a la popularidad de los Hermanos Hospitalarios de san Antonio, fundados en Clermont en 1096. Por sus obras de caridad se hicieron amar del pueblo, que les autorizó, en muchas partes, a engordar gratuitamente sus cerdos en los bosques. Probablemente, uno o dos cerdos del rebaño llevaban atada una campanita, o tal vez los porqueros anunciaban su llegada tocando una campana. En todo caso, parece cierto que la campanita está relacionada con los miembros de esa orden, y que de allí pasó a ser un atributo de san Antonio. El libro representa sin duda el «libro de la naturaleza», en el que el santo compensaba su falta de lecturas. Algunas imágenes simbolizan en lenguas de fuego la epidemia del «Fuego de san Antonio», contra la que se invocaba especialmente al santo. [Dicha epidemia recibió también el nombre de «fuego sagrado» y de «fuego del infierno». Más tarde se identificó esa enfermedad con la erisipela; pero originalmente parece haber sido un mal mucho más contagioso y virulento, producido por la harina de grano plagado.] La popularidad de san Antonio, que se debe en gran parte a la prevalencia de esa epidemia (ver, por ejemplo, la Vida de san Hugo de Lincoln), fue muy grande en los siglos XII y XIII. Probablemente por asociación con el cerdo, san Antonio empezó a ser invocado como patrón de los animales domésticos y del ganado, y el gremio de los carniceros y otros se pusieron bajo su protección. La liturgia bizantina invoca el nombre de san Antonio en la preparación eucarística, y el rito copto y el armenio le conmemoran en el canon de la misa.

Oremos
    
    Dios Padre Bueno, que para ejemplo del mundo y honor de la Iglesia, transformaste la vida de San Antonio Abad, en la imagen de tu Hijo Jesucristo, concédenos que le imitemos en el camino de la vida evangélica y que merezcamos por su intercesión vencer como Él, las tentaciones y vivir en la voluntad de Dios. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL CHRISTUS VIVIT



Capítulo tercero
Ustedes son el ahora de Dios




Algunas cosas que les pasan a los jóvenes
Poner fin a todo tipo de abusos


95. En los últimos tiempos se nos ha reclamado con fuerza que escuchemos el grito de las víctimas de los distintos tipos de abuso que han llevado a cabo algunos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Estos pecados provocan en sus víctimas «sufrimientos que pueden llegar a durar toda la vida y a los que ningún arrepentimiento puede poner remedio. Este fenómeno está muy difundido en la sociedad y afecta también a la Iglesia y representa un serio obstáculo para su misión».

96. Es verdad que «la plaga de los abusos sexuales a menores es por desgracia un fenómeno históricamente difuso en todas las culturas y sociedades», especialmente en el seno de las propias familias y en diversas instituciones, cuya extensión se evidenció sobre todo «gracias a un cambio de sensibilidad de la opinión pública». Pero «la universalidad de esta plaga, a la vez que confirma su gravedad en nuestras sociedades, no disminuye su monstruosidad dentro de la Iglesia» y «en la justificada rabia de la gente, la Iglesia ve el reflejo de la ira de Dios, traicionado y abofeteado».

97. «El Sínodo renueva su firme compromiso en la adopción de medidas rigurosas de prevención que impidan que se repitan, a partir de la selección y de la formación de aquellos a quienes se encomendarán tareas de responsabilidad y educativas». Al mismo tiempo, ya no hay que abandonar la decisión de aplicar las «acciones y sanciones tan necesarias». Y todo esto con la gracia de Cristo. No hay vuelta atrás.

98. «Existen diversos tipos de abuso: de poder, económico, de conciencia, sexual. Es evidente la necesidad de desarraigar las formas de ejercicio de la autoridad en las que se injertan y de contrarrestar la falta de responsabilidad y transparencia con la que se gestionan muchos de los casos. El deseo de dominio, la falta de diálogo y de transparencia, las formas de doble vida, el vacío espiritual, así como las fragilidades psicológicas son el terreno en el que prospera la corrupción». El clericalismo es una permanente tentación de los sacerdotes, que interpretan «el ministerio recibido como un poder que hay que ejercer más que como un servicio gratuito y generoso que ofrecer; y esto nos lleva a creer que pertenecemos a un grupo que tiene todas las respuestas y no necesita ya escuchar ni aprender nada». Sin dudas un espíritu clericalista expone a las personas consagradas a perder el respeto por el valor sagrado e inalienable de cada persona y de su libertad.

99. Junto con los Padres sinodales, quiero expresar con cariño y reconocimiento mi «gratitud hacia quienes han tenido la valentía de denunciar el mal sufrido: ayudan a la Iglesia a tomar conciencia de lo sucedido y de la necesidad de reaccionar con decisión». Pero también merece un especial reconocimiento «el empeño sincero de innumerables laicos, sacerdotes, consagrados y obispos que cada día se entregan con honestidad y dedicación al servicio de los jóvenes. Su obra es un gran bosque que crece sin hacer ruido. También muchos de los jóvenes presentes en el Sínodo han manifestado gratitud por aquellos que los acompañaron y han resaltado la gran necesidad de figuras de referencia».

100. Gracias a Dios los sacerdotes que cayeron en estos horribles crímenes no son la mayoría, que sostiene un ministerio fiel y generoso. A los jóvenes les pido que se dejen estimular por esta mayoría. En todo caso, cuando vean un sacerdote en riesgo, porque ha perdido el gozo de su ministerio, porque busca compensaciones afectivas o está equivocando el rumbo, atrévanse a recordarle su compromiso con Dios y con su pueblo, anúncienle ustedes el Evangelio y aliéntenlo a mantenerse en la buena senda. Así ustedes prestarán una invalorable ayuda en algo fundamental: la prevención que permita evitar que se repitan estas atrocidades. Esta nube negra se convierte también en un desafío para los jóvenes que aman a Jesucristo y a su Iglesia, porque pueden aportar mucho en esta herida si ponen en juego su capacidad de renovar, de reclamar, de exigir coherencia y testimonio, de volver a soñar y de reinventar.

101. No es este el único pecado de los miembros de la Iglesia, cuya historia tiene muchas sombras. Nuestros pecados están a la vista de todos; se reflejan sin piedad en las arrugas del rostro milenario de nuestra Madre y Maestra. Porque ella camina desde hace dos mil años, compartiendo «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres». Y camina como es, sin hacerse cirugías estéticas. No teme mostrar los pecados de sus miembros, que a veces algunos de ellos intentan disimular, ante la luz ardiente de la Palabra del Evangelio que limpia y purifica. Tampoco deja de recitar cada día, avergonzada: «Piedad de mí, Señor, por tu bondad. […] Tengo siempre presente mi pecado» (Sal 51,3.5). Pero recordemos que no se abandona a la Madre cuando está herida, sino que se la acompaña para que saque de ella toda su fortaleza y su capacidad de comenzar siempre de nuevo.

102. En medio de este drama que justamente nos duele en el alma, «Jesús Nuestro Señor, que nunca abandona a su Iglesia, le da la fuerza y los instrumentos para un nuevo camino». Así, este momento oscuro, «con la valiosa ayuda de los jóvenes, puede ser realmente una oportunidad para una reforma de carácter histórico», para abrirse a un nuevo Pentecostés y empezar una etapa de purificación y de cambio que otorgue a la Iglesia una renovada juventud. Pero los jóvenes podrán ayudar mucho más si se sienten de corazón parte del «santo y paciente Pueblo fiel de Dios, sostenido y vivificado por el Espíritu Santo», porque «será justamente este santo Pueblo de Dios el que nos libre de la plaga del clericalismo, que es el terreno fértil para todas estas abominaciones».