CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD, DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres»[85]. Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina así de la historia la esperanza cristiana[86], que no obstante es un poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín[88]. Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»[89].
Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 407; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[86] Cf. Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 17: AAS 99 (2007), 1000.
[87] Cf. ibíd., 23: l.c., 1004-1005.
[88] San Agustín explica detalladamente esta enseñanza en el diálogo sobre el libre albedrío (De libero arbitrio II 3, 8 ss.). Señala la existencia en el alma humana de un «sentido interior». Este sentido consiste en una acción que se realiza al margen de las funciones normales de la razón, una acción previa a la reflexión y casi instintiva, por la que la razón, dándose cuenta de su condición transitoria y falible, admite por encima de ella la existencia de algo externo, absolutamente verdadero y cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a esta verdad interior es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35; De libero arbitrio II 3, 8), pero más a menudo el de Cristo (De Magistro 11, 38; Confesiones VII, 18, 24; XI, 2, 4).
[89] Carta enc. Deus caritas est, 3: l.c., 219.