martes, 14 de abril de 2020

EVANGELIO - 15 de Abril - San Lucas 24,13-35


    Evangelio según San Lucas 24,13-35.

    Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén.
    En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.
    Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos.
    Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
    El les dijo: "¿Qué comentaban por el camino?". Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!".
    "¿Qué cosa?", les preguntó. Ellos respondieron: "Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron.
    Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas.
    Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo.
    Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron".
    Jesús les dijo: "¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!
    ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?"
    Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.
    Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante.
    Pero ellos le insistieron: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba". El entró y se quedó con ellos.
    Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
    Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista.
    Y se decían: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?".
    En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!".
    Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 15 de Abril - "Sus ojos estaban ciegos y no eran capaces de reconocerlo"


         San Gregorio Magno (c. 540-604), papa y doctor de la Iglesia - Homilía 23 sobre el Evangelio

«Sus ojos estaban ciegos y no eran capaces de reconocerlo»

    Acabáis de escucharlo, amados hermanos: dos discípulos de Jesús iban por el camino y aunque no creían en él, hablaban sin embargo de él. El Señor se les apareció sin presentárseles bajo una forma que pudieran reconocerle. Así es que el Señor llevó a cabo en lo exterior, a los ojos del cuerpo, lo que en ellos se realizaba en el interior, a los ojos del corazón. En el interior de sí mismos, los discípulos amaban y dudaban al mismo tiempo; en lo exterior el Señor se les hizo presente sin manifestarles que era él. A los que hablaban de él, les ofreció su presencia; pero a los que dudaban de él, les escondió su familiar aspecto que les hubiera permitido reconocerlo. Intercambió algunas palabras con ellos, les reprochó su lentitud en comprender, les explicó los misterios de la Santa Escritura que se referían a él. Y sin embargo, para el corazón de los discípulos, por su falta de fe, seguía siendo un extraño; hizo, pues, ademán de ir más lejos... La Verdad, siendo simple, nada hizo con doblez, sino que simplemente se manifestó a los discípulos en su cuerpo de la misma manera que estaba en su espíritu.

    A través de esta prueba el Señor quería ver si los que todavía no le amaban como Dios, al menos, eran capaces de amarle como viajero. La Verdad caminaba con ellos; ellos no podían, pues, permanecer extraños al amor: le ofrecieron hospitalidad como se hace con un viajero. Porque, por otra parte, nosotros decimos que le ofrecieron hospitalidad siendo así que está escrito: «Lo apremiaron». Este ejemplo nos muestra bien a las claras que no sólo debemos ofrecer hospitalidad a los viandantes, sino que debemos hacerlo de manera apremiante.

    Los discípulos, pues, ponen la mesa y ofrecen algo para comer; y Dios, a quien no habían reconocido durante la explicación de las Escrituras Santas, le reconocieron al partir el pan. No es, pues, escuchando los mandamientos de Dios que han sido iluminados sino poniéndolos en práctica.

SANTORAL - DAMIÁN DE MOLOKAI

15 de Abril


    «Fue un ángel en el infierno. Abrasado de amor a Cristo, por quien quiso sufrir y ser despreciado, no dudó en entregar su vida junto a los leprosos de Molokai haciendo de aquél lugar, cuajado de desdichas, un pequeño remanso del cielo»

    Ante su vida enmudecen las palabras. Porque este gran apóstol de la caridad, que no abandonó a sus queridos enfermos, murió como ellos dando un testimonio de entrega conmovedor. Vino al mundo en Tremelo, Bélgica, el 3 de enero de 1840. Tenía manifiesta vocación para ser misionero. En las manualidades infantiles incluía de forma predilecta la construcción de casas que recuerdan a las que ocupan los misioneros en la selva. Su hermana y él abandonaron el hogar paterno con el fin de hacerse ermitaños y vivir en oración. Para gozo de sus padres, la aventura terminó al ser descubiertos por unos campesinos.

    Cuando tenía edad suficiente para trabajar, ayudó a paliar la maltrecha economía doméstica empleado en tareas de construcción y albañilería. También sabía cultivar las tierras. Era un campesino, y ese noble rasgo se apreciaba en su forma de actuar y de hablar. Tenía por costumbre realizar la visita al Santísimo y un día, mientras se hallaba en su parroquia, escuchó el sermón de un redentorista que decía: «Los goces de este mundo pasan pronto... Lo que se sufre por Dios permanece para siempre... El alma que se eleva a Dios arrastra en pos de sí a otras almas... Morir por Dios es vivir verdaderamente y hacer vivir a los demás». En 1859 ingresó en la Congregación de Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María de Lovaina.

    Admiraba a san Francisco Javier y le pedía: «Por favor, alcánzame de Dios la gracia de ser un misionero como tú». La ocasión llegó al enfermar su hermano, el padre Pánfilo, religioso de la misma Orden, que estaba destinado a Hawai. Él iba a sustituirlo. A renglón seguido aquél sanó, favor que el santo agradeció a María en el santuario de Scherpenheuvel (Monteagudo). Ese día se despidió de sus padres a los que no volvería a ver. Inició el viaje en 1863. Fue una travesía complicada. Tuvo que hacer de improvisado enfermero asistiendo a los que se indisponían. Entre todos los pasajeros se fijó especialmente en el capitán del barco. Éste reconoció que nunca se había confesado, asegurando que con él habría estado dispuesto a hacerlo. Damián no pudo atenderle porque no era sacerdote, pero años después lo haría en una situación dramática inolvidable.

    Fue ordenado en Honolulu. Después, enviado a una pequeña isla de Hawai, su primera morada fue una modesta palmera. Allí construyó una humilde capilla que fue un remanso del cielo. Convirtió a casi todos los protestantes. Comenzó a asistir a los enfermos; les llevaba medicinas y consiguió devolver la salud a muchos. En esa primera misión advirtió la presencia de la lepra, una enfermedad considerada maldita, una de cuyas consecuencias era el destierro. Los enfermos del lugar eran deportados a Molokai donde permanecían completamente abandonados a su suerte. Sus vidas, mientras duraban, también iban carcomiéndose en medio de la podredumbre de las miserias y pecados. Enterado Damián de la existencia de ese gulag en el que yacían desasistidas tantas criaturas, rogó a su obispo monseñor Maigret que le autorizase a convivir con ellos. El prelado, aún estremecido por la petición, se lo permitió. Damián no era un irresponsable. Sabía de sobra a lo que se enfrentaba, y dejó clara la intención que le guiaba: «Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo».

    Llegó a Molokai en 1873. Le recibió un enjambre de rostros mutilados. El lugar, calificado como un «verdadero infierno», estaba maniatado por desórdenes y vicios diversos, droga para asfixia de su desesperación. Le acogieron con alegría. Con él un rayo de esperanza atravesó de parte a parte la isla. No hubo nada que pudiera hacer, y que dejara al arbitrio. Lo tenía pensado todo. Puso en marcha diversas actividades laborales y lúdicas. Incluso creó una banda de música. Con su presencia desaparecieron los enfermos abandonados. A todos los atendía con paciencia y cariño; les enseñaba reglas de higiene y consiguió que, dentro de todo, fuese un lugar habitable. A la par enviaba cartas pidiendo ayuda económica, que iba llegando junto con alimentos y medicinas. Era sepulturero, carpintero de los ataúdes y fabricante de las cruces que recordaban a los fallecidos. Además, hacía frente a los temporales reconstruyendo las cabañas destruidas. El trato con los enfermos era tan natural que les saludaba dándoles la mano, comía en sus recipientes y fumaba en la pipa que le tendían. Iba llevando a todos a Dios.

    Las autoridades le prohibieron salir de la isla y tratar con los pasajeros de los barcos para evitar un contagio. Llevaba años sin confesarse y lo hizo en una lancha manifestando sus faltas a voz en grito al sacerdote que viajaba en el barco contenedor de las provisiones para los leprosos. Fue la única y la última confesión que hizo desde la isla. Un día se percató de que no tenía sensibilidad en los pies. Era el signo de que había contraído la lepra. Escribió al obispo:«Pronto estaré completamente desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la naturaleza de mi enfermedad. Estoy sereno y feliz en medio de mi gente». Extrajo su fuerza de la oración y la Eucaristía: «Si yo no encontrase a Jesús en la Eucaristía, mi vida sería insoportable». Ante el crucifijo, rogó: «Señor. por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo el cuerpo, pero me alegra el pensar que cada día en que me encuentre más enfermo en la tierra, estaré más cerca de Ti para el cielo».

    Cuando la enfermedad se había extendido prácticamente por todo su cuerpo, llegó un barco al frente del cual iba el capitán que lo condujo a Hawai. Quería confesarse con él. Al final de su vida fue calumniado y criticado por cercanos y lejanos. Él decía: «¡Señor, sufrir aún más por vuestro amor y ser aún más despreciado!». Murió el 15 de abril de 1889. Dejaba a sus enfermos en manos de Marianne Cope. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de junio de 1995. Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.

Oremos

    Glorioso y venerado San Damián: Sois modelo y patrono de los leprosos. Por vuestro amor os entregasteis en cuerpo y alma al cuidado de los leprosos de Molokai. Yo, impulsado por la confianza que me inspira tu valimiento poderoso ante Dios y tu caridad hacia los más necesitados, acudo a ti. Llena mi corazón de amor hacia los más necesitados, alcánzame un gran espíritu de fe, saber aceptar y ofrecerte todas las contrariedades de la vida y poder gozar un día de vuestra compañía en el cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén

TEOLOGÍA DEL CUERPO

Visión del Papa Juan Pablo II sobre el amor humano

EL AMOR DE DIOS AL PUEBLO ELEGIDO, SIGNO DEL AMOR CONYUGAL
Audiencia General 15 de septiembre de 1982

1. Nos encontramos ante el texto de la Carta a los Efesios 5, 22-33, que ya, desde hace algún tiempo, estamos analizando debido a su importancia para el problema del matrimonio y del sacramento. En el conjunto de su contenido, comenzando por el capítulo primero, la Carta trata, sobre todo, del misterio «escondido desde los siglos en Dios» como don destinado eternamente al hombre. «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por esto nos hizo gratos en su amado» (Ef 1, 3-6).

2. Hasta ahora se habla del misterio escondido «desde los siglos» (Ef 3, 9) en Dios.
Las frases siguientes introducen al lector en la fase de la realización de ese misterio en la historia del hombre: el don, destinado a él «desde los siglos» en Cristo, se hace parte real del hombre en el mismo Cristo: «en quien tenemos la redención por virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia que superabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría y prudencia. Por éstas nos dio a conocer el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito, que se propuso realizar en Cristo en la plenitud de los tiempos, recapitulando todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, en El» (Ef 1, 7-10).

3. Así el eterno misterio ha pasado del estado de «ocultamiento en Dios», a la fase de revelación y realización. Cristo, en quien la humanidad ha sido «desde los siglos» elegida y bendecida «con toda bendición espiritual», del Padre: Cristo, destinado, según el «designio» eterno de Dios, para que en El, como en la Cabeza, «fueran recapituladas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra», en la perspectiva escatológica revela el misterio eterno y lo realiza entre los hombres. Por esto, el autor de la Carta a los Efesios, en la continuación de la misma Carta, exhorta a aquellos a quienes ha llegado esta revelación, y a todos los que la han acogido en la fe, a modelar su vida en el espíritu de la verdad conocida. De modo particular exhorta a lo mismo a los esposos cristianos, maridos y mujeres.

4. En la máxima parte del contexto la Carta se convierte en instrucción, o sea, parénesis. El autor parece hablar, sobre todo, de dos aspectos morales de la vocación de los cristianos, haciendo, sin embargo, referencia continua al misterio que ya actúa en ellos gracias a la redención de Cristo, y obra con eficacia sobre todo en virtud del bautismo. Efectivamente, escribe: «En El también vosotros, que escucháis la palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salud, en el que habéis creído, fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo prometido» (Ef 1, 13). Así, pues, los aspectos morales de la vocación cristiana permanecen vinculados no sólo con la revelación del eterno misterio divino en Cristo y con su aceptación en la fe, sino también con el orden sacramental que, aun cuando no aparezca en primer plano en toda la Carta, sin embargo, parece estar presente en ella de manera discreta. Por lo demás, no puede ser de otro modo, ya que el Apóstol escribe a los cristianos que, mediante el bautismo, se harían miembros de la comunidad eclesial. Desde este punto de vista, el pasaje de la Carta a los Efesios cap. 5, 22-23, analizado hasta ahora, parece tener una importancia particular. Efectivamente, arroja una luz especial sobre la relación esencial del misterio con el sacramento, y especialmente sobre la sacramentalidad del matrimonio.

5. En el centro del misterio está Cristo. En El -precisamente en El-, la humanidad ha sido eternamente bendecida «con toda bendición espiritual». En El -en Cristo-, la humanidad ha sido elegida «antes de la creación del mundo», elegida «en la caridad» y predestinada a la adopción de hijos. Cuando después, con la «plenitud de los tiempos», este misterio eterno se realiza en el tiempo, se realiza también en El y por El; en Cristo y por Cristo. Por medio de Cristo se revela el misterio del amor divino. Por El y en El queda realizado: en El «tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados...» (Ef 1, 7). De este modo los hombres que aceptan mediante la fe el don que se les ofrece en Cristo, se hacen realmente partícipes del misterio eterno, aunque actúe en ellos bajo los velos de la fe. Esta donación sobrenatural de los frutos de la redención hecha por Cristo adquiere, según la Carta a los Efesios 5, 22-33, el carácter de una entrega nupcial de Cristo mismo a la Iglesia, a semejanza de la relación nupcial entre el marido y la mujer. Por lo tanto, no sólo los frutos de la redención son don, sino sobre todo lo es Cristo: El se entrega a Sí mismo a la Iglesia, como a su Esposa.

6. Debemos preguntarnos si en este punto tal analogía nos permite penetrar más profundamente y con mayor precisión en el contenido esencial del misterio. Debemos hacernos esta pregunta, tanto más cuanto que ese pasaje «clásico» de la Carta a los Efesios (5, 22-23) no aparece en abstracto y aislado, sino que forma una continuidad, en cierto sentido, una continuación de los enunciados del Antiguo Testamento, que presentaban el amor de Dios-Yahvé al pueblo-Israel, elegido por El, según la misma analogía. Se trata en primer lugar de los textos de los Profetas que en sus discursos han introducido la semejanza del amor nupcial para caracterizar de modo particular el amor que Yahvé nutre por Israel, el amor que, por parte del pueblo elegido, no encuentra comprensión y correspondencia; más aún, halla infidelidad y traición. La manifestación de infidelidad y traición fue ante todo la idolatría, culto a los dioses extranjeros.

7. A decir verdad, en la mayoría de los casos se trataba de poner de relieve de manera dramática precisamente esa traición y esa infidelidad, llamadas «adulterio» de Israel; sin embargo en la base de todos estos enunciados de los Profetas está la convicción explícita de que el amor de Yahvé al pueblo elegido puede y debe ser comparado con el amor que une al esposo con la esposa, al amor que debe unir a los cónyuges. Convendría citar aquí numerosos pasajes de los textos de Isaías, Oseas, Ezequiel (algunos de ellos ya se han citado anteriormente, al analizar el concepto de «adulterio» teniendo como base las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña). No se puede olvidar que al patrimonio del Antiguo Testamento pertenece también el «Cantar de los Cantares», donde la imagen del amor nupcial está delineada -es verdad- sin la analogía típica de los textos proféticos, que presentaban en ese amor la imagen del amor de Yahvé a Israel, pero también sin ese elemento negativo que en los otros textos constituye el motivo de «adulterio», o sea, de infidelidad. Así, pues, la analogía del esposo y de la esposa, que ha permitido al autor de la Carta a los Efesios definir la relación de Cristo con la Iglesia, posee una rica tradición en los libros de la Antigua Alianza. Analizando esta analogía en el «clásico» texto de la Carta a los Efesios, no podemos menos de remitirnos a esa tradición.

8. Para iluminar esta tradición nos limitaremos de momento a citar un pasaje del texto de Isaías. Dice el Profeta: «Nada temas, que no serás confundida; no te avergüences, que no serás afrentada. Te olvidarás de la vergüenza de la juventud y perderás el recuerdo del oprobio de tu viudez. Porque tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo. Si, Yahvé te llamó como a mujer abandonada y desolada. La esposa de la juventud, ¿podrá ser repudiada?, dice tu Dios. Por una hora, por un momento te abandoné, pero en mi gran amor vuelvo a llamarte. /.../. No se apartará mas de ti mi misericordia, y mi alianza de paz será inquebrantable, dice Yahvé, que te ama» (Is 54, 4-7. 10).