Sigamos con los ojos del alma al santo Niño, llevado en los brazos de la Santísima Virgen Madre, acompañada por San José entrando a ese templo donde los sacrificios y las oblaciones no sino la figura del Calvario. La verdadera víctima, y penetra bajo las molduras de cedro, es ofrecida en el altar, y san José, para rescatar al divino primogénito, presenta la ofrenda de los pobres: dos tortolitas. ¡Qué sentimiento de temor, de compasión habría n embargado al corazón de María y de José, consagrando así a su celeste tesoro a todos los sufrimientos predichos por los profetas! Su alma fue atravesada por una espada, tal como se lo predijo en ese momento el anciano Simeón a María, vieron los suplicios y la cruz y adoraron el inefable amor que se consagraba, y se entregaba así por sus creaturas. Un rayo de alegría se mezcla con esos pensamientos severos; Simeón y Ana exaltan al Salvador, al Redentor de Israel, nacido para la salvación de muchos, y pensando el la cifra innombrable de las almas salvadas por Jesús, María y José, tan celosos y tan generosos se alegran. Ofrezcámonos también a Dios: supliquémosle que nos indique la vie de salvación y unámonos fielmente a Jesús, con el fin de tener parte ben las gracias de la redención.
Oración
Dios todo pedroso y misericordioso, que has dado por esposo a la Virgen María, tu Santísima Madre, al hombre justo, el bienaventurado José. Hijo de David y lo has elegido por padre nutricio, concédenos, por los méritos y oraciones de ese gran santo, la tranquilidad y la paz, y alcánzanos gozar un día el gozo de verte eternamente en el cielo, tu que siendo Dios vives y reinas con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo (Santa Teresa de Avila).