viernes, 4 de diciembre de 2015

DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

El derecho a la objeción de conciencia


REFLEXIÓN

Reflexiones Espirituales

Viernes 04 de Diciembre



LA FRASE DEL DÍA

La Frase del Día de Hoy

Viernes 04 de Diciembre


EVANGELIO

Evangelio del Día de la Semana I 

Del propio del Tiempo. Salterio I

Viernes 04 de Diciembre


Libro de Isaías 29,17-24.

Así habla el Señor:
¿No falta poco, muy poco tiempo, para que Líbano se vuelva un vergel  y el vergel parezca un bosque? 
Aquel día, los sordos oirán las palabras del libro, y verán los ojos de los ciegos,
libres de tinieblas y oscuridad.
Los humildes de alegrarán más y más en el Señor  y los más indigentes se regocijarán en el Santo de Israel.
Porque se acabarán los tiranos, desaparecerá el insolente, y serán extirpados los que acechan para hacer el mal, los que con una palabra hacen condenar a un hombre, los que tienden trampas al que actúa en un juicio, y porque sí no más perjudican al justo.

Por eso, así habla el Señor, el Dios de la casa de Jacob, el que rescató a Abraham:
En adelante, Jacob no se avergonzará ni se pondrá pálido su rostro.
Porque, al ver lo que hago en medio de Ël, proclamarán que mi Nombre es santo,
proclamarán santo al Santo de Jacob y temerán al Dios de Israel.
Los espíritus extraviados llegarán a entender y los recalcitrantes aceptarán la enseñanza.



Salmo 27(26),1.4.13-14.

El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?

Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor
todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor
y contemplar su Templo.

Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en la tierra de los vivientes.
Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor.

Fuente: ©Evangelizo.org

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO

Meditación del Evangelio del Día de la Semana I Del propio del Tiempo. Salterio I

Viernes 04 de Diciembre


HIMNO

Recemos con la Iglesia

Viernes 04 de Diciembre



SANTORAL

Santoral del Día de la Semana I 

Del propio del Tiempo. Salterio I

Viernes 04 de Diciembre



San Juan Damasceno, el primero de la larga fila de aristotélicos cristianos, fue también uno de los dos más grandes poetas de la Iglesia oriental, junto con san Román Méloda. San Juan pasó su vida entera bajo el gobierno de un califa mahometano y este hecho muestra el extraño caso de un Padre de la Iglesia cristiana, protegido de las venganzas de un emperador, cuyas herejías podía atacar impunemente, ya que vivía bajo el gobierno musulmán. Él y Teodoro el Estudita fueron los principales y más fuertes defensores del culto de las sagradas imágenes en la amarga época de la controversia iconoclasta. Como escritor teológico y filosófico, no intentó nunca ser original, ya que su trabajo se redujo más bien a compilar y poner en orden lo que sus predecesores habían escrito. Aun así, en las cuestiones teológicas se le considera como la última corte de apelación entre los griegos y, su tratado «De la Fe Ortodoxa» es aún para las escuelas orientales, lo que la «Summa» de santo Tomás de Aquino llegó a ser para el Occidente.

Los gobernadores musulmanes de Damasco, donde nació san Juan, no eran injustos con sus súbditos cristianos, aunque les exigían pagar un impuesto personal y someterse a otras humillantes condiciones1. Permitían que, tanto los cristianos como los judíos, ocuparan puestos importantes y que, en ciertos casos, amasaran grandes fortunas. El médico de cabecera del califa era casi siempre un judío, mientras que los cristianos eran empleados como escribas, administradores y arquitectos. Entre los oficiales de su corte, en 675, había un cristiano, llamado Juan, que tenía el cargo de Jefe del departamento de Recaudación de impuestos, oficio que parece haber llegado a ser hereditario en su familia. Ese fue el padre de nuestro santo y el sobrenombre de «al-Mansur», que los árabes le dieron, fue después transferido al hijo. Juan Damasceno nació alrededor del año 6902. y fue bautizado en su infancia. Respecto a su primera educación, si hemos de creer a su biógrafo, «su padre se encargó de enseñarle no cómo montar a caballo, ni cómo arrojar una lanza, ni cómo cazar fieras y trocar su bondad natural en una brutal crueldad, como sucede a muchos, sino que Juan (el padre) buscó un tutor erudito en todas las ciencias, hábil en todas las formas del conocimiento, que produjera buenas palabras de su corazón y le entregó a su hijo para que fuera nutrido con esta clase de alimento». Después le pudo proporcionar otro maestro, un monje llamado Cosme, «de hermosa apariencia, pero de alma más hermosa aún», a quien los árabes habían traído de Sicilia entre otros cautivos. Su padre tuvo que pagar un gran precio por él y muy merecido, ya que, si hemos de creer a nuestro cronista, sabía gramática y lógica, tanta aritmética como Pitágoras y tanta geometría como Euclides. Le enseñó al joven Juan todas las ciencias, pero especialmente la teología, lo mismo que a otro joven a quien su padre parece haber adoptado, llamado también Cosme, que llegó a ser poeta y trovador y que por fin acompañó a su hermano adoptivo al monasterio en donde ambos se hicieron monjes. A pesar de su formación teológica, no parece haber considerado, al principio, otra carrera sino la de su padre, a quien sucedió en su oficio. En la corte podía llevar libremente una vida cristiana y ahí se hizo notable por sus virtudes y especialmente por su humildad. Sin embargo, después de desempeñar su importante puesto por algunos años, san Juan renunció a su oficio y se fue de monje a la «laura»3. de San Sabas, cerca de Jerusalén.

Es aún un punto discutido si sus primeras obras contra los iconoclastas fueron escritas mientras estaba en Damasco, pero las mejores autoridades desde los tiempos del dominico Le Quien, que publicó sus obras en 1712, son de la opinión de que el santo se hizo monje antes de que estallara la persecución, y que sus tres tratados fueron compuestos en la laura de San Sabas. De cualquier manera, Juan y Cosme se establecieron entre los hermanos y ocuparon su tiempo libre escribiendo libros y componiendo himnos. Posiblemente se ha pensado que a los otros monjes les agradó la presencia de tan valeroso campeón de la fe como Juan, pero esto estaba muy lejos de ser verdad. Se decía que los recién llegados estaban introduciendo la discordia. Ya era malo el escribir libros, pero aún peor el componer y cantar himnos, por lo que los hermanos estaban escandalizados. El colmo llegó cuando, a petición de un monje cuyo hermano había muerto, Juan escribió un himno fúnebre y lo cantó con una dulce melodía compuesta por él mismo. Su superior, un viejo monje cuya celda compartía, lo atacó lleno de furia y lo arrojó de ahí: «¿Olvidas de esta manera tus votos?», exclamó el viejo, «en lugar de cubrirte de luto y llorar, te sientas lleno de gozo y te deleitas cantando». Solamente le permitió regresar después de varios días, bajo la condición de que recorriera los alrededores de la laura y recogiera toda la basura con sus propias manos. San Juan obedeció sin replicar; pero durante el sueño, Nuestra Señora se le apareció al viejo monje y le ordenó que permitiera a su discípulo escribir tantos libros y tantas poesías como quisiera. De ahí en adelante, san Juan pudo dedicar su tiempo al estudio y a su trabajo literario. Añade la leyenda que fue varias veces enviado, quizás para el bien de su alma, a vender canastas en las calles de Damasco, donde antaño había ocupado tan alto puesto. Debe, sin embargo, confesarse, que estos detalles, escritos por su biógrafo más de un siglo después de la muerte del santo, son de dudosa autoridad.

Si los monjes de San Sabas no apreciaron debidamente a los dos amigos, hubo otros fuera que sí lo hicieron. El patriarca de Jerusalén, Juan V, los conocía muy bien por su reputación y deseó tenerlos entre su clero. Primero tomó a Cosme y lo hizo obispo de Majuma y después ordenó de sacerdote a Juan y lo llevó a Jerusalén. Se dice que san Cosme gobernó su grey admirablemente hasta su muerte; pero san Juan regresó pronto a su monasterio. Revisó cuidadosamente sus escritos y «donde quiera que se adornaran con flores retóricas o parecieran superfluos en su estilo, los redujo prudentemente a una más austera gravedad para que no tuvieran ningún asomo de ligereza o falta de dignidad». Sus obras en defensa de los iconos habían sido conocidas y leídas dondequiera y le habían merecido el odio de los emperadores que los perseguían. Sus enemigos nunca lograron lastimarlo, porque nunca cruzó las fronteras para entrar al Imperio Romano. El resto de su vida lo pasó escribiendo teología y poesía en san Sabas, donde murió a una edad avanzada. Fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1890.

Antiguamente se asociaba el pasaje del Evangelio que se refiere a la milagrosa curación del hombre de la mano seca (Mc 3) con una anécdota sobre la vida de san Juan Damasceno que en un tiempo se creyó, y que ahora es considerada apócrifa, pero que es bueno conocer, sobre todo para interpretar alguna iconografía: cuando el santo era todavía oficial del tesoro en Damasco, el emperador León III, que le odiaba, pero que no podía hacer nada contra él abiertamente, intentó perjudicarlo por medio de un engaño; falsificó una carta y pretendió que había sido escrita a él por Juan, en la que se le informaba que Damasco estaba débilmente defendida y en que le ofrecía su ayuda, en caso de que decidiera atacar. León envió al califa esta carta falsificada, con una nota al efecto, diciéndole que odiaba la traición y deseando que su amigo conociera el comportamiento de su funcionario. El airado califa hizo cortar la mano derecha a Juan, pero le entregó el miembro mutilado por petición del mismo. El santo llevó la mano cortada a su cabaña particular y rezó en versos hexámetros ante una imagen de la Madre de Dios. Por intercesión de Nuestra Señora, la mano se unió de nuevo al brazo y fue empleada inmediatamente para escribir una acción de gracias.

Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI