sábado, 2 de octubre de 2021

-PROPÓSITO DEL DÍA-



 

EVANGELIO DEL DÍA - 3 DE OCTUBRE - San Marcos 10,2-16.



 

Libro de Génesis 2,4b.7a.18-24.

Cuando el Señor Dios hizo la tierra y el cielo,
Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente.
Después dijo el Señor Dios: "No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada".
Entonces el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a todos los animales del campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al hombre para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre.
El hombre puso un nombre a todos los animales domésticos, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo; pero entre ellos no encontró la ayuda adecuada.
Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y cuando este se durmió, tomó una de sus costillas y cerró con carne el lugar vacío.
Luego, con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre.
El hombre exclamó: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer, porque ha sido sacada del hombre".
Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne.

Palabra de Dios.


Salmo 128(127),1-2.3.4-5.6.

¡Feliz el que teme al Señor
y sigue sus caminos!
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás feliz y todo te irá bien.

Tu esposa será como una vid fecunda
en el seno de tu hogar;
tus hijos, como retoños de olivo
alrededor de tu mesa.

¡Así será bendecido
el hombre que teme al Señor!
¡Que el Señor te bendiga desde Sión
todos los días de tu vida:

que contemples la paz de Jerusalén.
y veas a los hijos de tus hijos!
¡Paz a Israel!


Carta a los Hebreos 2,9-11.

Pero a aquel que fue puesto por poco tiempo debajo de los ángeles, a Jesús, ahora lo vemos coronado de gloria y esplendor, a causa de la muerte que padeció. Así, por la gracia de Dios, él experimentó la muerte en favor de todos.
Convenía, en efecto, que aquel por quien y para quien existen todas las cosas, a fin de llevar a la gloria a un gran número de hijos, perfeccionara, por medio del sufrimiento, al jefe que los conduciría a la salvación.
Porque el que santifica y los que son santificados, tienen todos un mismo origen. Por eso, él no se avergüenza de llamarlos hermanos.


Evangelio según San Marcos 10,2-16.

Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?".
El les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?".
Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella".
Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.
Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer.
Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne.
Que el hombre no separe lo que Dios ha unido".
Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto.
El les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio".
Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron.
Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.
Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".
Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.

Palabra del Señor.

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 03 de Octubre - “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10,2-16)



 

Papa Francisco
Homilía, 25 de mayo 2018

“Que el hombre no separe  lo que Dios ha unido” (Mc 10,2-16)

Hoy, Jesús, me dices que lo que Tú has unido, no lo separe el hombre.

Al escuchar tus palabras me viene inmediatamente la realidad del matrimonio, pero creo que hoy me invitas a ampliar mis horizontes, a ver que el matrimonio no es la única cosa que Tú has unido y no quieres que nadie lo separe.

Justo después de explicar la grandeza del matrimonio a tus discípulos, te intentaron acercar unos niños, pero los discípulos lo impedían. Te enojaste, ¡y con razón! Tú habías ya unido el Reino de los cielos, tu infinito amor, con aquellos pequeños, y los discípulos intentaban separarlos.

¡Qué gran verdad me revelas en este pequeño gesto! Tú quieres estar conmigo, a mi lado, y no quieres que nada, ni nadie, me separe de Ti. Jamás me has abandonado y jamás lo harás. Siempre estarás a mi lado, si yo te lo permito.

Has querido unir tu vida a la mía... lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Jesús, ayúdame a nunca separarme de tu lado, así como Tú nunca te separas del mío.

SANTORAL DEL DÍA - 03 DE OCTUBRE - SAN FRANCISCO DE BORJA



San Francisco de Borja, presbítero, quien, muerta su mujer, con la que había tenido ocho hijos, ingresó en la Orden de la Compañía de Jesús y, pese a haber abdicado de las dignidades del mundo y rehusado las de la Iglesia, resultó elegido prepósito general, y fue memorable por su austeridad de vida y oración. Falleció en Roma el 30 de septiembre. La familia Borja, que era una de las más célebres del reino de Aragón, se hizo famosa en el mundo entero cuando Alfonso Borgia fue elegido Papa con el nombre de Calixto III. A fines del mismo siglo, hubo otro Papa Borgia, Alejandro VI, quien tenía cuatro hijos cuando fue elevado al pontificado. Para dotar a su hijo Pedro, compró el ducado de Gandía, en España. Pedro, a su vez lo legó a su hijo Juan, quien fue asesinado poco después de su matrimonio. Su hijo, el tercer duque de Gandía, se casó con la hija natural de un hijo de Fernando V de Aragón. De este matrimonio nació en 1510 Francisco de Borja y Aragón, nuestro santo, quien era nieto de un Papa y de un rey y primo de Carlos V. Francisco ingresó en la corte de este último, una vez que hubo terminado sus estudios, a los dieciocho años. Por entonces, ocurrió un incidente cuya importancia no había de verse sino más tarde. En Alcalá de Henares, Francisco quedó muy impresionado a la vista de un hombre a quien se conducía a la prisión de la Inquisición: ese hombre era Ignacio de Loyola.

Al año siguiente, tras de recibir el título de marqués de Lombay, Francisco contrajo matrimonio con Leonor de Castro. Diez años más tarde, Carlos V le nombró virrey de Cataluña, cuya capital es Barcelona. Años después, Francisco solía decir: «Dios me preparó en ese cargo para ser general de la Compañía de Jesús. Allí aprendí a tomar decisiones importantes, a mediar en las disputas, a considerar las cuestiones desde los dos puntos de vista. Si no hubiese sido virrey, nunca lo hubiese aprendido». En el ejercicio de su cargo consagraba a la oración todo el tiempo que le dejaban libres los negocios públicos y los asuntos de su familia. Los personajes de la corte comentaban desfavorablemente la frecuencia con que comulgaba, ya que prevalecía entonces la idea, muy diferente de la de los primeros cristianos, de que un laico envuelto en los negocios del mundo cometía un pecado de presunción si recibía con demasiada frecuencia el sacramento del Cuerpo de Cristo. En una palabra, el virrey de Cataluña ya no era lo que había sido: «veía con otros ojos y oía con otras orejas que antes; hablaba con otra lengua, porque su corazón había cambiado». En 1543, a la muerte de su padre, heredó el ducado de Gandía. Como el rey Juan de Portugal se negó a aceptarle como principal personaje de la corte de Felipe II, quien iba a contraer matrimonio con su hija, Francisco renunció al virreinato y se retiró con su familia a Gandía. Ello constituyó un duro golpe para su carrera pública, y desde entonces el duque empezó a preocuparse más por sus asuntos personales. En efecto, fortificó la ciudad de Gandía para protegerla contra los piratas berberiscos, construyó un convento de dominicos en Lombay y reparó un hospital. Por entonces, el obispo de Cartagena escribió a un amigo suyo: «Durante mi reciente estancia en Gandía pude darme cuenta de que Don Francisco es un modelo de duques y un espejo de caballeros cristianos. Es un hombre humilde y verdaderamente bueno, un hombre de Dios en todo el sentido de la palabra ... Educa a sus hijos con un esmero extraordinario y se preocupa mucho por su servidumbre. Nada le agrada tanto como la compañía de los sacerdotes y religiosos...»

La súbita muerte de Doña Leonor, ocurrida en 1546, puso fin a aquella existencia idílica. La esposa de Francisco había sido su amada y fiel compañera durante diecisiete años. Al verla en agonía, Francisco decidió pedir a Dios que se hiciese Su voluntad y no la propia. El más joven de sus ocho hijos tenía apenas ocho años cuando murió Doña Leonor. Poco después, el beato Pedro Fabro se detuvo unos días en Gandía; partió de ahí a Roma, llevando un mensaje del duque a san Ignacio, para comunicar al fundador de la Compañía de Jesús que había hecho voto de ingresar en la orden. San Ignacio se alegró mucho de la noticia; sin embargo, aconsejó al duque que difiriese la ejecución de sus proyectos hasta que terminase la educación de sus hijos y que, mientras tanto, tratase de obtener el grado de doctor en teología en la Universidad de Gandía, que acababa de fundar. También le aconsejaba que no divulgase su propósito, pues «el mundo no tiene orejas para oír tal estruendo». Francisco obedeció puntualmente. Pero al año siguiente, fue convocado a asistir a las cortes de Aragón, lo cual estorbaba el cumplimiento de sus propósitos. En vista de ello, san Ignacio le dio permiso de que hiciese en privado la profesión. Tres años después, el 31 de agosto de 1550, cuando todos los hijos del duque estaban ya colocados, partió éste para Roma. Tenía entonces cuarenta años.

Cuatro meses más tarde, volvió a España y se retiró a una ermita de Oñate, en las cercanías de Loyola. Desde allí obtuvo el permiso del emperador para traspasar sus títulos y posesiones a su hijo Carlos. En seguida se rasuró la cabeza y la barba, tomó el hábito clerical, y recibió la ordenación sacerdotal en la semana de Pentecostés de 1551. «El duque que se había hecho jesuita», se convirtió en la sensación de la época. El Papa concedió indulgencia plenaria a cuantos asistiesen a su primera misa en Vergara y la multitud que se congregó fue tan grande que hubo que poner el altar al aire libre. Los superiores de la casa de Oñate le nombraron ayudante del cocinero: su oficio consistía en acarrear agua y leña, en encender la estufa y limpiar la cocina. Cuando atendía a la mesa y cometía algún error el santo duque tenía que pedir perdón de rodillas a la comunidad por servirla con torpeza. Inmediatamente después de su ordenación, empezó a predicar en la provincia de Guipúzcoa y recorría los pueblos haciendo sonar una campanilla para llamar a los niños al catecismo y a los adultos a la instrucción. Por su parte, el superior de Francisco le trataba con la severidad que le parecía exigir la nobleza del duque. Indudablemente que el santo sufrió mucho en aquella época, pero jamás dio la menor muestra de impaciencia. En cierta ocasión en que se había abierto una herida en la cabeza, el médico le dijo al vendársela: «Temo, señor que voy a hacer algún daño a vuestra gracia». Francisco respondió: «Nada puede herirme más que ese tratamiento de dignidad que me dais». Después de su conversión, el duque empezó a practicar penitencias extraordinarias; era un hombre muy gordo, pero su talle empezó a estrecharse rápidamente. Aunque sus superiores pusieron coto a sus excesos, San Francisco se las ingeniaba para inventar nuevas penitencias. Más tarde, admitía que, sobre todo antes de ingresar en la Compañía de Jesús, había mortificado su cuerpo con demasiada severidad. Durante algunos meses predicó fuera de Oñate. El éxito de su predicación fue inmenso. Numerosas personas le tomaron por director espiritual. El fue uno de los primeros en reconocer el valor grandísimo de santa Teresa de Jesús.

Después de obrar maravillas en Castilla y Andalucía, se sobrepasó a sí mismo en Portugal. En 1541, san Ignacio le nombró prepósito provincial de la Compañía de Jesús en España. San Francisco de Borja desempeñó ese cargo con algo del autocratismo que era característico de los nobles de su época, pero dio muestras de su celo y, en toda ocasión expresaba su esperanza de que la Compañía de Jesús se distinguiese en el servicio de Dios por tres normas: la oración y los sacramentos, la oposición al mundo y la perfecta obediencia. Por lo demás, esas eran las características del alma del santo.

San Francisco de Borja fue prácticamente el fundador de la Compañía de Jesús en España, ya que estableció una multitud de casas y colegios durante sus años de prepósito general. Ello no le impedía, sin embargo, preocuparse por su familia y por los asuntos de España. Por ejemplo, dulcificó los últimos momentos de Juana la Loca, quien había perdido la razón cincuenta años antes, a raíz de la muerte de su esposo y, desde entonces, había experimentado una extraña aversión por el clero. Al año siguiente, poco después de la muerte de san Ignacio, Carlos V abdicó, se enclaustró en el monasterio de Yuste y mandó llamar a san Francisco. El emperador nunca había sentido predilección por la Compañía de Jesús y declaró al santo que no estaba contento de que hubiese escogido esa orden. Éste confesó los motivos por los que se había hecho jesuita y afirmó que Dios le había llamado a un estado en el que se uniese la acción a la contemplación y en el que se viese libre de las dignidades que le habían acosado en el mundo. Aclaró que, por cierto, la Compañía de Jesús era una orden nueva, pero el fervor de sus miembros valía más que la antigüedad, ya que «la antigüedad no es una garantía de fervor». Con eso quedaron disipados los prejuicios de Carlos V. San Francisco no era partidario de la Inquisición y este tribunal no le veía con buenos ojos, por lo que Felipe II tuvo que escuchar más de una vez las calumnias que los envidiosos levantaban contra el santo duque. Éste permaneció en Portugal hasta 1561, cuando el papa Pío IV le llamó a Roma a instancias del P. Laínez, general de los jesuitas.

En Roma se le acogió cordialmente. Entre los que asistían regularmente a sus sermones se contaban el cardenal Carlos Borromeo y el cardenal Ghislieri, quien más tarde fue Papa con el nombre de Pío V. Ahí se interiorizó más de los asuntos de la Compañía y empezó a desempeñar cargos de importancia. En 1565, a la muerte del P. Laínez, fue elegido general. Durante los siete años que desempeñó ese oficio, dio tal ímpetu a su orden en todo el mundo, que puede llamársele el segundo fundador. El celo con que propagó las misiones y la evangelización del mundo pagano inmortalizó su nombre. Y no se mostró menos diligente en la distribución de sus súbditos en Europa para colaborar a la reforma de las costumbres. Su primer cuidado fue establecer un noviciado regular en Roma y ordenar que se hiciese otro tanto en las diferentes provincias. Durante su primera visita a la Ciudad Eterna, quince años antes, se había interesado mucho en el proyecto de fundación del Colegio Romano y había regalado una generosa suma para ponerlo en práctica. Como general de la Compañía, se ocupó personalmente de dirigir el Colegio y de precisar el programa de estudios. Prácticamente fue él quien fundó el Colegio Romano, aunque siempre rehusó el título de fundador, que se da ordinariamente a Gregorio XIII, quien lo restableció con el nombre de Universidad Gregoriana. San Francisco construyó la iglesia de San Andrés del Quirinal y fundó el noviciado en la residencia contigua; además, empezó a construir el Gesú y amplió el Colegio Germánico, en el que se preparaban los misioneros destinados a predicar en aquellas regiones del norte de Europa en las que el protestantismo había hecho estragos.

San Pío V tenía mucha confianza en la Compañía de Jesús y gran admiración por su General, de suerte que san Francisco de Borja podía moverse con gran libertad. A él se debe la extensión de la Compañía de Jesús más allá de los Alpes, así como el establecimiento de la provincia de Polonia. Valiéndose de su influencia en la corte de Francia, consiguió que los jesuitas fuesen bien recibidos en ese país y fundasen varios colegios. Por otra parte, reformó las misiones de la India, las del Extremo Oriente y dio comienzo a las misiones de América. Entre su obra legislativa hay que contar una nueva edición de las reglas de la Compañía y una serie de directivas para los jesuitas dedicados a trabajos particulares. A pesar del extraordinario trabajo que desempeñó durante sus siete años de generalato, jamás se desvió un ápice de la meta que se había fijado, ni descuidó su vida interior. Un siglo más tarde escribió el P. Verjus: «Se puede decir con verdad que la Compañía debe a san Francisco de Borja su forma característica y su perfección. San Ignacio de Loyola proyectó el edificio y echó los cimientos; el P. Laínez construyó los muros; San Francisco de Borja techó el edificio y arregló el interior y, de esta suerte, concluyó la gran obra que Dios había revelado a san Ignacio». No obstante sus muchas ocupaciones, san Francisco encontraba tiempo todavía para encargarse de otros asuntos. Por ejemplo, cuando la peste causó estragos en Roma en 1566, el santo reunió limosnas para asistir a los pobres y envió a sus súbditos, por parejas, a cuidar a los enfermos de la ciudad, no obstante el peligro al que los exponía.

En 1571, el Papa envió al cardenal Bonelli con una embajada a España, Portugal y Francia, y san Francisco de Borja le acompañó. Aunque la embajada fue un fracaso desde el punto de vista político, constituyó un triunfo personal de Francisco. En todas partes se reunían verdaderas multitudes para «ver al santo duque» y oírle predicar; Felipe II, olvidando las antiguas animosidades, le recibió tan cordialmente como sus súbditos. Pero la fatiga del viaje apresuró el fin del santo, muy debilitado desde tiempo atrás por la responsabilidad de su cargo y por el esfuerzo que le costaba el no poder dedicarse a la oración como lo hubiese deseado. Su primo, el duque Alfonso, alarmado por el estado de su salud, le envió desde Ferrara a Roma en una litera. Sólo le quedaban ya dos días de vida. Por intermedio de su hermano Tomás, san Francisco envió sus bendiciones a cada uno de sus hijos y nietos y, a medida que su hermano le repetía los nombres de cada uno, oraba por ellos. Cuando el santo perdió el habla, un pintor entró a retratarle, lo cual muestra la falta de delicadeza que se observaba en ciertas ocasiones durante aquella época. Al ver al pintor, san Francisco manifestó su desaprobación con la mirada y el gesto y volvió el rostro a la pared para que no pudiesen retratarle. Murió a la media noche del 30 de septiembre de 1572. Según la expresión del P. Brodrick fue «uno de los hombres más buenos, amables y nobles que han pisado nuestro pobre mundo».

Desde el momento de su «conversión», san Francisco de Borja, canonizado en 1671, cayó en la cuenta de la importancia y de la dificultad de alcanzar la verdadera humildad y se impuso toda clase de humillaciones a los ojos de Dios y de los hombres. En Valladolid, donde el pueblo recibió al santo en triunfo, el P. Bustamante observó que Francisco se mostraba todavía más humilde que de ordinario y le preguntó la razón de su actitud. El santo replicó: «Esta mañana, durante la meditación, caí en la cuenta de que mi verdadero sitio está en el infierno y tengo la impresión de que todos los hombres, aun los más tontos, deberían gritarme: '¡Ve a ocupar tu sitio en el infierno!'». Un día confesó a los novicios que, durante los seis años que llevaba meditando la vida de Cristo, se había puesto siempre en espíritu a los pies de Judas; pero que recientemente había caído en la cuenta de que Cristo había lavado los pies del traidor y por ese motivo ya no se sentía digno de acercarse ni siquiera a Judas.


Oremos


Señor y Dios nuestro, que nos mandas valorar los bienes de este mundo según el criterio de tu ley, al celebrar la fiesta de San Francisco de Borja, tu siervo fiel cumplidor, enséñanos a comprender que nada hay en el mundo comparable a la alegría de gastar la vida en tu servicio. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

-FRASE DEL DÍA-



 

OCTUBRE, MES DE LAS MISIONES - «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20)



 

Papa Francisco
Extracto, mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2021
Roma, San Juan de Letrán, 6 de enero de 2021

"La historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se encuentra, un diálogo de amistad (cf. Jn 15,12-17). Los apóstoles son los primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron encontrados: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una alegría expansiva y gratuita que no se puede contener. Como decía el profeta Jeremías, esta experiencia es el fuego ardiente de su presencia activa en nuestro corazón que nos impulsa a la misión, aunque a veces comporte sacrificios e incomprensiones (cf. 20,7-9). El amor siempre está en movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio más hermoso y esperanzador: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41)."