jueves, 6 de febrero de 2020

CARTA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN



CAPÍTULO IV
RELACIÓN ENTRE LA FE Y LA RAZÓN




Etapas más significativas en el encuentro entre la fe y la razón

39. En la historia de este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes. Contra los ataques lanzados por el filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía platónica para argumentar y responderle. Refiriéndose a no pocos elementos del pensamiento platónico, comienza a elaborar una primera forma de teología cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como la idea de teología en cuanto reflexión racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta ese momento a su origen griego. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, con este nombre se referían a la parte más noble y al verdadero culmen de la reflexión filosófica. Sin embargo, a la luz de la Revelación cristiana lo que anteriormente designaba una doctrina genérica sobre la divinidad adquirió un significado del todo nuevo, en cuanto definía la reflexión que el creyente realizaba para expresar la verdadera doctrina sobre Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la filosofía, pero al mismo tiempo tendía a distinguirse claramente de ella. La historia muestra cómo hasta el mismo pensamiento platónico asumido en la teología sufrió profundas transformaciones, en particular por lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma, la divinización del hombre y el origen del mal.

BIENAVENTURANZAS

"Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos". (CEC 1717)

EVANGELIO - 07 de Febrero - San Marcos 6,14-29


    Evangelio según San Marcos 6,14-29.

    El rey Herodes oyó hablar de Jesús, porque su fama se había extendido por todas partes. Algunos decían: "Juan el Bautista ha resucitado, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos: Otros afirmaban: "Es Elías". Y otros: "Es un profeta como los antiguos".
    Pero Herodes, al oír todo esto, decía: "Este hombre es Juan, a quien yo mandé decapitar y que ha resucitado".
    Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado.
    Porque Juan decía a Herodes: "No te es lícito tener a la mujer de tu hermano".
    Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía, porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto.
    Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea.
    La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: "Pídeme lo que quieras y te lo daré".
    Y le aseguró bajo juramento: "Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino".
    Ella fue a preguntar a su madre: "¿Qué debo pedirle?". "La cabeza de Juan el Bautista", respondió esta.
    La joven volvió rápidamente adonde estaba el rey y le hizo este pedido: "Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista".
    El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla.
    En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan.
    El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre.
    Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 07 de Febrero - "Juan Bautista, mártir de la verdad"


      San Beda el Venerable (c. 673-735), monje benedictino, doctor de la Iglesia 
     Homilía 23 (libro 2); CCL 122, 356-357

Juan Bautista, mártir de la verdad

    No cabe ninguna duda de que San Juan Bautista sufrió prisión por nuestro Redentor, a quien precedía con su testimonio, y que por él dio su vida. Porque aunque su perseguidor no le exigió negar a Cristo, sí le exigió que callase la verdad, y es por esto que murió por Cristo. En efecto, Cristo mismo dijo: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). Puesto que derramó su sangre por la verdad, ciertamente la derramó por Cristo. Con su nacimiento, Juan testimonió que Cristo iba a nacer; con su predicación testimonió que Cristo iba a predicar, y con su bautismo, que iba a bautizar. Al sufrir su pasión, significaba que Cristo también debía sufrirla...

    Este hombre tan grande llegó pues al término de su vida derramando su sangre después de una larga y penosa cautividad. Habiendo anunciado la buena nueva de la libertad de una paz superior, fue arrojado en prisión por unos impíos. Fue encerrado en la lobreguez de un calabozo el que había venido a dar testimonio de la luz... En su propia sangre es bautizado el que tuvo el honroso encargo de bautizar al Redentor del mundo, de escuchar la voz del Padre dirigida a Cristo, y ver descender sobre él la gracia del Espíritu Santo.

    Ya lo dijo el apóstol Pablo: «A vosotros se os ha dado la gracia de creer en Jesucristo y aún de padecer por él» (Flp 1,29). Y si dice que sufrir por Cristo es un don que éste concede a sus elegidos, es porque, tal como dice en otro lugar: «Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá» (Rm 8,18).

SANTORAL - BEATO PÍO IX

07 de Febrero


    En Roma, beato Pío IX, papa, que proclamó la verdad de Cristo, a quien estaba íntimamente unido. Instituyó muchas sedes episcopales, promovió el culto de la santísima Virgen María y convocó el Concilio Vaticano I.

    Giovanni Maria Mastai-Ferreti, Papa Pío IX, nació en Senigallia, Marcas, en 1792 y murió en Roma, en 1878. Procedente de la pequeña nobleza italiana, se ordenó sacerdote en 1819. Era obispo de Imola desde 1832 y cardenal desde 1840. En 1846 fue elegido para suceder en el Papado a Gregorio XVI, y ejerció el ministerio petrino por 32 años. Lo que sigue es el fragmento dedicado al nuevo beato en la homilía de SS Juan Pablo II en la misa de beatificación, el 3 de septiembre del 2000:

    Al escuchar las palabras de la aclamación del Evangelio: "Señor, guíanos por el recto camino", nuestro pensamiento ha ido espontáneamente a la historia humana y religiosa del Papa Pío IX, Giovanni Maria Mastai Ferretti. En medio de los acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de adhesión incondicional al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel a los compromisos de su ministerio en todas las circunstancias, supo atribuir siempre el primado absoluto a Dios y a los valores espirituales. Su larguísimo pontificado no fue fácil, y tuvo que sufrir mucho para cumplir su misión al servicio del Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado.

    Sin embargo, precisamente en medio de esos contrastes resplandeció con mayor intensidad la luz de sus virtudes: las prolongadas tribulaciones templaron su confianza en la divina Providencia, de cuyo soberano dominio sobre los acontecimientos humanos jamás dudó. De ella nacía la profunda serenidad de Pío IX, aun en medio de las incomprensiones y los ataques de muchas personas hostiles. A quienes lo rodeaban, solía decirles: "En las cosas humanas es necesario contentarse con actuar lo mejor posible; en todo lo demás hay que abandonarse a la Providencia, la cual suplirá los defectos y las insuficiencias del hombre".

    Sostenido por esa convicción interior, convocó el concilio ecuménico Vaticano I, que aclaró con autoridad magistral algunas cuestiones entonces debatidas, confirmando la armonía entre fe y razón. En los momentos de prueba, Pío IX encontró apoyo en María, de la que era muy devoto. Al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, recordó a todos que en las tempestades de la existencia humana resplandece en la Virgen la luz de Cristo, más fuerte que el pecado y la muerte.

Oremos

    Dios todopoderoso y eterno, que quisiste que el Beato Pío IX, Papa, presidiera a todo tu pueblo y lo iluminara con su ejemplo y sus palabras, por su intercesión proteje a los pastores de la Iglesia y a sus rebaños y hazlos progresar por el camino de la salvación eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL CHRISTUS VIVIT



Capítulo cuarto
El gran anuncio para todos los jóvenes

111.
Más allá de cualquier circunstancia, a todos los jóvenes quiero anunciarles ahora lo más importante, lo primero, eso que nunca se debería callar. Es un anuncio que incluye tres grandes verdades que todos necesitamos escuchar siempre, una y otra vez.

¿HAY PECADOS TAN GRAVES QUE NO PUEDAN SER PERDONADOS?

    El amor de Dios no tiene límites, pero quien rehúsa acoger la misericordia del Señor por el arrepentimiento rechaza el perdón y la salvación.


    Sabemos que la desesperanza del perdón de los propios pecados ofende a Dios. Muchas veces en el Diálogo, Dios insiste con Santa Catalina de Siena sobre eso: “Y con esta misericordia puede, si él lo quiere, unirse a la esperanza. Sin esto, ningún pecador escaparía a la desesperación, y por la desesperación encontraría con los demonios la condenación eterna. Es mi misericordia la que, durante sus vidas, les hace esperar mi perdón”.

     “Porque este pecado final de desesperación me ofende mucho más y les es mucho más mortal que todos los otros pecados que hayan cometido. Pero no es la fragilidad de vuestra naturaleza la que os mueve a la desesperación, porque no existe placer ni nada comparable, sino un intolerable sufrimiento en ella.

    Alguien que se desespera desprecia mi misericordia, haciendo que su pecado sea más grande que la misericordia y la bondad. Entonces si un hombre cae en este pecado, y no se arrepiente, y no se siente verdaderamente afligido por su ofensa contra mí como él debería, afligido más bien por su propia pérdida que por la ofensa cometida contra mí, entonces recibe la condenación eterna.

    **Mi misericordia es mayor que todos los pecados que un hombre pueda cometer**. Me entristece que alguien considere sus faltas mayor que mi perdón. La desesperación es ese pecado que no es perdonado ni en esta vida ni en la otra”.

    Cuando habla de éste, que es el “pecado contra el Espíritu Santo”, el Catecismo de la Iglesia enseña que:

    “No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna” (§1864).

    Lo más importante es entender y creer que: “La Iglesia “ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado”.

    No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. "No hay nadie, tan perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de sus pecados, no pueda contar con la esperanza cierta de perdón. Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado” (§981-2).

    Dios dijo a Santa Catalina que: “Fue en la dispensa de la jerarquía eclesiástica donde guardé el Cuerpo y la Sangre de mi Hijo”.

    A quien desea meditar con profundidad en este asunto de la confianza y misericordia de Dios, recomiendo vivamente leer el libro de monseñor Ascânio Brandão, **El Breviario de la Confianza** (Ed. Cléofas, 2013).

    No sirve enojarse con uno mismo y condenarse tras un pecado. Esto sería un mal mayor, es orgullo refinado. El remedio es levantarse humildemente, aceptar con resignación la propia falta y buscar el perdón en la misericordia infinita de Dios que nunca nos falta. Cristo nos dejó la Iglesia y la confesión para eso.

    San Francisco de Sales enseñaba que: “Cuanto más miserables nos sentimos, tanto más debemos confiar en la misericordia de Dios. Porque entre la misericordia y la miseria hay un vínculo tan grande que una no puede ejercerse sin la otra”.

    “Sopesad vuestros defectos con más dolor que indignación, con más humildad que severidad y conservad el corazón lleno de un amor blando, sosegado y tierno”; y además decía: “Es orgullo no conformarnos con nuestra debilidad y nuestra miseria”.
Dios a veces permite nuestras caídas, como aconteció con san Pedro, para volvernos humildes. Es por nuestras propias faltas que conocemos nuestra miseria y confiamos sólo en Dios.

    Judas y san Pedro pecaron gravemente en la hora de la Pasión del Señor, pero Pedro no se desesperó, fue humilde, confió en la misericordia de Jesús y se salvó; Judas cayó en el remordimiento y se suicidó. La diferencia fue la confianza en la misericordia de Jesús.

    Es por eso que Santa Faustina recomendó tanto el **Tercio de la Misericordia**, que de ser posible debe ser rezado frente al Santísimo Sacramento; y, de modo especial, frente a los moribundos.

    No podemos olvidar que la alegría de Dios y de sus ángeles es ver a un pecador arrepentido. “Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia”. Con qué alegría Jesús perdonó a Magdalena, a la mujer adúltera, a la samaritana, a Zaqueo, y a tantos otros.

    “Las lágrimas de los penitentes son tan preciosas, que son recogidas en la tierra para ser elevadas al cielo, y su virtud es tan grande que se extiende hasta los ángeles”, dijo Bossuet. Los ángeles estiman las lágrimas de arrepentimiento de los pecadores más que la de los inocentes. La amargura del arrepentimiento tiene más valor para ellos que la miel de la devoción.

    Cada tropiezo es una gran ocasión que tenemos para aprender a ser humildes. San Alfonso decía que “incluso los pecados cometidos pueden contribuir a nuestra santificación, en la medida en que su recuerdo nos haga más humildes, más agradecidos a las gracias que Dios nos ha dado, después de tantas ofensas”.

    En fin, la humildad es la gran fuerza de quien quiere la santidad. Santa Teresa lo dijo: “Quien posee las virtudes de la humildad y el desapego bien puede luchar contra todo el infierno junto y el mundo entero con sus seducciones”.

    Esas dos virtudes, dice la santa, tienen la propiedad de esconderse de quien las posee, de manera que nunca las ve, ni se persuade de que las tiene, incluso diciéndoselo. San Juan de la Cruz dijo que: “visiones, revelaciones, sentimientos celestiales y todo lo que se puede imaginar más elevado, no valen tanto como el menor acto de humildad”.

Fuente: Aleteia