domingo, 19 de septiembre de 2021

-PROPÓSITO DEL DÍA-



 

EVANGELIO DEL DÍA - 20 de Septiembre - San Lucas 8,16-18.



 

Libro de Esdras 1,1-6.

En el primer año de Ciro, rey de Persia, para que se cumpliera la palabra del Señor pronunciada por Jeremías, el Señor despertó el espíritu de Ciro, rey de Persia, y este mandó proclamar de viva voz y por escrito en todo su reino:
"Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios del cielo, ha puesto en mis manos todos los reinos de la tierra, y me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, de Judá.
Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo, que su Dios lo acompañe y suba a Jerusalén, de Judá, para reconstruir la Casa del Señor, el Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén.
Que la población de cada lugar ayude a todos los que queden de ese pueblo, en cualquier parte donde residan, proporcionándoles plata, oro, bienes y ganado, como así también otras ofrendas voluntarias para la Casa del Dios que está en Jerusalén".
Entonces los jefes de familia de Judá y de Benjamín, los sacerdotes y los levitas, y todos los que se sintieron movidos por Dios, se pusieron en camino para ir a reconstruir la Casa del Señor que está en Jerusalén.
Sus vecinos les proporcionaron toda clase de ayuda: plata, oro, bienes, ganado y gran cantidad de objetos preciosos, además de toda clase de ofrendas voluntarias.

Palabra de Dios.


Salmo 126(125),1-2ab.2cd-3.4-5.6.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía que soñábamos:
nuestra boca se llenó de risas
y nuestros labios, de canciones.

Hasta los mismos paganos decían:
“¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!”.
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros
y estamos rebosantes de alegría!

¡Cambia, Señor, nuestra suerte
como los torrentes del Négueb!
Los que siembran entre lágrimas
cosecharán entre canciones.

El sembrador va llorando
cuando esparce la semilla,
pero vuelve cantando
cuando trae las gavillas.


Evangelio según San Lucas 8,16-18.

Jesús dijo a la gente: "No se enciende una lámpara para cubrirla con un recipiente o para ponerla debajo de la cama, sino que se la coloca sobre un candelero, para que los que entren vean la luz.
Porque no hay nada oculto que no se descubra algún día, ni nada secreto que no deba ser conocido y divulgado.
Presten atención y oigan bien, porque al que tiene, se le dará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que cree tener".

Palabra del Señor.

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 20 de Septiembre - “Presten atención y oigan bien” (Lc 8,16-18)



 

Santa Teresa de Calcuta 
No hay amor más grande

“Presten atención y oigan bien” (Lc 8,16-18)

Escucha en silencio. Porque tu corazón está lleno de mil cosas, no puedes escuchar la voz de Dios. Pero desde el momento en que te pones a la escucha de la palabra de Dios en tu corazón pacificado, éste se llena de Dios. Esto requiere muchos sacrificios. Si pensamos, si queremos orar, es necesario prepararnos para ello. Sin darle largas. Aquí no se trata sino de las primeras etapas hacia la oración, pero si no las llevamos a cabo con determinación, jamás llegaremos a la última etapa, la presencia de Dios.

Por eso el aprendizaje debe ser perfecto desde el comienzo: ponerse a escuchar a Dios en tu corazón; y en el silencio del corazón Dios habla. Después, de la plenitud de lo que hay en el corazón, la boca está llena para hablar. Aquí se obra la confluencia. En el silencio del corazón, Dios habla, y no tenemos que hacer más que escucharle. Después, una vez que tu corazón entra en la plenitud porque se encuentra lleno de Dios, lleno de amor, lleno de compasión, lleno de fe, tiene la boca de que hablar.

Acuérdate, antes de hablar, que es necesario escuchar, y solamente así, desde lo más profundo de un corazón abierto, puedes hablar y Dios te escucha.

SANTORAL DEL DÍA - 20 SETIEMBRE - SANTOS ANDRÉS KIM TAEGON,PABLO CHONG HASANG Y COMPAÑEROS MÁRTIRES

 


Memoria de los santos Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang y compañeros, mártires en Corea. Se veneran este día en común celebración todos los ciento tres mártires que en aquel país testificaron intrépidamente la fe cristiana, introducida fervientemente por algunos laicos, y después alimentada y reafirmada por la predicación y celebración de los sacramentos por medio de los misioneros. Todos estos atletas de Cristo -tres obispos, ocho presbíteros, y los restantes, laicos, casados o no, ancianos, jóvenes y niños-, unidos en el suplicio, consagraron con su sangre preciosa las primicias de la Iglesia en Corea.

Corea es uno de los pocos países del mundo en donde el cristianismo fue introducido por otros medios que el de los misioneros. Durante el siglo dieciocho se difundieron por el país algunos libros cristianos escritos en chino, y uno de los hombres que los leyeron, se las arregló para ingresar al servicio diplomático del gobierno coreano ante el de Pekín, buscó en la capital de China al obispo Mons. de Gouvea y de sus manos recibió el bautismo y algunas instrucciones. Aquel hombre regresó a su tierra en 1784, y cuando un sacerdote chino llegó a Corea, diez años más tarde, se encontró con que le estaban esperando cuatro mil cristianos bien instruidos, pero sin bautizar. Aquel sacerdote fue el único pastor del rebaño durante siete años, pero en 1801 fue asesinado y, durante tres décadas, los cristianos de Corea estuvieron privados de un ministro de su religión. Existe una carta escrita por los coreanos para implorar al Papa Pío VII que enviase sacerdotes a aquella pequeña grey que, sin embargo, ya había dado mártires a la Iglesia. En 1831 se creó el vicariato apostólico de Corea, pero su primer vicario nunca llegó a ocupar su puesto. El sucesor, Mons. Lorenzo José María Imbert, obispo titular de Capsa, miembro de las Misiones Extranjeras de París y residente en China desde hacía doce años, entró a Corea, disfrazado, a fines de 1837. Le habían precedido por poco tiempo, san Pedro Filiberto Maubant y san Jacobo Honorato Chastan, sacerdotes de la misma sociedad misionera.

El cristianismo no había sido definitivamente proscrito en Corea y, durante el transcurso de dos años, los misioneros realizaron su trabajo ocultamente, pero sin ser molestados. Sobre las circunstancias y dificultades que debieron afrontar, escribió Mons. Imbert: «Estoy abrumado de fatiga y en grave peligro. Es necesario dejar el lecho a las dos y media de la madrugada, todos los días, puesto que a las tres hay que congregar al pueblo en la casa para las oraciones. A las tres y media, comienzo a desempeñar los deberes de mi ministerio y debo bautizar si hay nuevos convertidos y también confirmar. Después viene la misa, la comunión y la acción de gracias. De esta manera, las quince o veinte personas que recibieron los sacramentos, pueden dispersarse al amparo de las sombras, antes del alba. Pero durante las horas del día llegan otros tantos, uno por uno, en procura de confesión y ya no pueden irse hasta la madrugada siguiente, después de la comunión. Yo me quedo dos días en cada una de nuestras casas donde reúno a los cristianos y, antes del alba del tercer día, me voy con ellos, en la oscuridad, a otra casa. Muchas veces he sufrido el aguijonazo del hambre, porque no es cualquier cosa, en este clima frío y húmedo, levantarse a las dos y media de la madrugada y permanecer en ayunas hasta el medio día, cuando puedo comer algunos alimentos pobres e insuficientes. Después de la comida, descanso un poco hasta que se presentan mis alumnos de catecismo y, por fin, vuelvo al confesionario hasta que cae la noche. A las nueve voy a dormir, sobre una estera, en el suelo y cubierto con una manta de lana de los tártaros; no hay camas ni colchones en Corea. A pesar de la debilidad de mi cuerpo y mi quebrantada salud, siempre he llevado una vida dura y muy ocupada, pero me parece que aquí ya alcancé el último límite del esfuerzo. Se puede comprender fácilmente que, en una existencia como la que llevamos, apenas si tememos el golpe de espada que, en cualquier momento, puede acabar con ella».

Por aquellos medios heroicos aumentó el número de los cristianos en Corea de 6000 a 9000, en menos de dos años. Fue entonces cuando se descubrieron sus actividades y se emitió un decreto para el exterminio de los fieles. Como un ejemplo de los horrores que tuvieron lugar entonces, basta citar lo que le sucedió a santa Agata Kim, una de la mártires. Se le preguntó a la infortunada mujer si era cierto que practicaba la religión cristiana «Conozco a Jesús y a María», respondió con absoluta sencillez; «pero no conozco nada más». «Si te torturamos, te olvidarás de tu Jesús y tu María», le dijeron. «¡Aunque tenga que morir, no los olvidaré!» Fue cruelmente atormentada y, por fin, se la condenó a morir. En el travesaño de una alta cruz sujeta a una carreta fue colgada Agata por sus muñecas y por su cabellera. La carreta fue conducida hasta la cumbre de una cuesta pedregosa y, desde ahí se azuzó a los bueyes para que arrastrasen a la carreta cuesta abajo, entre brincos y zarandeos y, a cada movimiento, la infeliz mujer, sujeta por los cabellos y los puños, se sacudía violentamente. Al término de aquella carrera, fue descolgada, se le arrancaron las vestiduras hasta dejarla desnuda; uno de los verdugos le sujetó la cabeza contra una piedra y otro se la cortó con un golpe de espada. San Juan Ri escribía desde la prisión: «Transcurrieron dos o tres meses antes de que el juez mandara por mí y, en ese tiempo, estuve triste e inquieto. Los pecados de mi vida entera, en la que tantas veces ofendí a Dios por pura maldad, parecían pesar sobre mí como una montaña; de continuo me preguntaba: ¿Cuál será el fin de todo esto? Sin embargo, nunca perdía la esperanza. Al décimo día de la décima segunda luna, fui llevado ante el juez, quien ordenó que fuera apaleado. ¿Cómo hubiera podido resistirlo tan sólo con mis propias fuerzas? Pero la fuerza del Señor, las plegarias de María y de los santos y de nuestros mártires, me sostuvieron tan bien, que ahora me parece que apenas si sufrí. Yo no puedo pagar tan grande misericordia y ofrecer mi vida es justo».

A fin de evitar una matanza general y el posible peligro de la apostasía, Mons. Imbert se entregó, después de recomendar a los padres Maubant y Chastan, que hicieran lo mismo. Estos se pusieron a escribir una carta a Roma para dar cuenta de su actitud y del estado en que dejaban la misión y se entregaron. Los tres recibieron su ración de bastonazos. Atados a unos bancos con respaldo, fueron conducidos a las orillas del río que corre cerca de Seul, donde los tres, siempre sobre los bancos, fueron atados juntos a un grueso poste, contra el cual el verdugo les cortó la cabeza. El triple martirio ocurrió el 21 de septiembre de 1839. En el año de 1904, las reliquias de ochenta y un mártires de Corea fueron trasladadas a la iglesia episcopal del vicario apostólico en Seul y, en 1925, fueron beatificados Mons. Lorenzo Imbert y sus compañeros. El primer sacerdote coreano martirizado, fue san Andrés Kim, en 1846. El 6 de mayo de 1984, el papa Juan Pablo II celebró la canonización de 103 beatos mártires de Corea, en la propia Seúl, primera vez que, en los últimos siglos, se realizaba una canonización fuera de Roma. La semblanza de cada uno de los mártires, en la medida en que hemos podido conseguirla, se puede leer en el día respectivo de cada martirio.


Oremos

Oh Dios, creador y salvador de todos los hombres, que en Corea, de modo admirable, llamaste a la fe católica a un pueblo de adopción y lo acrecentaste por la gloriosa profesión de fe de los santos mártires Andrés, Pablo y sus compañeros, concédenos, por su ejemplo e intercesión, perseverar también nosotros hasta la muerte en el cumplimiento de tus mandatos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

-FRASE DEL DÍA-



 

SETIEMBRE, MES DE LA BIBLIA - "La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús"



 

Papa Francisco
Catequesis miércoles 27 enero 2021

“Nosotros, por tanto, leemos las Escrituras para que estas “nos lean a nosotros”. Y es una gracia poder reconocerse en este o aquel personaje, en esta o esa situación. La Biblia no está escrita para una humanidad genérica, sino para todos nosotros, para mí, para ti, para hombres y mujeres en carne y hueso, hombres y mujeres que tienen nombre y apellidos, como yo, como tú. Y la Palabra de Dios, impregnada del Espíritu Santo, cuando es acogida con un corazón abierto, no deja las cosas como antes, nunca, cambia algo. Y esta es la gracia y la fuerza de la Palabra de Dios.”