La Liturgia
Toda la vida litúrgica gira en torno a los sacramentos, y se orienta a traernos de Dios la salvación, la redención, la santificación, aquí y ahora, para toda la Iglesia.
¿Para qué sirve la liturgia y cuál es su sentido profundo?
Toda la vida litúrgica gira en torno a los sacramentos, y se orienta, por una parte, a traernos de Dios la salvación, la redención, la santificación, aquí y ahora, para nosotros y para toda la Iglesia; y por otra parte, a rendir culto a Dios, glorificando al Padre por la creación, agradeciendo a Cristo por su redención, y abriéndonos al Espíritu Santo para la santificación de nuestra alma y la efusión de sus dones a toda la Iglesia.
En la carta apostólica del Papa Juan Pablo II con motivo del cuadragésimo aniversario de la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia nos resume así la finalidad de la liturgia: “Los padres conciliares sitúan la liturgia en el horizonte de la historia de la salvación, cuyo fin es la redención humana y la perfecta glorificación de Dios. La redención tiene su preludio en las maravillas que hizo Dios en el Antiguo Testamento, y fue realizada en plenitud por Cristo nuestro Señor, especialmente por medio del misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión. Con todo, no sólo es necesario anunciar esa redención, sino también actuarla , y es lo que lleva a cabo mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica” (n. 2).
La liturgia nos permite recibir la salvación de Cristo “aquí y ahora” en cada sacramento y que hoy actualicemos y vivamos lo mismo que ayer vivieron Cristo y la primera Iglesia.
En el bautismo vivimos como un nuevo diluvio, que ahoga toda la maldad de los pecados y destruye todo lo malo que hay en nuestra alma. En los niños e infantes, ahoga el pecado original, con el que todos nacemos. Y en los adultos que reciben dicho bautismo, además de quitar el pecado original, también quita los pecados personales cometidos desde que tuvimos uso de razón. En el bautismo Dios nos hace hijos suyos por adopción, nos configura con Cristo profeta, rey y sacerdote, nos hace templos del Espíritu Santo, y herederos del cielo. Por tanto, nos regenera, nos santifica, infunde en nuestra alma las virtudes teologales, las virtudes morales y los dones del Espíritu Santo.
En la confirmación, el Espíritu Santo ordena nuestro caos, quema y sopla sobre nosotros, nos embriaga y nos saca de nuestras cobardías, como sucedió en el primer Pentecostés y nos da la fuerza para testimoniar a Cristo, incluso con nuestra sangre. En la confirmación, Dios “nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir “Abbá, Padre, nos une más firmemente a Cristo, aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo, hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia, nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz” .
En la eucaristía, en la santa misa, celebramos la Nueva Pascua. Esa Pascua celebrada en cada Eucaristía es Sacrificio incruento, renovación del sacrificio redentor de Cristo en la Cruz, es Banquete celestial donde nos ofrece Dios el Cuerpo sacratísimo de su Hijo para que tengamos vida eterna. La Eucaristía termina en misión, para que vayamos a dar testimonio de Cristo resucitado, y podamos partir, repartir y compartir el pan de nuestra caridad y de nuestra fe con nuestros hermanos; y al mismo tiempo estemos dispuestos a morir nosotros mismos sobre el altar de nuestra vida ordinaria, y así resucitar a una vida nueva en Cristo.
En la confesión, la sangre de Jesús lava nuestra alma y perdona nuestros pecados, como lo hizo en ese primer Viernes Santo. Y salimos resucitados, restaurados, renovados y santificados, gracias a ese abrazo y perdón de Dios.
En la unción de los enfermos, es el mismo Jesús quien se acerca a nosotros, que estamos enfermos, y nos impone las manos, nos unge con el bálsamo de su amor, nos da fuerza para resistir la enfermedad, mantener firme la fe y la esperanza en Dios.
En el sacramento del matrimonio, Cristo se hace presente y se vuelve a entregar a la Iglesia con un amor total, indiviso, fiel, a través de los esposos; y ese esposo y esposa son así el reflejo de ese amor de Cristo y su Iglesia.
En el sacramento del orden sagrado, Dios elige, consagra a unos hombres de carne y hueso, y los hace sus continuadores, sus “otros Cristos “ que irán por el mundo curando, perdonando, alimentando, animando, predicando, iluminando como lo hizo Cristo. A ese hombre, en el orden sacerdotal, Dios lo configura con Cristo, en cuanto pastor y cabeza de su cuerpo. Cristo sigue actuando hoy a través de cada sacerdote.
En la Liturgia de las Horas, no somos nosotros quienes rezamos solos, porque nos gusta o porque nos enfervoriza, sino que es toda la Iglesia quien eleva este cántico de alabanza a Dios, por medio de Cristo; cántico que resuena en las moradas celestiales en el momento en que rezamos la Liturgia de las Horas. Es la voz de la Esposa-Iglesia a su Esposo Jesús.
Por tanto, es en la liturgia y por la liturgia donde vemos, tocamos, oímos, gustamos en la fe y desde la fe la presencia de Cristo, sus misterios; donde Cristo se acerca a nosotros; y experimentamos su amor, su perdón, su cariño, su enseñanza, su alivio; y donde nos acercamos a Él también, ofreciéndole nuestra vida con sus luces y sombras, nuestro amor y penas; alegrías y proyectos, y sobre todo nuestra alabanza y adoración.
¡Qué sublime, pues, es la liturgia! Por eso, debemos vivirla con mucho fervor y conciencia.
La liturgia nos permite recibir la salvación de Cristo “aquí y ahora” en cada sacramento y que hoy actualicemos y vivamos lo mismo que ayer vivieron Cristo y la primera Iglesia.
En el bautismo vivimos como un nuevo diluvio, que ahoga toda la maldad de los pecados y destruye todo lo malo que hay en nuestra alma. En los niños e infantes, ahoga el pecado original, con el que todos nacemos. Y en los adultos que reciben dicho bautismo, además de quitar el pecado original, también quita los pecados personales cometidos desde que tuvimos uso de razón. En el bautismo Dios nos hace hijos suyos por adopción, nos configura con Cristo profeta, rey y sacerdote, nos hace templos del Espíritu Santo, y herederos del cielo. Por tanto, nos regenera, nos santifica, infunde en nuestra alma las virtudes teologales, las virtudes morales y los dones del Espíritu Santo.
En la confirmación, el Espíritu Santo ordena nuestro caos, quema y sopla sobre nosotros, nos embriaga y nos saca de nuestras cobardías, como sucedió en el primer Pentecostés y nos da la fuerza para testimoniar a Cristo, incluso con nuestra sangre. En la confirmación, Dios “nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir “Abbá, Padre, nos une más firmemente a Cristo, aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo, hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia, nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz” .
En la eucaristía, en la santa misa, celebramos la Nueva Pascua. Esa Pascua celebrada en cada Eucaristía es Sacrificio incruento, renovación del sacrificio redentor de Cristo en la Cruz, es Banquete celestial donde nos ofrece Dios el Cuerpo sacratísimo de su Hijo para que tengamos vida eterna. La Eucaristía termina en misión, para que vayamos a dar testimonio de Cristo resucitado, y podamos partir, repartir y compartir el pan de nuestra caridad y de nuestra fe con nuestros hermanos; y al mismo tiempo estemos dispuestos a morir nosotros mismos sobre el altar de nuestra vida ordinaria, y así resucitar a una vida nueva en Cristo.
En la confesión, la sangre de Jesús lava nuestra alma y perdona nuestros pecados, como lo hizo en ese primer Viernes Santo. Y salimos resucitados, restaurados, renovados y santificados, gracias a ese abrazo y perdón de Dios.
En la unción de los enfermos, es el mismo Jesús quien se acerca a nosotros, que estamos enfermos, y nos impone las manos, nos unge con el bálsamo de su amor, nos da fuerza para resistir la enfermedad, mantener firme la fe y la esperanza en Dios.
En el sacramento del matrimonio, Cristo se hace presente y se vuelve a entregar a la Iglesia con un amor total, indiviso, fiel, a través de los esposos; y ese esposo y esposa son así el reflejo de ese amor de Cristo y su Iglesia.
En el sacramento del orden sagrado, Dios elige, consagra a unos hombres de carne y hueso, y los hace sus continuadores, sus “otros Cristos “ que irán por el mundo curando, perdonando, alimentando, animando, predicando, iluminando como lo hizo Cristo. A ese hombre, en el orden sacerdotal, Dios lo configura con Cristo, en cuanto pastor y cabeza de su cuerpo. Cristo sigue actuando hoy a través de cada sacerdote.
En la Liturgia de las Horas, no somos nosotros quienes rezamos solos, porque nos gusta o porque nos enfervoriza, sino que es toda la Iglesia quien eleva este cántico de alabanza a Dios, por medio de Cristo; cántico que resuena en las moradas celestiales en el momento en que rezamos la Liturgia de las Horas. Es la voz de la Esposa-Iglesia a su Esposo Jesús.
Por tanto, es en la liturgia y por la liturgia donde vemos, tocamos, oímos, gustamos en la fe y desde la fe la presencia de Cristo, sus misterios; donde Cristo se acerca a nosotros; y experimentamos su amor, su perdón, su cariño, su enseñanza, su alivio; y donde nos acercamos a Él también, ofreciéndole nuestra vida con sus luces y sombras, nuestro amor y penas; alegrías y proyectos, y sobre todo nuestra alabanza y adoración.
¡Qué sublime, pues, es la liturgia! Por eso, debemos vivirla con mucho fervor y conciencia.
Por: P. Antonio Rivero
Fuente: Catholic.net