viernes, 18 de diciembre de 2020

EVANGELIO - 19 de Diciembre - San Lucas 1,5-25


       Libro de los Jueces 13,2-7.24-25a.

    Había un hombre de Sorá, del clan de los danitas, que se llamaba Manóaj. Su mujer era estéril y no tenía hijos.
    El Ángel del Señor se apareció a la mujer y le dijo: «Tú eres estéril y no has tenido hijos, pero vas a concebir y a dar a luz un hijo.
    Ahora, deja de beber vino o cualquier bebida fermentada, y no comas nada impuro.
    Porque concebirás y darás a luz un hijo. La navaja nunca pasará por su cabeza, porque el niño estará consagrado a Dios desde el seno materno. El comenzará a salvar a Israel del poder de los filisteos».
    La mujer fue a decir a su marido: «Un hombre de Dios ha venido a verme. Su aspecto era tan imponente, que parecía un ángel de Dios. Yo no le pregunté de dónde era, ni él me dio a conocer su nombre.
    Pero me dijo: "Concebirás y darás a luz un hijo. En adelante, no bebas vino, ni comas nada impuro, porque el niño estará consagrado a Dios desde el seno de su madre hasta el día de su muerte".»
    La mujer dio a luz un hijo y lo llamó Sansón. El niño creció y el Señor lo bendijo.
    Y el espíritu del Señor comenzó a actuar sobre él.


Salmo 71(70),3-4a.5-6ab.16-17.

Sé para mí una roca protectora, Señor,
tú que decidiste venir siempre en mi ayuda,
porque tú eres mi Roca y mi fortaleza.
¡Líbrame, Dios mío, de las manos del impío!

Porque tú, Señor, eres mi esperanza
y mi seguridad desde mi juventud.
En ti me apoyé desde las entrañas de mi madre;
desde el seno materno fuiste mi protector.

Vendré a celebrar las proezas del Señor,
evocaré tu justicia, que es sólo tuya.
Dios mío, tú me enseñaste desde mi juventud,
y hasta hoy he narrado tus maravillas.


    Evangelio según San Lucas 1,5-25.

    En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote llamado Zacarías, de la clase sacerdotal de Abías. Su mujer, llamada Isabel, era descendiente de Aarón.
    Ambos eran justos a los ojos de Dios y seguían en forma irreprochable todos los mandamientos y preceptos del Señor.
    Pero no tenían hijos, porque Isabel era estéril; y los dos eran de edad avanzada.
    Un día en que su clase estaba de turno y Zacarías ejercía la función sacerdotal delante de Dios, le tocó en suerte, según la costumbre litúrgica, entrar en el Santuario del Señor para quemar el incienso.
    Toda la asamblea del pueblo permanecía afuera, en oración, mientras se ofrecía el incienso.
    Entonces se le apareció el Ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso.
    Al verlo, Zacarías quedó desconcertado y tuvo miedo.
    Pero el Ángel le dijo: "No temas, Zacarías; tu súplica ha sido escuchada. Isabel, tu esposa, te dará un hijo al que llamarás Juan.
    El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande a los ojos del Señor.  No beberá vino ni bebida alcohólica; estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, y hará que muchos israelitas vuelvan al Señor, su Dios.
    Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto".
    Pero Zacarías dijo al Ángel: "¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy anciano y mi esposa es de edad avanzada".
    El Ángel le respondió: "Yo soy Gabriel , el que está delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena noticia.
    Te quedarás mudo, sin poder hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su debido tiempo".
    Mientras tanto, el pueblo estaba esperando a Zacarías, extrañado de que permaneciera tanto tiempo en el Santuario.
    Cuando salió, no podía hablarles, y todos comprendieron que había tenido alguna visión en el Santuario. El se expresaba por señas, porque se había quedado mudo.
    Al cumplirse el tiempo de su servicio en el Templo, regresó a su casa.
    Poco después, su esposa Isabel concibió un hijo y permaneció oculta durante cinco meses.
Ella pensaba: "Esto es lo que el Señor ha hecho por mí, cuando decidió librarme de lo que me avergonzaba ante los hombres".

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 19 de Diciembre - «Zacarías volvió a su casa; días después Isabel, su mujer, concibió»

       San Efrén, diácono y doctor de la Iglesia Obras: Diatessaron, 1, 11-13.

«Zacarías volvió a su casa; días después Isabel, su mujer, concibió» 

    El ángel le dijo: «Tu ruego ha sido escuchado por Dios». Si Zacarías creía que su ruego sería escuchado, oraba bien; si no lo creía, oraba mal. Su oración estaba a punto de ser escuchada y, sin embargo, dudó. Es del todo correcto que en este momento la misma palabra se alejara de él. Antes oraba para llegar a tener un hijo; en el momento en que su petición fue escuchada, cambió y dijo: «¿Cómo estaré seguro de esto?» Porque su boca dudó de su oración, perdió el uso de la palabra… Mientras Zacarías creyó, hablaba; después que dejó de creer, se quedó mudo. Mientras Zacarías creyó, hablaba: «Tenía fe y por eso hablé» (Sl 115,10). Porque menospreció la palabra del ángel, esta misma palabra se le convirtió en tormento a fin de que, con su silencio honrara la palabra que menospreció.

    Era conveniente que se quedara muda la boca que dijo: «¿Cómo estaré seguro de esto?», para que aprendiera que el milagro era posible. La lengua que estaba desatada fue atada para que aprendiera que Aquel que había atado la lengua podía desatar la suya. Así pues, fue la experiencia la que instruyó a aquel que no había aceptado la enseñanza de la fe… Aprendió que aquel que había cerrado una boca abierta podía abrir un seno cerrado.

SANTORAL - SAN URBANO V

19 de Diciembre


    En Aviñón, de la Provenza, beato Urbano V, papa, que siendo monje fue elevado a la cátedra de Pedro y se preocupó por el retorno de la Sede Apostólica a la Urbe y por restituir la unidad a la Iglesia. Guillermo de Grimoard nació en Grisac del Languedoc, en 1310. Su padre era un noble del lugar y su madre era hermana de san Eleazar de Sabran. Después de estudiar en las Universidades de Montpellier y Toulouse, Guillermo ingresó en la orden de San Benito, donde fue ordenado sacerdote. En seguida, volvió a sus antiguas Universidades y luego pasó a las de París y Aviñón a sacar el grado de doctor. Allí enseñó algún tiempo. En 1352, fue nombrado abad de San Germán de Auxerre. En aquella época, los Papas residían en Aviñón. Durante los siguientes diez años, el abad Guillermo sirvió en varias misiones diplomáticas a Inocencio VI, el cual en 1361, le nombró abad de San Víctor de Marsella y le envió a Nápoles como legado ante la reina Juana. Allí se hallaba Guillermo, cuando se enteró de que Inocencio había muerto y de que él había sido elegido para sucederle. Inmediatamente regresó a Aviñón, donde fue consagrado y coronado. Tomó el nombre de Urbano porque «todos los Pontífices de ese nombre habían sido santos». Urbano V fue el mejor de los papas de Aviñón; sin embargo, como la mayoría de ellos, fue demasiado «nacionalista» para velar perfectamente por la Iglesia universal, y le fue imposible desarraigar los abusos que pululaban a su alrededor.

    La gran empresa de su pontificado fue su intento de establecer nuevamente en Roma la sede pontificia; pero fracasó. En efecto, en 1366, haciendo caso omiso de la oposición del rey de Francia y de los cardenales franceses, anunció al emperador que estaba decidido a trasladarse a Roma. En abril del año siguiente, partió para allá. En Carneto salieron a recibirle muchos personajes eclesiásticos y seculares, una embajada romana que le entregó las llaves de Sant'Angelo, y el beato Juan Colombini y los jesuatos (orden extinguida, no confundir con los jesuitas, posteriores), con palmas en las manos e himnos en los labios. Cuatro semanas más tarde, entró Urbano V en Roma, donde ningún Papa había estado desde hacía más de cincuenta años. Al ver la ciudad, el Pontífice no pudo contener las lágrimas. Las grandes basílicas, incluso la de San Juan de Letrán y las de San Pedro y San Pablo, estaban casi en ruinas. Urbano V se dedicó inmediatamente a repararlas y a hacer habitables las residencias pontificias. También tomó rápidamente medidas para restablecer la disciplina entre el clero y el fervor entre el pueblo. En breve tiempo, se dio trabajo a todo el mundo y comenzó a repartirse alimentos a los pobres.

    Al año siguiente, el Pontífice se entrevistó con el emperador Carlos IV. La Iglesia y el imperio se aliaron nuevamente, y Carlos entró en Roma, conduciendo por la brida la mula en que iba montado el Pontífice. Un año más tarde, llegó a Roma el emperador de Oriente, Juan V Paleólogo, deseoso de acabar con el cisma y de conseguir la ayuda del Papa contra los turcos. Urbano V le recibió en la escalinata de San Pedro, pero no pudo prestarle ayuda, pues bastante tenía con defender su propia posición. En efecto, el Pontífice no había logrado vencer a los condottieri, Perugia se había rebelado, Francia estaba en guerra con Inglaterra, los franceses de la corte pontificia estaban muy descontentos, y la salud del Papa comenzaba a fallar. Urbano V decidió regresar a Francia. Los romanos le suplicaron que se quedase; Petrarca se hizo el portavoz de Italia para rogarle que no partiese; santa Brígida de Suecia montó en su mula blanca y fue desde Montefiascone a profetizarle que, si salía de Roma, moriría muy pronto. Todo fue en vano. En junio de 1370, Urbano V declaró ante los romanos que partía por el bien de la Iglesia y para ir a ayudar a Francia. El 5 de diciembre, «triste, enfermo y muy conmovido», se embarcó en Carneto. Dios le llamó a Sí el 19 de diciembre. Petrarca escribió: «Urbano habría sido uno de los hombres más gloriosos, si hubiese puesto su lecho de muerte ante el altar de San Pedro y se hubiese acostado en él con buena conciencia, poniendo a Dios por testigo de que si salía de allí no era por culpa suya, sino de quienes se habían empeñado en esa fuga vergonzosa». Pero los cristianos perdonaron al Papa esa debilidad. Un cronista de Mainz resume así la opinión de sus contemporáneos: «Fue una lumbrera del mundo y un camino de verdad; amó la justicia, huyó de la maldad y temió a Dios».

    Urbano V se vio libre de los vicios de su época y trabajó mucho por la reforma del clero, empezando por su propia corte, en la que la venalidad era cosa notoria. Mantuvo a muchos estudiantes pobres y fomentó el saber ayudando a varias universidades, como la de Oxford, y procurando la fundación de otras nuevas, como las de Cracovia y Viena. El santo confió a los dominicos de Toulouse la custodia de las reliquias de Santo Tomás, y escribió a la Universidad de dicha ciudad: «Deseamos y mandamos que sigáis la doctrina del bienaventurado Tomás, que es verdadera y católica, y que la promováis todo lo posible». Los peregrinos empezaron a acudir al sepulcro de Urbano V, en la abadía de San Víctor de Marsella. El Papa Gregorio XI prometió al rey de Dinamarca, quien había pedido la canonización de Urbano V, que la causa sería introducida. Aunque la época era muy turbulenta, el pueblo cristiano prosiguió tributando culto al siervo de Dios. Pío IX confirmó el culto del beato Urbano en 1870. Su nombre figura en el calendario romano y en el de varias diócesis de Francia.

Oremos

    Dios todopoderoso y eterno, que quisiste que San Urbano V, Papa, presidiera a todo tu pueblo y lo iluminara con su ejemplo y sus palabras, por su intercesión protege a los pastores de la Iglesia, a sus rebaños y hazlos perseverar por el camino de la salvación eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén