Hablando de su misión, el Niño Jesús había hecho resplandecer como un rayo de su divinidad, pero inmediatamente volvió a ser, después de haberse revelado como Hijo del Padre de las luces, hijo de José y de María. Volvió a bajar con ellos a Nazaret, dice el Santo Evangelio; volvió a su conducta ordinaria, en la sumisión y la oscuridad; crecía en gracia y en sabiduría y les estaba sometido. A medida que crecía y tomaba parte en sus rudos trabajos, José vio la sorprendente obediencia del Mesías, que trabajaba con sus manos en un oficio vulgar, y obedecía a José como hijo y como aprendiz; admiró ese silencio, esa obediencia pronta y ciega, este afectuoso apuro, porque viendo la bondad que Jesús manifestó a sus apóstoles a menudo incrédulos, a menudo groseros, ¡se puede imaginar con qué amor pagaba a su padre nutricio! María veía esas cosas y las meditaba en su corazón. Nosotros, entremos en ese interior de Nazaret, aprendamos en la escuela de Jesús y de José, clamor al trabajo, la humildad, la obediencia, las atenciones recíprocas y tiernas, todas esas virtudes domésticas que ya no se practican en nuestras familias: el orgullo y la sequedad moderna los han reemplazado. Cuando nos sintamos fríos, egoístas, insumisos, miremos a Jesús, María y José: es imposible que un buen pensamiento no emane de esta santa contemplación.
Oración
O san José, ya que el Hijo de Dios pone su libertad entre tus manos, te confío también la mía; obtén que mi voluntad sea siempre dócil a las órdenes de Dios, a las órdenes de aquellos que están cerca de mí. Vuélveme sabio, obediente y laborioso, a ejemplo del divino Niño. San José, a quien estuvieron sometidos Jesús y María, ruega por nosotros.