sábado, 31 de julio de 2021

EVANGELIO - 1 de Agosto - San Juan 6,24-35.


 



Libro del Exodo 16,2-4.12-15.

En el desierto, los israelitas comenzaron a protestar contra Moisés y Aarón.
"Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, les decían, cuando nos sentábamos delante de las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. Porque ustedes nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea".
Entonces el Señor dijo a Moisés: "Yo haré caer pan para ustedes desde lo alto del cielo, y el pueblo saldrá cada día a recoger su ración diaria. Así los pondré a prueba, para ver si caminan o no de acuerdo con mi ley.
"Yo escuché las protestas de los israelitas. Por eso, háblales en estos términos: "A la hora del crepúsculo ustedes comerán carne, y por la mañana se hartarán de pan. Así sabrán que yo, el Señor, soy su Dios".
Efectivamente, aquella misma tarde se levantó una bandada de codornices que cubrieron el campamento; y a la mañana siguiente había una capa de rocío alrededor de él.
Cuando esta se disipó, apareció sobre la superficie del desierto una cosa tenue y granulada, fina como la escarcha sobre la tierra.
Al verla, los israelitas se preguntaron unos a otros: "¿Qué es esto?". Porque no sabían lo que era. Entonces Moisés les explicó: "Este es el pan que el Señor les ha dado como alimento.

Palabra de Dios.

Salmo 78(77),3.4bc.23-24.25.54.

Lo que hemos oído y aprendido,
lo que nos contaron nuestros padres,
lo narraremos a la próxima generación:
son las glorias del Señor y su poder.

Entonces mandó a las nubes en lo alto
y abrió las compuertas del cielo:
hizo llover sobre ellos el maná,
les dio como alimento un trigo celestial;

todos comieron un pan de ángeles,
les dio comida hasta saciarlos.
Los llevó hasta su Tierra santa,
hasta la Montaña que adquirió con su mano; 


Carta de San Pablo a los Efesios 4,17.20-24.

Les digo y les recomiendo en nombre del Señor: no procedan como los paganos, que se dejan llevar por la frivolidad de sus pensamientos
Pero no es eso lo que ustedes aprendieron de Cristo,
si es que de veras oyeron predicar de él y fueron enseñados según la verdad que reside en Jesús.
De él aprendieron que es preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia,
para renovarse en lo más íntimo de su espíritu
y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad.

Palabra de Dios



Evangelio según San Juan 6,24-35.

Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.
Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse.
Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello".
Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?".
Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado".
Y volvieron a preguntarle: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo".
Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo;
porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo".
Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan".
Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.

Palabra del Señor.

Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 1 de Agosto - «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35)


Ambrosio de Milán

Sobre los Salmos: Comentario sobre el salmo 118: Sermón 18, 26-29
«Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35).

Cristo bebió mis amarguras para darme la suavidad de su gracia.



    Soy pequeño y despreciable, pero no olvido tus decretos. Dispongo de la augusta participación de los sacramentos celestiales. Ahora me cabe el honor de participar de la mesa celestial; mis banquetes ya no los riega el agua de la lluvia, no dependen de los productos del campo, ni del fruto de los árboles. Para mi bebida no necesito acudir a los ríos ni a las fuentes: Cristo es mi alimento, Cristo es mi bebida; la carne de Dios es mi alimento, y la sangre de Dios es mi bebida. Para saciarme, ya no estoy pendiente de la recolección anual, pues Cristo se me ofrece diariamente.


    No tendré ya que temer que las inclemencias del tiempo o la esterilidad del campo me lo disminuya, mientras persista en una diligente y piadosa devoción. Ya no deseo que descienda sobre mí una lluvia de codornices, que antes provocaban mi admiración; ni tampoco el maná, que antes prefería a todos los demás alimentos, pues los padres que comieron el maná siguieron teniendo hambre. Mi alimento es tal que si uno lo come no pasará más hambre. Mi alimento no engorda el cuerpo, sino que fortalece el corazón del hombre.

 

SANTORAL - SAN ALFONSO MARÍA LIGORIO

 

01 de Agosto


Memoria de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, que refulgió por su celo por las almas y por sus escritos, su palabra y su ejemplo. A fin de promover la vida cristiana en el pueblo, trabajó infatigablemente predicando y escribiendo, especialmente sobre teología moral, disciplina en la que es considerado maestro, y tras muchos obstáculos, fundó la Congregación del Santísimo Redentor, para evangelizar a la gente falta de formación. Elegido obispo de Sant'Agata dei Goti, se entregó de modo excepcional a este ministerio, que tuvo que dejar quince años después aquejado por graves enfermedades, y pasó el resto de su vida en Nocera dei Pagani, en Campaña, entre grandes sacrificios y dificultades.

San Alfonso nació cerca de Nápoles en 1696. Sus padres eran don José de Liguori, capitán de las galeras del rey, y Doña Ana Cavalieri. Ambos esposos eran tan distinguidos como virtuosos. El santo recibió en el bautismo los nombres de Alfonso María Antonio Juan Francisco Cosme Damián Miguel Gasllar; pero prefería que le llamasen simplemente Alfonso María. El padre de Alfonso, deseaba que su primogénito recibiese una educación muy esmerada y le nombró tutores desde muy niño. Empezó a estudiar jurisprudencia a los trece años y a los dieciséis, por privilegio especial, pudo presentar en la Universidad de Nápoles el examen de doctorado en derecho civil y canónico y obtuvo el título por aclamación. Una leyenda afirma que Alfonso no perdió un solo caso en los ocho años que ejerció la abogacía. En 1717, Don José arregló el matrimonio para su hijo, pero la boda no llegó a celebrarse. Alfonso siguió trabajando como hasta entonces. Durante un par de años, el joven se resfrió un tanto en su vida religiosa y concibió cierto gusto por la vida social, aunque conservó siempre el propósito de no cometer un solo pecado mortal. Alfonso era muy afecto a oír música en el teatro, pero además se presentaban ahí otros espectáculos indecorosos. Para evitarlos, como Alfonso era muy miope, le bastaba quitarse los anteojos cuando se levantaba el telón, oír la buena música y no ver el mal espectáculo. En la cuaresma de 1722 hizo un retiro en el convento de los lazaristas; ello y la recepción del sacramento de la confirmación en el otoño del mismo año, reavivaron su fervor, de suerte que, en la cuaresma del año siguiente, el joven hizo voto de virginidad y de abandonar el ejercicio de su profesión en cuanto comprendiese que Dios se lo pedía. Pocos meses más tarde, Dios manifestó claramente su voluntad.

Cierto noble napolitano había puesto pleito al gran duque de Toscana para obtener la posesión de una propiedad valuada en una suma altísima. Una de las partes contendientes, probablemente el noble napolitano, solicitó los servicios de Alfonso, y el discurso que éste pronunció en favor de su cliente, impresionó mucho a la corte. Pero cuando Alfonso terminó de hablar, el abogado de su adversario se contentó con decirle: «Todo vuestro discurso ha ido inútil, porque no habéis mencionado el punto del que depende esencialmente la solución del caso». Alfonso le pidió la prueba de ello, y el abogado le tendió un documento que Alfonso había leído varias veces, pero sin caer en la cuenta del sentido del párrafo subrayado. La cuestión que se trataba de aclarar era si la propiedad estaba sujeta a la ley de Lombardía o a las capitulares de Anjou. Ahora bien, el párrafo mencionado por el abogado del adversario resolvía la cuestión contra el cliente de Alfonso. Este guardó silencio un momento y después declaró: «Me he equivocado. Tenéis razón y habéis ganado la causa». Dicho esto, abandonó la sala. A pesar de la indignación de su padre, Alfonso se negó a seguir en el ejercicio de su profesión y a contraer matrimonio. En dos ocasiones, mientras visitaba a los enfermos del hospital de incurables, oyó una voz que le decía: «Abandona el mundo y entrégate a Mí». Alfonso se dirigió entonces a la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia, puso su espada sobre el altar y pidió ser admitido en el oratorio. Don José hizo lo imposible por disuadir a su hijo, pero al fin, viéndole tan decidido, le dio permiso de que recibiese la ordenación sacerdotal, a condición de que abandonase el oratorio y fuese a vivir a su casa. Siguiendo el consejo del P. Pagano, su director de conciencia, que era oratoriano, Alfonso aceptó la condición.

Después de hacer los estudios sacerdotales en su casa, fue ordenado en 1726. Pasó los dos años siguientes en trabajos de misión en el reino de Nápoles, donde dejó huella. En los comienzos del siglo XVIII, se exageró en el púlpito la tendencia renacentista a la oratoria ampulosa y florida y, en el confesionario, el rigorismo jansenista. El padre Alfonso se rebeló contra ambas tendencias. Predicaba con tal sencillez, que alguien observó: «Es un placer escuchar vuestros sermones, porque os olvidáis de vos para predicar a Jesucristo». El santo decía más tarde a sus misioneros: «Emplead un estilo sencillo, pero trabajad a fondo vuestros sermones. Un sermón sin lógica resulta disperso y falto de gusto. Un sermón pomposo no llega a la masa. Por mi parte, puedo deciros que jamás he predicado un sermón que no pudiese entender la mujer más sencilla». El santo trataba a sus penitentes como almas que era necesario salvar y no como criminales que había que castigar para que volviesen al buen camino. Se dice que jamás rehusó la absolución a un penitente. Naturalmente, los métodos del padre Alfonso no agradaban a todos y no faltaba quien los mirase con suspicacia. El santo organizó en grupos a los «lazzaroni» de Nápoles para enseñarles la doctrina cristiana y la práctica de la virtud. En una ocasión, Alfonso reprendió a uno de los miembros porque ayunaba exageradamente, y a otro le dijo: «Dios quiere que comamos para vivir. Por consiguiente, cuando haya buena carne, comedla tranquilamente, pues os hará mucho bien». Los enemigos del santo se encargaron de desvirtuar esas palabras y transformar su sentido, afirmando que Alfonso se dedicaba a organizar la secta «de la buena carne» y que ello olía a epicureísmo, quietismo y otras herejías. Las autoridades civiles y eclesiásticas intervinieron en el asunto, arrestaron a algunas personas y obligaron a san Alfonso a explicarse. El arzobispo, después de oírle, le aconsejó únicamente que fuese más prudente: pero la secta «de la buena carne» siguió existiendo y se transformó, con el tiempo, en la gran Cofradía de las Capillas; sus miembros, que pertenecían a las clases trabajadoras, se reunían diariamente para orar en común y recibir instrucción en las capillas de la cofradía.

En 1729, a los treinta y tres años de edad, San Alfonso abandonó la casa paterna y pasó a ejercer el cargo de capellán en un seminario en que se preparaban los misioneros destinados a China. Ahí conoció a Tomás Falcoia, con el que pronto trabó amistad. Tomás era un sacerdote de la edad de Alfonso, que había consagrado su vida a fundar un instituto, según una visión que tuvo en Roma. Pero hasta entonces, sólo había conseguido establecer un convento de religiosas en Scala, cerca de Amalfi, donde las religiosas se regían por las reglas de las visitandinas. Una de ellas, llamada María Celeste, comunicó al P. Falcoia que había tenido una revelación de las reglas que debían gobernar a la congregación, y el joven sacerdote quedó muy impresionado al ver que dichas reglas coincidían exactamente con las que le habían sido reveladas a él. San Alfonso empezó a interesarse en el asunto en 1730. Por la misma época, el P. Falcoia fue elegido obispo de Castellamare, lo que le permitió entrar de nuevo en contacto con las religiosas de Scala. Uno de los primeros actos de su episcopado fue invitar a Alfonso a predicar unos ejercicios a las religiosas. El hecho había de tener grandes consecuencias para todos.

San Alfonso predicó los ejercicios y aprovechó la ocasión para investigar, con la precisión de un abogado, el asunto de las visiones de María Celeste, hasta que llegó a la conclusión de que se trataba realmente de una revelación y no de una alucinación. Así pues, con la autorización del obispo de Scala y el consentimiento de las religiosas, les aconsejó que se atuviesen a las reglas de la revelación de María Celeste. El día de la Transfiguración de 1731, las religiosas vistieron el nuevo hábito, rojo y azul, y abrazaron la estricta clausura y la vida de penitencia. Tales fueron los comienzos de la Congregación de las Redentoristas, que todavía existen en algunos países. San Alfonso se había encargado de explicar y comentar los puntos oscuros de la regla. Mons. Falcoia le propuso entonces que fundase una congregación de misioneros que se dedicasen a trabajar entre los campesinos. El santo aceptó, a pesar de la violenta tempestad que suscitó la empresa. En 1732, se trasladó de Nápoles a Scala, después de haberse despedido, con detenimiento y tristeza, de su padre. En noviembre del mismo año, fundó la Congregación del Santísimo Redentor, cuya primera casa pertenecía al convento de las religiosas. La congregación contaba con nueve postulantes. San Alfonso era el superior inmediato, Mons. Falcoia tomó por su cuenta la dirección general. Pero casi inmediatamente surgieron dificultades, pues unos sostenían que san Alfonso era la suprema autoridad de la congregación y otros apoyaban la causa del obispo. En una palabra, la congregación se vio pronto dividida por el cisma. Por otra parte, María Celeste partió a Foggia a fundar un nuevo convento, de suerte que, al cabo de cinco meses, el santo se encontró sólo con un hermano coadjutor. Sin embargo, más tarde se presentaron otros candidatos, y san Alfonso estableció la sede de la congregación en una casa más grande. En 1733, los nuevos misioneros predicaron en Amalfi con gran éxito. En enero del año siguiente, fundó otra casa en Villa degli Schiavi y se dedicó a misionar ahí. San Alfonso es tan famoso como moralista, como escritor y como fundador de los Redentoristas que, con frecuencia, se olvida su brillante actuación como misionero popular. De 1726 a 1752, san Alfonso predicó con enorme éxito en todo el reino de Nápoles, particularmente en las regiones rurales. Su confesonario estaba siempre asediado y Alfonso convertía a los pecadores más endurecidos a la práctica de los sacramentos, reconciliaba a los enemigos y restablecía la paz en las familias. De san Alfonso heredaron sus hijos la costumbre de volver a los pueblos misionados algunos meses después de las prédicas para confirmar y consolidar el trabajo.

Pero las dificultades de la nueva congregación apenas habían comenzado. En el año de la fundación de Villa degli Schiavi, España reconquistó el Reino de Nápoles. Carlos III, monarca absolutista si los hubo, ocupaba el trono, y su primer ministro, el marqués Bernardo Tanucci, iba a ser durante toda su vida el gran enemigo de los Redentoristas. En 1737, un sacerdote poco honorable divulgó falsos rumores sobre los ocupantes de la casa de Villa degli Schiavi; algunos hombres armados atacaron a la comunidad y san Alfonso juzgó prudente suprimir esa fundación. Al año siguiente, se vio obligado a suprimir también la casa de Scala. Por otra parte, el cardenal Spinelli, arzobispo de Nápoles, encomendó al santo la organización de una gran misión en toda su arquidiócesis. San Alfonso la organizó y predicó durante dos años, hasta que la muerte de Mons. Falcoia le permitió volver a ocuparse de su congregación. En el capítulo que fue convocado, san Alfonso fue elegido superior general; el mismo capítulo general se encargó de redactar las constituciones. Los misioneros así reorganizados fundaron varias casas en los años siguiente, a pesar de la oposición de las autoridades españolas. El regalismo estaba a la orden del día, y el anticlericalismo implacable de Tanucci era una espada que amenazaba constantemente la vida de la nueva congregación. En 1748, san Alfonso publicó en Nápoles la primera edición de su «Teología Moral», en forma de comentario a la obra del P. Busenbaum, teólogo jesuita. La segunda edición, que fue propiamente la primera de la obra completa, apareció entre los años de 1753 y 1755. El Papa Benedicto XIV la aprobó y el éxito fue enorme, ya que san Alfonso trazaba con extraordinaria sabiduría el camino intermedio entre el rigorismo jansenista y el laxismo. Durante la vida del santo se publicaron siete ediciones más. Los jansenistas habían acabado por introducir en el pueblo la costumbre de comulgar muy de vez en cuando, con el pretexto de estar mejor preparados para recibir ese altísimo sacramento, y habían considerado la devoción a la Santísima Virgen como una superstición. San Alfonso atacó ambos errores y defendió sobre todo la devoción a Nuestra Señora, con la publicación de «Las Glorias de María» (1750).

A partir de 1743, fecha de la muerte de Mons. Falcoia, san Alfonso desplegó una actividad increíble para guiar a su Congregación a través de los más peligrosos escollos, en el intento de obtener para ella la autorización regia; ayudaba a las almas, predicaba misiones en Nápoles y en Sicilia y escribía libros. Lo extraordinario era que aún encontraba tiempo para pintar y componer himnos y piezas musicales. Un prelado de Nápoles resumió la opinión popular en las siguientes palabras: «Si yo fuese Papa, le canonizaría sin hacer ningún proceso». El P. Mazzini escribía: «Cumplió de un modo perfectísimo el precepto divino de amar a Dios sobre todas las cosas, con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Ello es patente a todos y particularmente a mí, que pasé tantos años con él. El amor de Dios resplandecía en todos sus actos y palabras: en su manera de hablar de Dios, en su recogimiento, en la devoción con que oraba ante el Santísimo Sacramento y en su continuo ejercicio de la presencia divina». San Alfonso era estricto, pero a la vez tierno y compasivo. Como él mismo había sufrido de escrúpulos, sabía comprender a quienes los padecían. En el proceso de beatificación, el P. Cajone afirmó: «A mi modo de ver, su virtud característica era la pureza de intención. Trabajaba siempre y en todo, por Dios, olvidado de sí mismo. En cierta ocasión nos dijo: `Por la gracia de Dios, jamás he tenido que confesarme de haber obrado por pasión. Tal vez sea porque no soy capaz de ver a fondo en mi conciencia, pero, en todo caso, nunca me he descubierto ese pecado con claridad suficiente para tener que confesarlo.'» Esto es verdaderamente extraordinario, si se tiene en cuenta que san Alfonso era un napolitano de temperamento apasionado y violento, que podía haber sido fácilmente presa de la ira, del orgullo y de la precipitación.

A los sesenta y cinco años, san Alfonso fue nombrado por el papa Clemente XIII obispo de Santa Ágata dei Goti, situada entre Benevento y Capua. El mensajero del Nuncio Apostólico se presentó en Nocera, saludó al santo con el título de Ilustrísimo Señor y le dio el documento en que se le anunciaba su nombramiento. San Alfonso, después de haberlo leído, lo devolvió con estas palabras: «Por favor, no volváis a llamarme Ilustrísimo Señor, porque eso me causaría la muerte». Pero el Papa no aceptó la renuncia, y el santo fue consagrado en la iglesia de la Minerva de Roma. Santa Ágata era una diócesis pequeña. Tal vez era ésa su única cualidad. Había en ella 30.000 habitantes, diecisiete casas religiosas y cuatrocientos sacerdotes, de los que unos cuantos vivían confortablemente de las rentas de sus beneficios sin practicar los ministerios sacerdotales, y los otros no sólo eran negligentes, sino que positivamente vivían en el mal. Los fieles no eran mejores que sus pastores y la situación empeoraba de día en día. El nuevo obispo se estableció modestamente y organizó una gran misión. Para ello pidió ayuda a todas las congregaciones religiosas de Nápoles; la única que excluyó, con gran tacto y prudencia, fue la de los redentoristas. El santo sólo recomendó dos cosas a los misioneros: la sencillez en el púlpito y la caridad en el confesionario. Más tarde, dijo a un sacerdote que no seguía sus consejos: «Vuestro sermón me quitó el sueño toda la noche ... Si lo que queríais era predicaros a vos y no a Jesucristo, no valía la pena venir desde Nápoles a Ariola». San Alfonso emprendió también la reforma del seminario y de la manera negligente de conceder los beneficios eclesiásticos. Algunos sacerdotes celebraban la misa en menos de quince minutos. San Alfonso los suspendió «ipso facto», a no ser que se corrigiesen, y escribió un conmovedor tratado sobre ese punto: «En el altar el sacerdote representa a Jesucristo, como dice san Cipriano. Pero muchos sacerdotes actuales, al celebrar la misa, parecen más bien saltimbanquis que se ganan la vida en la plaza pública. Lo más lamentable es que aun los religiosos, y los religiosos de órdenes reformadas, celebran la misa con tal prisa y mutilando tanto los ritos, que los mismos paganos quedarían escandalizados ... Ver celebrar así el Santo Sacrificio es para perder la fe».

Algún tiempo después, se descargó sobre la diócesis de Santa Ágata una terrible carestía, a la que siguió una epidemia de peste. San Alfonso había vaticinado esa calamidad desde hacía dos años, pero sin que nadie hiciese algo por evitarla. Las gentes morían de hambre por millares. El santo vendió cuanto tenía, desde su coche de mulas hasta su anillo pastoral, para comprar grano. La Santa Sede le dio permiso de emplear los fondos de la diócesis, y san Alfonso contrajo deudas a diestra y siniestra para socorrer a los necesitados. Cuando la chusma pidió que se condenase a muerte al alcalde de Santa Ágata, a quien se acusaba injustamente de almacenar el grano, san Alfonso hizo frente a la multitud, ofreció su propia vida a cambio de la del alcalde y, finalmente, consiguió apaciguar al populacho adelantándole la ración de los dos días siguientes. El santo obispo se mostró particularmente enérgico en la reforma de la moralidad pública. Trataba siempre de proceder con bondad al principio, pero, cuando no obtenía promesas serias de enmienda o las gentes no las cumplían, no vacilaba en recurrir a medidas más vigorosas y aun en solicitar la ayuda de las autoridades civiles. Naturalmente, eso le creó numerosos enemigos; más de una vez los personajes de alcurnia y las gentes contra las que el santo había instruido procesos, le amenazaron con matarle. Probablemente los tribunales exageraron algún tanto la costumbre de imponer el destierro a los pecadores públicos y privados que no se enmendaban, y seguramente que los obispos de las diócesis circundantes no encontraban gran consuelo en la opinión del obispo de Santa Ágata, quien decía: «Cada obispo está obligado a velar por su propia diócesis. Cuando los que infringen la ley se vean en desgracia, arrojados de todas partes, sin techo y sin medios de subsistencia, entrarán en razón y abandonarán su vida de pecado».

En junio de 1767 san Alfonso sufrió un terrible ataque de reumatismo. La enfermedad se complicó rápidamente, de suerte que el santo recibió los últimos sacramentos, y la diócesis empezó a preparar sus funerales. Sin embargo, después de doce meses de enfermedad, Alfonso salió del peligro, aunque quedó para siempre con el cuello torcido, como lo muestran varias pinturas. Al principio tenía el cuello tan doblado, que la presión del mentón le abrió una llaga en el pecho y no podía celebrar la misa; gracias a la intervención de los cirujanos pudo levantar un tanto la cabeza, pero aun entonces el santo tenía que sentarse para comulgar. Además de los ataques lanzados contra su teología moral, san Alfonso tuvo que hacer frente a los que sostenían que la Congregación de los Redentoristas era simplemente una continuación de la Compañía de Jesús (que había sido suprimida en los dominios españoles en 1767). El proceso comenzó en 1770; trece años después, los tribunales dieron la razón a san Alfonso. Clemente XIV murió el 22 de septiembre de 1774. Al año siguiente san Alfonso pidió a Pío VI que le permitiese renunciar al gobierno de su sede. Aunque Clemente XIII y Clemente XIV habían negado al santo ese permiso, Pío VI, teniendo en cuenta los efectos de la fiebre reumática, se lo concedió finalmente. San Alfonso se retiró entonces a la casa de los redentoristas en Nocera, con la esperanza de acabar tranquilamente sus días.

Pero Dios lo dispuso de otro modo. En 1777 las redentoristas fueron atacados de nuevo; san Alfonso decidió entonces hacer otro esfuerzo por conseguir la aprobación real de la congregación, que contaba ya con cuatro casas en los Estados Pontificios, además de las cuatro casas de Nápoles y Sicilia. Lo que sucedió fue una verdadera tragedia. De acuerdo con el consejo de Mons. Testa, capellán del rey, san Alfonso había suprimido las cláusulas referentes a la propiedad en común. Por su parte, Mons. Testa se había comprometido a presentar al rey el texto exacto de la solicitud de san Alfonso. Pero Mons. Testa, en vez de cumplir su palabra, alteró las constituciones en varios puntos vitales y aun suprimió los votos de religión de los miembros de la congregación. Después de ganar a su causa a uno de los consejeros de la congregación, el P. Majone, Mons. Testa presentó el nuevo texto a san Alfonso, pero escrito con letra muy pequeña y con muchas tachaduras. El santo, que estaba ya muy viejo, sordo y medio ciego, firmó el documento después de leer las primeras líneas, que conocía de memoria.

Aun el mismo vicario general de San Alfonso, el P. Andrés Villani, parece haber participado en la conspiración, probablemente por miedo. El rey aprobó íntegramente el documento, que por el mismo hecho adquirió fuerza de ley. Cuando se leyeron a los redentoristas las nuevas constituciones, estalló la tempestad. Los miembros de la congregación dijeron al santo: «Habéis destruido la congregación que habíais fundado». San Alfonso dijo al P. Villani: «Jamás imaginé que podríais traicionarme en esa forma» y se reprochó su propia debilidad y negligencia: «Yo hubiese debido leer el documento; pero bien sabéis cuán difícil me es leer aún unas cuantas líneas». Negarse a aceptar las constituciones aprobadas por el rey equivalía a la supresión de la congregación; aceptarlas, acarreaba forzosamente una sentencia de supresión por parte de la Santa Sede, que había aprobado las reglas en su forma original. San Alfonso llamó a todas las puertas para evitar la catástrofe, pero todo resultó en vano. El santo hubiese querido ir a consultar al Sumo Pontífice, pero no podía hacerlo, porque los redentoristas de los Estados Pontificios habían apelado ya al Papa contra las nuevas constituciones y se habían puesto bajo su protección. Pío VI les prohibió aceptar las constituciones aprobadas por el rey y suprimió la jurisdicción de san Alfonso sobre ellos; tomando provisionalmente a los redentoristas de los Estados Pontificios por los únicos redentoristas legítimos, Pío VI nombró superior general al padre Francisco de Paula. En 1781, los redentoristas de Nápoles aceptaron las constituciones, después de lograr que el rey las modificase ligeramente. Pero la Santa Sede, que juzgó inadmisibles dichas constituciones, hizo definitiva la supresión de la jurisdicción de san Alfonso, de suerte que el santo se vio excluido de la congregación que había fundado.

El santo llevó con increíble paciencia la humillación que le había infligido una autoridad que él amaba y respetaba tanto y vio la voluntad de Dios en aquella medida de la Santa Sede, que aparentemente ponía fin a todas las esperanzas que había acariciado. Pero Dios le reservaba una prueba todavía más dura. Entre los años de 1784 y 1785, el santo atravesó por un terrible período de «noche oscura del alma», durante el cual sufrió tentaciones contra todos los artículos de la fe, todas las virtudes y se vio abrumado por los escrúpulos, vanos temores y alucinaciones diabólicas. La tortura duró dieciocho meses, con algunos intervalos de luz y reposo. A ello siguió un período de éxtasis muy frecuentes, en el que las profecías y milagros sustituyeron a los escrúpulos y tentaciones. El santo murió apaciblemente en la noche del 31 de julio al 1 de agosto de 1787, dos meses antes de cumplir noventa y un años. Pío VI, el Pontífice que por error le había condenado, decretó en 1796 la introducción de la causa de beatificación de Alfonso María de Ligorio. La beatificación tuvo lugar en 1816 y la canonización en 1839. San Alfonso fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1871. El santo había predicho que la Congregación de los Redentoristas había de extenderse y prosperar en los Estados Pontificios y que la reunión con las casas del reino de Nápoles se efectuaría poco después de su muerte. Sus profecías se cumplieron. En 1785, San Clemente Hofbauer fundó la primera casa de la congregación más allá de los Alpes y, en 1793, el gobierno de Nápoles reconoció las constituciones originales de los redentoristas y la unión se llevó a cabo.

La primera biografía importante de san Alfonso fue la que escribió su amigo e hijo espiritual, el P. Tannoia (3 vols., Nápoles, 1798-1802). En la obra del P. Castle hay una crítica muy pertinente de la obra del P. Tannoia (vol. II, pp. 904-905). Las biografías del cardenal Villecourt (1864) y del cardenal Capecelatro (1892) presentan pocos datos nuevos; en cambio, la biografía que escribió en alemán el P. K. Dilgskron (1887) se apoyaba en muchos documentos inéditos y corregía los errores de muchos de los anteriores biógrafos. Sin embargo, la biografía más completa es la que escribió en francés el P. Berthe (1900). SS Juan Pablo II escribió la carta apostólica Spiritus Domini en conmemoración, en 1989, del segundo aniversario de la muerte del santo.


Oremos

Dios nuestro, que propones constantemente a tu Iglesia nuevos modelos de vida cristiana, apropiados a todas las circunstancias en que puedan vivir tus hijos, concédenos imitar el celo apostólico que desplegó el santo obispo Alfonso María de Ligorio por la salvación de sus hermanos, para que, como él, lleguemos también a recibir el premio reservado a tus servidores fieles. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

viernes, 30 de julio de 2021

EVANGELIO - 31 de Julio - San Mateo 14,1-12.


        Libro del Levítico 25,1.8-17.

    El Señor dijo a Moisés sobre la montaña del Sinaí: Deberás contar siete semanas de años - siete veces siete años - de manera que el período de las siete semanas de años sume un total de cuarenta y nueve años.
    Entonces harás resonar un fuerte toque de trompeta: el día diez del séptimo mes - el día de la Expiación - ustedes harán sonar la trompeta en todo el país.
    Así santificarán el quincuagésimo año, y proclamarán una liberación para todos los habitantes del país. Este será para ustedes un jubileo: cada uno recobrará su propiedad y regresará a su familia.
    Este quincuagésimo año será para ustedes un jubilo: no sembrarán ni segarán lo que vuelva a brotar de la última cosecha, ni vendimiarán la viña que haya quedado sin podar; porque es un jubileo, será sagrado para ustedes. Sólo podrán comer lo que el campo produzca por sí mismo.
    En este año jubilar cada uno de ustedes regresará a su propiedad.
    Cuando vendas o compres algo a tu compatriota, no se defrauden unos a otros.
    Al comprar, tendrás en cuenta el número de años transcurridos desde el jubileo; y al vender, tu compatriota tendrá en cuenta el número de los años productivos: cuanto mayor sea el número de años, mayor será el precio que pagarás; y cuanto menor sea el número de años, menor será ese precio, porque lo que él te vende es un determinado número de cosechas.
    No se defrauden unos a otros, y teman a su Dios, porque yo soy el Señor, su Dios.


Salmo 67(66),2-3.5.7-8.

El Señor tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones.

Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
La tierra ha dado su fruto:

el Señor, nuestro Dios, nos bendice.
Que Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra.


    Evangelio según San Mateo 14,1-12.

    En aquel tiempo, la fama de Jesús llegó a oídos del tetrarca Herodes, y él dijo a sus allegados: "Este es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos".
    Herodes, en efecto, había hecho arrestar, encadenar y encarcelar a Juan, a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, porque Juan le decía: "No te es lícito tenerla".
    Herodes quería matarlo, pero tenía miedo del pueblo, que consideraba a Juan un profeta.
    El día en que Herodes festejaba su cumpleaños, la hija de Herodías bailó en público, y le agradó tanto a Herodes que prometió bajo juramento darle lo que pidiera.
    Instigada por su madre, ella dijo: "Tráeme aquí sobre una bandeja la cabeza de Juan el Bautista".
    El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por los convidados, ordenó que se la dieran y mandó decapitar a Juan en la cárcel.
    Su cabeza fue llevada sobre una bandeja y entregada a la joven, y esta la presentó a su madre.
    Los discípulos de Juan recogieron el cadáver, lo sepultaron y después fueron a informar a Jesús.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 31 de Julio - «El que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna»


        Diadoco de Foticé, obispo La perfección espiritual: Que Él crezca Núm. 12


«El que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna»

    El que se ama a sí mismo (Jn 12,25) no puede amar a Dios, pero el que a causa de las desbordantes riquezas del amor divino, no se ama a sí mismo, éste ama a Dios. Un hombre como éste no busca jamás su propia gloria sino la de Dios, porque el que se ama a sí mismo busca su propia gloria. El que está unido a Dios ama la gloria de su creador. En efecto, lo propio de una alma sensible al amor de Dios es buscar constantemente la gloria de Dios cada vez que cumple sus mandamientos, y se alegra de su pasar desapercibido. Porque la gloria pertenece a Dios por su grandeza, y el pasar desapercibido es lo propio del hombre, porque eso le hace ser de la familia de Dios. Si obramos así nuestro gozo será grande como lo fue el de san Juan Bautista y comenzaremos a repetir sin cesar: «Él tiene que crecer y yo tengo que menguar» (Jn 3,30).

SANTORAL - SAN IGNACIO DE LOYOLA

31 de Julio


    Memoria de san Ignacio de Loyola, presbítero, el cual, nacido en el País Vasco, en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje hasta que, herido gravemente, se convirtió a Dios. Completó los estudios teológicos en París y unió a él a sus primeros compañeros, con los que más tarde fundó la Orden de la Compañía de Jesús en Roma, donde ejerció un fructuoso ministerio escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios.

    San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación, la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.

    Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar sus pecados.

    Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios Espirituales». Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.

    En febrero de 1523, Ignacio partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare» se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.

    Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528. Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.

    Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignacio partió de París en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.

    Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de «La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propitius ero (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.

    Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.

    Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.

    En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignacio ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda. Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino».

    La prudencia y caridad del gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios». A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.

    Durante los quince años que duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.

    El amor de Dios era la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra cosa».

    La publicación de Monumenta Historica Societatis Jesu ha puesto al alcance del público una inmensa cantidad de documentos. Ahí puede verse prácticamente todo lo que puede arrojar alguna luz sobre la vida del fundador de la orden. Particularmente importantes son los doce volúmenes de su correspondencia, tanto privada como oficial, y los memoriales de carácter personal que se han descubierto. Entre éstos se destaca el relato de su juventud, que san Ignacio dictó en sus últimos años, accediendo a los ruegos de sus hijos, a pesar de la repugnancia que ello le producía. Esa autobiografía está publicada en BAC. Es difícil recomendar qué bibliografía dejar de la restante que trae Butler, ya que han pasado algunas décadas desde aquella publicación y la actualidad, sin embargo, con esa limitación, copio los títulos que allí figuran, haciendo la salvedad de que seguramente hay estudios más actualizados sobre una personalidad tan relevante: La del P. de Ribadeneira [también editada en BAC] conserva su valor, ya que se trata de la apreciación personal de alguien que estuvo en contacto íntimo con el santo. El volumen I de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (1902) del P, Astráin es prácticamente la historia de la carrera y actividades del fundador. El P. Astráin publicó, además, un valioso resumen biográfico. Las biografías del P. H. J. Pollea (1922) y de Christopher Hollis (1931), muy diferentes entre sí, son excelentes. El P. J. Brodrick, dice, refiriéndose a las biografías escritas por H. D. Sedgwick (1923) y P. van Duke (1926): «Esas dos obras son, con mucho, las mejores biografías de San Ignacio que los protestantes han escrito hasta la fecha; desde el punto de vista histórico, son muy superiores a muchas biografías católicas"».

Alma de Cristo
(Especialmente recomendada para la oración matinal y para la acción de gracias tras comulgar.)

Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.

¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.

Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos.
Amén.


Oremos 

    Señor Dios, que suscitaste en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para que extendiera más la gloria de tu nombre, concédenos que, a imitación suya y apoyados en su auxilio, libremos también en la tierra el noble combate de la fe, para que merezcamos ser coronados juntamente con él en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén

jueves, 29 de julio de 2021

EVANGELIO - 30 de Julio - San Mateo 13,54-58.


        Libro del Levítico 23,1.4-11.15-16.27.34b-37.

    El Señor dijo a Moisés: Las fiestas del Señor, las asambleas litúrgicas que ustedes convocarán a su debido tiempo, son las siguientes: En el primer mes, el día catorce, al ponerse el sol, se celebrará la Pascua del Señor, y el quince de ese mismo mes tendrá lugar la fiesta de los Ácimos en honor del Señor. Durante siete días comerán panes sin levadura.
    El primer día tendrán una asamblea litúrgica y no harán ningún trabajo servil.
    Durante siete días ofrecerán una ofrenda que se quema para el Señor. El séptimo día habrá una asamblea litúrgica y ustedes no harán ningún trabajo servil.
    El Señor dijo a Moisés: Habla en estos términos a los israelitas: Cuando entren en la tierra que yo les doy y cuando recojan la cosecha, entregarán al sacerdote la primera gavilla.
    El día siguiente al sábado, él la ofrecerá al Señor con el gesto de presentación, para que les sea aceptada;  también contarán siete semanas, a partir del día en que entreguen la gavilla ofrecida con el gesto de presentación, o sea a partir del día siguiente al sábado. Las semanas deberán ser completas.
    Por eso tendrán que contar hasta el día siguiente al séptimo sábado: cincuenta días en total. Entonces ofrecerán al Señor una ofrenda de grano nuevo.
    Además, el décimo día de ese séptimo mes, será el día de la Expiación. Habrá una asamblea litúrgica, observarán el ayuno y presentarán una ofrenda que se quema para el Señor.
    Habla en estos términos a los israelitas: Además, el día quince de este séptimo mes se celebrará la fiesta de las Chozas en honor del Señor, durante siete días.
    El primer día habrá una asamblea litúrgica, y ustedes no harán ningún trabajo servil.
    Durante siete días presentarán una ofrenda que se quema para el Señor. Al octavo día, celebrarán una asamblea litúrgica y presentarán una ofrenda que se quema para el Señor: es una asamblea solemne y ustedes no harán ningún trabajo.
    Estas son las fiestas del Señor, en las que ustedes convocarán las asambleas litúrgicas y presentarán ofrendas que se queman para el Señor - holocaustos, oblaciones, sacrificios y libaciones, según corresponda a cada día .


Salmo 81(80),3-4.5-6ab.10-11ab.

Entonen un canto, toquen el tambor,
y la cítara armoniosa, junto con el arpa.
Toquen la trompeta al salir la luna nueva,
y el día de luna llena, el día de nuestra fiesta.

Porque esta es una ley para Israel,
un precepto del Dios de Jacob:
él se la impuso como norma a José,
cuando salió de la tierra de Egipto.

No tendrás ningún Dios extraño,
no adorarás a ningún dios extranjero:
yo, el Señor, soy tu Dios,
que te hice subir de la tierra de Egipto.


    Evangelio según San Mateo 13,54-58.

    Al llegar a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. "¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros?
    ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas?
    ¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?".
    Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Entonces les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia".
    Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 30 de Julio - «¿De dónde saca éste esa sabiduría…? ¿No es el hijo del carpintero?»


       San Juan XXIII, papa Diario del alma: Humildad nn. 1901-1903


«¿De dónde saca éste esa sabiduría…? ¿No es el hijo del carpintero?»

    Cada vez que pienso en el gran misterio de la vida escondida y humilde de Jesús durante sus treinta primeros años, mi espíritu se siente cada vez más confundido y me faltan las palabras. ¡Ah! es la misma evidencia: tengo frente a mí una luminosa lección: no tan sólo los juicios y la manera de pensar del mundo sino también los juicios y la manera de pensar de muchos eclesiásticos me parecen completamente falsos y se oponen del todo a esta lección.

    Por mi parte confieso que no he llegado todavía a hacerme una idea de ello. Sin embargo, y por lo que me conozco, me parece que sólo poseo una apariencia de humildad, pero no su verdadero espíritu; ese amor a «lo escondido» de Jesucristo en Nazaret, no lo conozco más que de nombre. ¡Y decir que Jesús pasó treinta años de vida escondida, y que era Dios, y que era el «reflejo de la sustancia del Padre» (Hb 1,3), y que vino para salvar al mundo, y que todo esto lo hizo únicamente para enseñarnos cuán necesaria es la humildad y cuánta falta hace practicarla! Y yo, que soy un grande y miserable pecador, que sólo pienso en complacerme a mí mismo, en complacerme en los éxitos que me dan un poco de honor terrestre, que no puedo tener el más mínimo pensamiento santo sin que se deslice la preocupación de mi reputación cerca de los demás… A fin de cuentas no sé acostumbrarme, si no es con un gran esfuerzo, a esa idea de pasar realmente desapercibido, escondido, tal como Jesucristo lo practicó y tal cual me lo enseña.

SANTORAL - SAN PEDRO CRISÓLOGO

30 de Julio


    San Pedro, «Crisólogo» de sobrenombre, obispo de Rávena y doctor de la Iglesia, que, habiendo recibido el nombre del santo apóstol , desempeñó su ministerio tan perfectamente que consiguió captar a multitudes en la red de su celestial doctrina y las sació con la dulzura de su palabra. Su tránsito tuvo lugar el día treinta y uno de este mes en Imola, en la región de Emilia Romagna. La vida de Pedro, arzobispo de Rávena, llamado «Crisólogo» (es decir: de palabra áurea, de excelente predicación) desde el siglo IX, es mal conocida. De él habla el Liber Pontificalis y una biografía poco de fiar, obra de Agnello de Ravena (siglo IX). Por estas fuentes y por lo que de su obra se deduce, sabemos que Pedro nació en Imola hacia el 380, fue nombrado metropolita de Rávena entre el 425 y el 429 (ciertamente, antes del 431, fecha de una carta que le escribe Teodoreto), estuvo presente el 445 al fallecimiento de san Germán de Auxerre y tres o cuatro años después escribió a Eutiques, presbítero de Constantinopla, que había recurrido a él después de su condenación por obra de Flaviano, invitándolo a someterse a las decisiones de León, obispo de Roma, «quoniam beatus Petrus, qui in propia sede et vivit et praesidet, praestat quarentibus fidei vertiatem» (Ep ad Eutychen: PL 54,743: «Porque el bienaventurado Pedro, que en su sede vive y preside, otorga la verdad de la fe a los que buscan.»). Falleció entre el 449 y el 458 (fecha de una carta de León a su sucesor Neón), probablemente, el 3 de diciembre del 450, quizás en Imola [aunque en al actualidad se tiende a considerar como fecha más probable el 31 de julio].

    Gracias a las pacientes investigaciones de A. Olivar, hoy es posible conocer con exactitud la producción auténtica de Pedro Crisólogo, que comprende una carta (ya mencionada), 168 sermones de la Collectio Feliciana (siglo VIII) y 15 «extravagantes» (escritos no clasificados). Otros escritos, como el célebre Rollo de Rávena, colección de oraciones de preparación a la Navidad (s. VII), no pueden ser tenidos por auténticos. Los sermones, a los que Pedro debe su celebridad, se distinguen por la esmerada preparación de un orador dotado de una cultura discreta y por el calor humano y el fervor divino de un santo varón. La condición peculiar de Rávena, sede de la corte imperial y ciudad marinera, explica la frecuencia de ejemplos tomados de la vida de la corte y de la vida militar y marinera, aunque no faltan ejemplos de la vida rural. «Entre los escritores del siglo V, pocos superan a Pedro Crisólogo en elegancia», en sus sermones nos ha legado «páginas de genuina elocuencia, enérgica y eficaz» (Moricca).

    El contenido de los sermones es variado, muchos son homilías sobre textos evangélicos, otros, sobre San Pablo, los Salmos, el símbolo bautismal, el padrenuestro o en conmemoración de santos y exhortaciones a la penitencia. Pedro Crisólogo, comentando la Biblia o exponiendo los temas que le sugerían las celebraciones litúrgicas, documenta ampliamente las inquietudes teológicas de su época. Su predicación, en efecto, no refleja sólo la doctrina latina sobre la encarnación como se profesaba entre Éfeso y Calcedonia, sino que es, asimismo, testimonio de la postura católica en las cuestiones sobre la gracia y la vida cristiana. Cuando reconoce claramente el primado del obispo de Roma (además de la carta a Eutiques, cf Serm 78), Pedro es, sin duda, portavoz del sentir común de los obispos de Italia. Su considerable actividad como predicador nos ha legado una documentación inestimable sobre la liturgia de Rávena y sobre la cultura de esa ciudad, etapa obligada entre Roma y el norte de Italia. Ningún obispo de su tiempo nos ha facilitado un cuadro tan completo de la celebración del año litúrgico. Por su actitud contra la resistencia que aún oponía el paganismo en su agonía y por su polémica contra la comunidad judía de su ciudad, Pedro Crisólogo representa la actitud pastoral del episcopado de la Iglesia imperial de su tiempo. Fue declarado Doctor de la Iglesia por SS. Benedicto XIII en 1729.

Oremos

    Oh Dios, que hiciste a San Pedro Crisólogo, obispo, insigne predicador del Verbo encarnado, concédenos meditar siempre este misterio de salvación y manifestarlo en nuestra vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén

miércoles, 28 de julio de 2021

EVANGELIO - 29 de Julio - San Juan 11,19-27


    Epístola I de San Juan 4,7-16.

    Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
    El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
    Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él.
    Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados.
    Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros.
    Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros.
    La señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu.
    Y nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo.
    El que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, permanece en Dios, y Dios permanece en él.
    Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él.


Salmo 34(33),2-3.4-5.6-7.8-9.10-11.

Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios.
Mi alma se gloría en el Señor:
que lo oigan los humildes y se alegren.

Glorifiquen conmigo al Señor,
alabemos su Nombre todos juntos.
Busqué al Señor: El me respondió
y me libró de todos mis temores.

Miren hacia El y quedarán resplandecientes,
y sus rostros no se avergonzarán.
Este pobre hombre invocó al Señor:
El lo escuchó y lo salvó de sus angustias.

El Ángel del Señor acampa
en torno de sus fieles, y los libra.
¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!
¡Felices los que en El se refugian!

Teman al Señor, todos sus santos,
porque nada faltará a los que lo temen.
Los ricos se empobrecen y sufren hambre,
pero los que buscan al Señor no carecen de nada.


    Evangelio según San Juan 11,19-27.

    Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano.
    Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa.
    Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
    Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas".
    Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará".
    Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día".
    Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?".
   Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo".

    Palabra del Señor