martes, 12 de enero de 2016
EVANGELIO
TIEMPO ORDINARIO
MARTES 12 DE ENERO - SEMANA I
Después que comieron y bebieron en Silo, Ana se levantó. Mientras tanto, el sacerdote Elí estaba sentado en su silla a la puerta del Templo del Señor.
Entonces Ana, con el alma llena de amargura, oró al Señor y lloró desconsoladamente.
Luego hizo este voto: "Señor de los ejércitos, si miras la miseria de tu servidora y te acuerdas de mí, si no te olvidas de tu servidora y le das un hijo varón, yo lo entregaré al Señor para toda su vida, y la navaja no pasará por su cabeza".
Mientras ella prolongaba su oración delante del Señor, Elí miraba atentamente su boca.
Ana oraba en silencio; sólo se movían sus labios, pero no se oía su voz. Elí pensó que estaba ebria,
y le dijo: "¿Hasta cuándo te va a durar la borrachera? ¡Ve a que se te pase el efecto del vino!".
Ana respondió: "No, mi señor; yo soy una mujer que sufre mucho. No he bebido vino ni nada que pueda embriagar; sólo me estaba desahogando delante del Señor.
No tomes a tu servidora por una mujer cualquiera; si he estado hablando hasta ahora, ha sido por el exceso de mi congoja y mi dolor".
"Vete en paz, le respondió Elí, y que el Dios de Israel te conceda lo que tanto le has pedido".
Ana le dijo entonces: "¡Que tu servidora pueda gozar siempre de tu favor!". Luego la mujer se fue por su camino, comió algo y cambió de semblante.
A la mañana siguiente, se levantaron bien temprano y se postraron delante del Señor; luego regresaron a su casa en Ramá. Elcaná se unió a su esposa Ana, y el Señor se acordó de ella.
Ana concibió, y a su debido tiempo dio a luz un hijo, al que puso el nombre de Samuel, diciendo: "Se lo he pedido al Señor".
Primer Libro de Samuel 2,1.4-5.6-7.8.
Mi corazón se regocija en el Señor,
tengo la frente erguida gracias a mi Dios.
Mi boca se ríe de mis enemigos,
porque tu salvación me ha llenado de alegría.
El arco de los valientes se ha quebrado,
y los vacilantes se ciñen de vigor;
los satisfechos se contratan por un pedazo de pan,
y los hambrientos dejan de fatigarse;
la mujer estéril da a luz siete veces,
y la madre de muchos hijos se marchita.
El Señor da la muerte y la vida,
hunde en el Abismo y levanta de él.
El Señor da la pobreza y la riqueza,
humilla y también enaltece.
El levanta del polvo al desvalido
y alza al pobre de la miseria,
para hacerlos sentar con los príncipes
y darles en herencia un trono de gloria;
porque del Señor son las columnas de la tierra
y sobre ellas afianzó el mundo.
REFLEXIÓN
REFLEXIONES ESPIRITUALES
MARTES 12 DE ENERO
De la Regla monástica mayor de san Basilio Magno, obispo (Respuesta 2, 1: PG 31, 908-910)
TENEMOS DEPOSITADA EN NOSOTROS UNA FUERZA QUE NOS CAPACITA PARA AMAR
El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección.
Por eso nosotros, dándonos cuenta de vuestro deseo por llegar a esta perfección, con la ayuda de Dios y de vuestras oraciones, nos esforzaremos, en la medida en que nos lo permita la luz del Espíritu Santo, por avivar la chispa del amor divino escondida en vuestro interior.
Digamos en primer lugar que Dios nos ha dado previamente la fuerza necesaria para cumplir todos los mandamientos que él nos ha impuesto, de manera que no hemos de apenarnos como si se nos exigiese algo extraordinario, ni hemos de enorgullecernos como si devolviésemos a cambio más de lo que se nos ha dado. Si usamos recta y adecuadamente de estas energías que se nos han otorgado, entonces llevaremos con amor una vida llena de virtudes; en cambio, si no las usamos debidamente, habremos viciado su finalidad.
En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que él nos ha dado para practicar el bien; por el contrario, la virtud, que es lo que Dios pide de nosotros, consiste en usar de esas facultades con recta conciencia, de acuerdo con los designios del Señor.
Siendo esto así, lo mismo podemos afirmar de la caridad. Habiendo recibido el mandato de amar a Dios, tenemos depositada en nosotros, desde nuestro origen, una fuerza que nos capacita para amar; y ello no necesita demostrarse con argumentos exteriores, ya que cada cual puede comprobarlo por sí mismo y en sí mismo. En efecto, un impulso natural nos inclina a lo bueno y a lo bello, aunque no todos coinciden siempre en lo que es bello y bueno; y, aunque nadie nos lo ha enseñado, amamos a todos los que de algún modo están vinculados muy de cerca a nosotros, y rodeamos de benevolencia, por inclinación espontánea, a aquellos que nos complacen y nos hacen el bien.
Y ahora yo pregunto, ¿qué hay más admirable que la belleza de Dios? ¿Puede pensarse en algo más dulce y agradable que la magnificencia divina? ¿Puede existir un deseo más fuerte e impetuoso que el que Dios infunde en el alma limpia de todo pecado y que dice con sincero afecto: Desfallezco de amor? El resplandor de la belleza divina es algo absolutamente inefable e inenarrable.
EXTRAÍDA: SEGUNDA LECTURA OFICIO DE LECTURA DEL DÍA
SANTORAL
SANTORAL DEL DÍA
MARTES 12 DE ENERO
«La vida del padre Pucci bien puede calificarse como la labor heroica e impagable de un santo cura de pueblo; dio su vida por todos. Murió después de haber cubierto con su manta a un indigente que yacía en la calle aterido de frío»
Incontables sacerdotes han entregado su vida a Dios ejerciendo su labor pastoral en poblaciones de escaso relieve. En estas misiones, frecuentemente teñidas de soledades, han amasado heroicas virtudes sosteniendo firmemente su vocación con la gracia de Cristo, y haciendo que ésta germine en una inagotable cascada de bendiciones. Han sido el punto de referencia más cercano que las buenas gentes han tenido para proponerse la búsqueda de la santidad.
Eustaquio, que ese era el nombre de pila de Pucci, se santificó siendo sacerdote de una parroquia durante medio siglo, como miembro de la Congregación de los Siervos de María (Servitas), en la que adoptó el nombre de Antonio María. Había nacido en la localidad italiana de Poggiole, colindante a Pistoia, el 16 de abril de 1819. Era uno de los siete hermanos de una humilde familia, y como tal estaba destinado por su padre a ser labrador. Pero él acariciaba el sueño de convertirse en sacerdote. Siendo un monaguillo servicial y piadoso, don Luigi, el párroco que le ayudaba a estudiar, se fijó en él. Y cuando el joven cumplió 18 años, el bondadoso presbítero se entrevistó con su padre, quien no ocultó su juicio negativo respecto a la vocación que mostraba su hijo. Esta resistencia se venció poco después y Eustaquio fue ordenado en 1843.
No era agraciado, ni resultaba simpático. Ahora bien, ni su voz nasal de tono monótono, ni sus ligeros gestos nerviosos eclipsaron su piedad. Y su labor apostólica, realizada entre las gentes sencillas, daba grandes frutos porque ayudaba a todos a remontar las debilidades y a superar dificultades de diverso calado. Erraron los que al hablar de su eventual proceso de canonización lo tildaron de un hombre ordinario. Las personas se encariñaban con el humilde párroco, que vivió durante cuarenta y cinco años una heroicidad perseverante y oculta, solo manifiesta a los ojos de Dios. El cardenal Laurenti, prefecto de la Congregación de Ritos, confió al P. Ferrini, postulador general de la Orden: «Si el padre Pucci ha sido siempre buen párroco y buen religioso a la vez, es sin duda un santo de verdad».
Dedicado a los menesteres pastorales en la parroquia de san Andrés de Viareggio, se centraba en labores diversas: enseñanza del catecismo, ayuda a los pobres, acciones sociales, dirección de grupos de seglares, fundación de religiosas, del apostolado del mar, etc. Y de forma especial se ocupó de los niños pobres y enfermos. Daba singular relieve a las celebraciones de las primeras comuniones. Y repartía premios, como el de la «Befana» (o «hada-buena»), remedo de la tradición española de los Reyes Magos; él mismo se implicaba llevando gustoso los juguetes al domicilio de los pequeños.
Calibrando la importancia de ofrecer una formación integral a los jóvenes y en función también de la enseñanza del catecismo, instituyó la «Compañía de San Luís». Sin saberlo, y sin haber tenido ocasión de encontrarse en vida, el padre Pucci realizaba con los jóvenes una labor paralela a la que san Juan Bosco efectuaba en esa época en Turín. Conocedor de la riqueza del buen humor para la vida espiritual, en el reglamento de la asociación dirigida a los jóvenes había escrito que «buscaran un buen amigo y huyeran de los tristes».
Su ejercicio pastoral fue bendecido con vocaciones de personas a las que dirigía. Fue impulsor, entre otras obras, de las Siervas de María de Viareggio y de «La Pía Unión de los hijos de San José». Instituyó la Cofradía de la Misericordia y la Conferencia de San Vicente, todo con objeto de ejercitar la caridad con los más necesitados, a los que entregaba sin dudarlo su manteo y colchón cuando el frío glacial los dejaba ateridos. Los pobres y enfermos tenían en él siempre una mano amiga. Los buscaba por las calles para darles ayuda y consuelo; ello caló en el corazón de las gentes que lo denominaron «padre de los pobres».
Como religioso, fue superior de la casa de Viareggio en 1859, y reelegido, excepcionalmente, de modo permanente. En 1883 su gobierno se extendió a toda la Toscana; estuvo presidido por la preocupación de ser amado más que temido, de ser caritativo, servidor de todos y no dominador. Este apóstol de la caridad, devotísimo de la Virgen de los Dolores, humilde, consolador de los afligidos, insigne confesor, gran reconciliador y dador de paz, que fue agraciado con dones extraordinarios diversos, una vez más se apiadó de un pobre que yacía en el suelo aterido de frío. Le dio su manto para que se cubriera, y ello le acarreó una grave pulmonía, a consecuencia de la cual murió el 14 de enero de 1892, a la edad de 73 años. Fue beatificado por Pío XII el 22 de junio de 1952, y canonizado por Juan XXIII el 9 de diciembre de 1962.
No era agraciado, ni resultaba simpático. Ahora bien, ni su voz nasal de tono monótono, ni sus ligeros gestos nerviosos eclipsaron su piedad. Y su labor apostólica, realizada entre las gentes sencillas, daba grandes frutos porque ayudaba a todos a remontar las debilidades y a superar dificultades de diverso calado. Erraron los que al hablar de su eventual proceso de canonización lo tildaron de un hombre ordinario. Las personas se encariñaban con el humilde párroco, que vivió durante cuarenta y cinco años una heroicidad perseverante y oculta, solo manifiesta a los ojos de Dios. El cardenal Laurenti, prefecto de la Congregación de Ritos, confió al P. Ferrini, postulador general de la Orden: «Si el padre Pucci ha sido siempre buen párroco y buen religioso a la vez, es sin duda un santo de verdad».
Dedicado a los menesteres pastorales en la parroquia de san Andrés de Viareggio, se centraba en labores diversas: enseñanza del catecismo, ayuda a los pobres, acciones sociales, dirección de grupos de seglares, fundación de religiosas, del apostolado del mar, etc. Y de forma especial se ocupó de los niños pobres y enfermos. Daba singular relieve a las celebraciones de las primeras comuniones. Y repartía premios, como el de la «Befana» (o «hada-buena»), remedo de la tradición española de los Reyes Magos; él mismo se implicaba llevando gustoso los juguetes al domicilio de los pequeños.
Calibrando la importancia de ofrecer una formación integral a los jóvenes y en función también de la enseñanza del catecismo, instituyó la «Compañía de San Luís». Sin saberlo, y sin haber tenido ocasión de encontrarse en vida, el padre Pucci realizaba con los jóvenes una labor paralela a la que san Juan Bosco efectuaba en esa época en Turín. Conocedor de la riqueza del buen humor para la vida espiritual, en el reglamento de la asociación dirigida a los jóvenes había escrito que «buscaran un buen amigo y huyeran de los tristes».
Su ejercicio pastoral fue bendecido con vocaciones de personas a las que dirigía. Fue impulsor, entre otras obras, de las Siervas de María de Viareggio y de «La Pía Unión de los hijos de San José». Instituyó la Cofradía de la Misericordia y la Conferencia de San Vicente, todo con objeto de ejercitar la caridad con los más necesitados, a los que entregaba sin dudarlo su manteo y colchón cuando el frío glacial los dejaba ateridos. Los pobres y enfermos tenían en él siempre una mano amiga. Los buscaba por las calles para darles ayuda y consuelo; ello caló en el corazón de las gentes que lo denominaron «padre de los pobres».
Como religioso, fue superior de la casa de Viareggio en 1859, y reelegido, excepcionalmente, de modo permanente. En 1883 su gobierno se extendió a toda la Toscana; estuvo presidido por la preocupación de ser amado más que temido, de ser caritativo, servidor de todos y no dominador. Este apóstol de la caridad, devotísimo de la Virgen de los Dolores, humilde, consolador de los afligidos, insigne confesor, gran reconciliador y dador de paz, que fue agraciado con dones extraordinarios diversos, una vez más se apiadó de un pobre que yacía en el suelo aterido de frío. Le dio su manto para que se cubriera, y ello le acarreó una grave pulmonía, a consecuencia de la cual murió el 14 de enero de 1892, a la edad de 73 años. Fue beatificado por Pío XII el 22 de junio de 1952, y canonizado por Juan XXIII el 9 de diciembre de 1962.
FUENTE: Evangelizo.org
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