jueves, 6 de junio de 2024
EVANGELIO - 07 de Junio - San Juan 19,31-37.
¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba.
Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer.
Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura: no daré libre curso al ardor de mi ira, no destruiré otra vez a Efraím. Porque yo soy Dios, no un hombre: soy el Santo en medio de ti, y no vendré con furor.
Libro de Isaías 12,2-3.4bcd.5-6.
yo tengo confianza y no temo,
porque el Señor es mi fuerza y mi protección;
él fue mi salvación.
Ustedes sacarán agua con alegría
de las fuentes de la salvación.
Den gracias al Señor, invoquen su Nombre,
anuncien entre los pueblos sus proezas,
proclamen qué sublime es su Nombre.
Canten al Señor porque ha hecho algo grandioso:
¡que sea conocido en toda la tierra!
¡Aclama y grita de alegría, habitante de Sión,
porque es grande en medio de ti
el Santo de Israel!
Carta de San Pablo a los Efesios 3,8-12.14-19.
Este es el designio que Dios concibió desde toda la eternidad en Cristo Jesús, nuestro Señor, por quien nos atrevemos a acercarnos a Dios con toda confianza, mediante la fe en él.
Por eso doblo mis rodillas delante del Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra.
Que él se digne fortificarlos por medio de su Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior.
Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor.
Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios.
Evangelio según San Juan 19,31-37.
Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús.
Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua.
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean.
Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos.
Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.
MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 07 de Junio - “Verán al que ellos mismos traspasaron”
SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
La Iglesia celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús el viernes posterior al II domingo de pentecostés. Todo el mes de junio está, de algún modo, dedicado por la piedad cristiana al Corazón de Cristo. Hay quien podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón es algo trasnochado, propio de otras épocas, pero ya superado en el momento actual. Sin embargo, el Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito General de la Compañía de Jesús, P. Kolvenbach, en la Capilla de San Claudio de la Colombière, el 5 de octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los Jesuitas a impulsar esta devoción: "Sé con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable misión y con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor posible en el curso de estos tres últimos siglos: ahora bien, yo deseo, en esta ocasión solemne, exhortar a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo".
Esta exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se fundamenta, según el pensamiento del Papa, en dos motivos, principalmente:
1) Los elementos esenciales de esta devoción "pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la historia", pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que constituyen la Iglesia; y, además, los Santos Padres han visto en el Corazón del Verbo encarnado "el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo".
2) Tal como afirma el Vaticano II, el mensaje de Cristo, el Verbo encarnado, que nos amó "con corazón de hombre", lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de Él, nada puede llenar el corazón del hombre (cf Gaudium et spes, 21). Es decir, junto al Corazón de Cristo, "el corazón del hombre aprende a conocer el sentido de su vida y de su destino".
Se trata, por consiguiente, de una devoción a la vez permanente y actual. Esta exhortación de Juan Pablo II enlaza con la enseñanza de sus predecesores. En ella animaba a:"actuar de forma que el culto al Sagrado Corazón, que - lo decimos con dolor - se ha debilitado en algunos, florezca cada día más y sea considerado y reconocido por todos como una forma noble y digna de esa verdadera piedad hacia Cristo, que en nuestro tiempo, por obra del Concilio Vaticano II especialmente, se viene insistentemente pidiendo..."
Al honrar el corazón de Jesús, la Iglesia venera y adora, en palabras de Pío XII, "el símbolo y casi la expresión de la caridad divina" . Poco después del Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo, meditar sobre la devoción al Corazón de Jesús es un medio propicio para secundar la iniciativa del Papa que nos invitaba a contemplar el acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano.
El fundamento del culto al Corazón de Jesús lo encontramos precisamente en el misterio de la Encarnación del Verbo, quien, siendo "consustancial al Padre", "por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre".
Adoramos el Corazón de Cristo porque es el corazón del Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho hombre, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para realizar nuestra salvación. El Corazón de Jesús es un corazón humano que simboliza el amor divino. La humanidad santísima de Nuestro Redentor, unida hipostáticamente a la Persona del Verbo, se convierte así para nosotros en manifestación del amor de Dios. Sólo el amor inefable de Dios explica la locura divina de la Encarnación: "tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16). Es el misterio de la condescendencia divina, del anonadamiento de Aquel que "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 6 ss).
En la vida de Jesucristo se transparenta el amor del Padre: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9): "Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino..." (“Dei Verbum”, 4).
Toda su existencia terrena remite al misterio de un Dios que es Amor, comunión de Amor, Trinidad de Personas unidas por el recíproco amor, que nos invita a entrar en la intimidad de su vida.
El Evangelio deja constancia de la ternura de Jesús. Él es "manso y humilde de corazón". Es compasivo con las necesidades de los hombres, sensible a sus sufrimientos. Su amor privilegia a los enfermos, a los pobres, a los que padecen necesidad, pues "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos".
La parábola del hijo pródigo es, a la vez, una profunda enseñanza acerca de la condición humana. El hombre corre el riesgo de olvidarse del amor de Dios y de optar por una libertad ilusoria. Por el pecado se aleja de la casa del Padre, donde era querido y apreciado, para ir a vivir entre extraños. El mal seduce prometiendo una felicidad a corto plazo. El hombre sigue así un camino que lleva a la esclavitud y a la humillación.
Nuestra época constituye un testimonio claro de este engaño. Vivimos en una cultura que margina positivamente lo religioso, que, dejando a Dios de lado, prefiere rendir culto a los ídolos falsos del poder, del placer egoísta, del dinero fácil.
Es importante - lo recordaba el Papa - ayudar a descubrir en la propia alma la "nostalgia de Dios". En el fondo de todo hombre resuena una llamada del Amor; una llamada que no debe ser desoída. Quizá el ruido externo no permite captarla y por eso es urgente crear espacios que no ahoguen la dimensión espiritual que todo ser humano posee en tanto que creado por Dios y llamado a la comunión de vida con Él.
Nuestras iglesias, nuestras comunidades, pueden ser uno de estos espacios propicios para escuchar la brisa en la que Dios se manifiesta. Al entrar en una iglesia, el hombre de nuestro tiempo debe tener aún la posibilidad de preguntarse sobre el motivo que anima a quienes la frecuentan. La vida de los cristianos debe ser para todos un indicador que apunta hacia Dios, una señal de que por encima de todo está Él.
La Cruz del Señor es el momento supremo de la manifestación de su inmenso amor al Padre en favor nuestro. El Señor nos "amó hasta el extremo"(Jn 13,1), ya que "nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13).
Su Corazón es un corazón traspasado a causa de nuestros pecados y por nuestra salvación. Un corazón que nos ama personalmente a cada uno. Toda la humanidad está incluida en ese corazón infinitamente dilatado. Ya nadie puede sentirse solo o desamparado, pues al ser amado por Cristo es amado por Dios.
No hay fronteras ni límites que contengan el alcance de la redención: Él se ha puesto en nuestro lugar, ha cargado con todo el pecado y la culpa de la humanidad, para expiar con su muerte nuestro alejamiento de Dios. Él es el Cordero Inmaculado que con su entrega obediente repara nuestra desobediencia.
En el sufrimiento y en la muerte, "su humanidad se convierte en el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. De hecho, Él ha aceptado libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: `Nadie me quita la vida, sino que yo la doy voluntariamente´ (Jn 10, 18)" (Catecismo de la Iglesia Católica, 609) .
En la Cruz se expresa la "riqueza insondable que es Cristo". En la Cruz se comprende "lo que trasciende toda filosofía": el amor cristiano, un amor que, muriendo, da la vida.
En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito "una inagotable abundancia de gracia". Del Corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz brotan el agua y la sangre, dando nacimiento a la Iglesia y a los sacramentos de la Iglesia.
La Iglesia, Esposa de Cristo, es hoy presencia viva en el mundo del amor compasivo de Dios. A imagen de su Señor, la Iglesia debe hacerse obediente hasta la muerte, sirviendo a los hombres para que puedan "acercarse al corazón abierto del Salvador" y "beber con gozo de la fuente de la salvación".
El motor que mueve a la Iglesia no es otro que el amor. Lo expresó bellamente Teresa de Lisieux en sus “Manuscritos autobiográficos”:
"Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, un corazón ardiente de Amor. Comprendí que sólo el Amor impulsa a la acción a los miembros de la Iglesia y que, apagado este Amor, los Apóstoles ya no habrían anunciado el Evangelio, los Mártires ya no habrían vertido su sangre... Comprendí que el Amor abrazaba en sí todas las vocaciones, que el Amor era todo, que se extendía a todos los tiempos y a todos los lugares... en una palabra, que el Amor es eterno" (“Manuscritos autobiográficos”, B 3v).
El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia Él como meta de nuestra existencia por la esperanza.
Dios es el que nos otorga, por pura gracia, la posibilidad de amarle sobre todas las cosas y de amar a los hermanos por amor a Él. Si somos dóciles y no obstaculizamos la acción del Espíritu Santo, la caridad irá poco a poco informando nuestra vida, animándola con un principio nuevo que unificará nuestra acción, a fin de que nuestro corazón se vaya asimilando progresivamente al de Cristo.
De este modo será un corazón engrandecido en el que todos tendrán cabida, pues nos dolerán las almas y desearemos ardientemente que todos conozcan el amor de Dios.
La Eucaristía nos alimenta con el pan de la inmortalidad. Dentro de poco celebraremos la Solemnidad del Corpus Christi. En este "sacramento admirable" el Señor quiso dejarnos el "memorial de su Pasión". La Eucaristía es una muestra excelsa de los "beneficios del amor de Dios para con nosotros". El Señor quiso dejarnos esta prueba de su amor, quiso quedarse con nosotros, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, para hacernos partícipes de su Pascua.
La Penitencia renueva nuestra alma para que podamos presentarnos ante Dios, cuando Él nos llame, limpios de nuestros pecados. Igualmente, el sacerdocio es un don del Corazón de Jesús.
También nosotros le pedimos al Señor la gracia de corresponder - en la medida de nuestras pobres fuerzas - a su infinita compasión para con el mundo. Señor, ¡qué nos gastemos sólo por tu Amor". Qué prendamos en las almas el fuego de tu Amor.
La primera señal del amor del Salvador es la misión del Espíritu Santo a los discípulos, después de la Ascensión del Señor al cielo, recuerda Pío XII (“Haurietis aquas”, 23). El Espíritu Santo es el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, y es enviado por ambos para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina. Esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón del Salvador, en el cual "están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2, 3).
Al Espíritu Santo se debe el nacimiento de la Iglesia y su admirable propagación. Este amor divino, don del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es el que dio a los apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad y testimoniarla con su sangre.
A este amor divino, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se difunde por obra del Espíritu Santo en las almas de los creyentes, San Pablo entonó aquel himno que ensalza el triunfo de Cristo y el de los miembros de su Cuerpo: "¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo?, ¿la persecución?, ¿la espada?... Más en todas estas cosas triunfamos soberanamente por obra de Aquel que nos amó. Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni poderíos, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna será capaz de apartarnos del amor de Dios manifestado en Jesucristo nuestro Señor" (Rm 8, 35.37-39).
El Espíritu Santo nos ayudará a conocer íntimamente al Señor y a descubrir, junto al Corazón de Cristo, el sentido verdadero de nuestra vida, a comprender el valor de la vida verdaderamente cristiana, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. "Así - como pedía el Papa Juan Pablo II - sobre las ruinas acumuladas del odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo" (Carta al P. Kolvenbach).
En la Cruz se expresa la Una inagotable abundancia de gracia. En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito "Los sacramentos. Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de gracia a través de los cuales nos llega la vida nueva de la redención.
El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia la esperanza.