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jueves, 26 de mayo de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II - SALMO 40


SALMO 40
Oración de un enfermo

Dichoso el que cuida del pobre y desvalido;
en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor.

El Señor lo guarda y lo conserva en vida,
para que sea dichoso en la tierra,
y no lo entrega a la saña de sus enemigos.

El Señor lo sostendrá en el lecho del dolor,
calmará los dolores de su enfermedad.

Yo dije: «Señor, ten misericordia,
sáname, porque he pecado contra ti».

Mis enemigos me desean lo peor:
«A ver si se muere, y se acaba su apellido».

El que viene a verme habla con fingimiento,
disimula su mala intención,
y, cuando sale afuera, la dice.

Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí,
hacen cálculos siniestros:
«Padece un mal sin remedio,
se acostó para no levantarse».

10 Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba,
que compartía mi pan,
es el primero en traicionarme.

11 Pero tú, Señor, apiádate de mí,
haz que pueda levantarme,
para que yo les dé su merecido.

12 En esto conozco que me amas:
en que mi enemigo no triunfa de mí.

13 A mí, en cambio, me conservas la salud,
me mantienes siempre en tu presencia.

14 Bendito el Señor, Dios de Israel,
ahora y por siempre. Amén, amén.



CATEQUESIS DE JUAN PABLO II


1.
Un motivo que nos impulsa a comprender y amar el salmo 40, que acabamos de escuchar, es el hecho de que Jesús mismo lo citó: «No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: "El que come mi pan ha alzado contra mí su talón"» (Jn 13, 18).
Es la última noche de su vida terrena y Jesús, en el Cenáculo, está a punto de ofrecer el bocado del huésped a Judas, el traidor. Su pensamiento va a esa frase del salmo, que en realidad es la súplica de un enfermo, abandonado por sus amigos. En esa antigua plegaria Cristo encuentra sentimientos y palabras para expresar su profunda tristeza.

Nosotros, ahora, trataremos de seguir e iluminar toda la trama de este salmo, que afloró a los labios de una persona que ciertamente sufría por su enfermedad, pero sobre todo por la cruel ironía de sus "enemigos" (cf. Sal 40, 6-9) e incluso por la traición de un "amigo" (cf. v. 10).

2.
El salmo 40 comienza con una bienaventuranza, que tiene como destinatario al amigo verdadero, al que "cuida del pobre y desvalido": será recompensado por el Señor en el día de su sufrimiento, cuando esté postrado "en el lecho del dolor" (cf. vv. 2-4).

Sin embargo, el núcleo de la súplica se encuentra en la parte sucesiva, donde toma la palabra el enfermo (cf. vv. 5-10). Inicia su discurso pidiendo perdón a Dios, de acuerdo con la tradicional concepción del Antiguo Testamento, según la cual a todo dolor correspondía una culpa: "Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti" (v. 5; cf. Sal 37). Para el antiguo judío la enfermedad era una llamada a la conciencia para impulsar a la conversión.

Aunque se trate de una visión superada por Cristo, Revelador definitivo (cf. Jn 9, 1-3), el sufrimiento en sí mismo puede encerrar un valor secreto y convertirse en senda de purificación, de liberación interior y de enriquecimiento del alma. Invita a vencer la superficialidad, la vanidad, el egoísmo, el pecado, y a abandonarse más intensamente a Dios y a su voluntad salvadora.

3.
En este momento entran en escena los malvados, los que han venido a visitar al enfermo, no para consolarlo, sino para atacarlo (cf. vv. 6-9). Sus palabras son duras y hieren el corazón del orante, que experimenta una maldad despiadada. Esa misma situación la experimentarán muchos pobres humillados, condenados a estar solos y a sentirse una carga pesada incluso para sus familiares. Y si de vez en cuando escuchan palabras de consuelo, perciben inmediatamente en ellas un tono de falsedad e hipocresía.

Más aún, como decíamos, el orante experimenta la indiferencia y la dureza incluso de sus amigos (cf. v. 10), que se transforman en personajes hostiles y odiosos. El salmista les aplica el gesto de "alzar contra él su talón", es decir, el acto amenazador de quien está a punto de pisotear a un vencido o el impulso del jinete que espolea a su caballo con el talón para que pisotee a su adversario.

Es profunda la amargura cuando quien nos hiere es "el amigo" en quien confiábamos, llamado literalmente en hebreo "el hombre de la paz". El pensamiento va espontáneamente a los amigos de Job que, de compañeros de vida, se transforman en presencias indiferentes y hostiles (cf. Jb 19, 1-6). En nuestro orante resuena la voz de una multitud de personas olvidadas y humilladas en su enfermedad y debilidad, incluso por parte de quienes deberían sostenerlas.

4.
Con todo, la plegaria del salmo 40 no concluye con este fondo oscuro. El orante está seguro de que Dios se hará presente, revelando una vez más su amor (cf. vv. 11-14). Será él quien sostendrá y tomará entre sus brazos al enfermo, el cual volverá a "estar en la presencia" de su Señor (v. 13), o sea, según el lenguaje bíblico, a revivir la experiencia de la liturgia en el templo.

Así pues, el salmo, marcado por el dolor, termina con un rayo de luz y esperanza. Desde esta perspectiva se logra entender por qué san Ambrosio, comentando la bienaventuranza inicial (cf. v. 2), vio proféticamente en ella una invitación a meditar en la pasión salvadora de Cristo, que lleva a la resurrección. En efecto, ese Padre de la Iglesia, sugiere introducirse así en la lectura del salmo: "Bienaventurado el que piensa en la miseria y en la pobreza de Cristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por nosotros. Rico en su reino, pobre en la carne, porque tomó sobre sí esta carne de pobres. (...) Así pues, no sufrió en la riqueza, sino en nuestra pobreza. Por consiguiente, no sufrió la plenitud de la divinidad, (...) sino la carne. (...) Trata, pues, de comprender el sentido de la pobreza de Cristo, si quieres ser rico. Trata de comprender el sentido de su debilidad, si quieres obtener la salud. Trata de comprender el sentido de su cruz, si no quieres avergonzarte de ella; el sentido de su herida, si quieres curar las tuyas; el sentido de su muerte, si quieres conseguir la vida eterna; el sentido de su sepultura, si quieres encontrar la resurrección" (Commento a dodici salmi: Saemo, VIII, Milán-Roma 1980, pp. 39-41).




Papa Juan Pablo II:

 Audiencia general de los miércoles
Miércoles 2 de junio de 2004




miércoles, 11 de mayo de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II





SALMO 31
Acción de gracias de un pecador perdonado

Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor
no le apunta el delito.

Mientras callé se consumían mis huesos,
rugiendo todo el día,
porque día y noche tu mano
pesaba sobre mí;
mi savia se me había vuelto un fruto seco.

Había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»,
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

Por eso, que todo fiel te suplique
en el momento de la desgracia:
la crecida de las aguas caudalosas
no lo alcanzará.

Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.

8 -- Te instruiré y te enseñaré el camino que has de seguir,
fijaré en ti mis ojos.

No seáis irracionales como caballos y mulos,
cuyo brío hay que domar con freno y brida;
si no, no puedes acercarte.

10 Los malvados sufren muchas penas;
al que confía en el Señor,
la misericordia lo rodea.

11 Alegraos, justos, y gozad con el Señor;
aclamadlo, los de corazón sincero.






Acción de gracias 
de un pecador perdonado 

1. "Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado". Esta bienaventuranza, con la que comienza el salmo 31, recién proclamado, nos hace comprender inmediatamente por qué la tradición cristiana lo incluyó en la serie de los siete salmos penitenciales. Después de la doble bienaventuranza inicial (cf. vv. 1-2), no encontramos una reflexión genérica sobre el pecado y el perdón, sino el testimonio personal de un convertido.

La composición del Salmo es, más bien, compleja: después del testimonio personal (cf. vv. 3-5) vienen dos versículos que hablan de peligro, de oración y de salvación (cf. vv. 6-7); luego, una promesa divina de consejo (cf. v. 8) y una advertencia (cf. v. 9); por último, un dicho sapiencial antitético (cf. v. 10) y una invitación a alegrarse en el Señor (cf. v. 11).

2. Nos limitamos ahora a comentar algunos elementos de esta composición. Ante todo, el orante describe su dolorosísima situación de conciencia cuando "callaba" (cf. v. 3): habiendo cometido culpas graves, no tenía el valor de confesar a Dios sus pecados. Era un tormento interior terrible, descrito con imágenes impresionantes. Sus huesos casi se consumían por una fiebre desecante, el ardor febril mermaba su vigor, disolviéndolo; y él gemía sin cesar. El pecador sentía que sobre él pesaba la mano de Dios, consciente de que Dios no es indiferente ante el mal perpetrado por su criatura, porque él es el custodio de la justicia y de la verdad.

3. El pecador, que ya no puede resistir, ha decidido confesar su culpa con una declaración valiente, que parece anticipar la del hijo pródigo de la parábola de Jesús (cf. Lc 15, 18). En efecto, ha dicho, con sinceridad de corazón: "Confesaré al Señor mi culpa". Son pocas palabras, pero que brotan de la conciencia; Dios responde a ellas inmediatamente con un perdón generoso (cf. Sal 31, 5).

El profeta Jeremías refería esta llamada de Dios: "Vuelve, Israel apóstata, dice el Señor; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso, dice el Señor. No guardo rencor para siempre. Tan sólo reconoce tu culpa, pues has sido infiel al Señor tu Dios" (Jr 3, 12-13).
De este modo, delante de "todo fiel" arrepentido y perdonado se abre un horizonte de seguridad, de confianza y de paz, a pesar de las pruebas de la vida (cf. Sal 31, 6-7). Puede volver el tiempo de la angustia, pero la crecida de las aguas caudalosas del miedo no prevalecerá, porque el Señor llevará a su fiel a un lugar seguro: "Tú eres mi refugio: me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación" (v. 7).

4. En ese momento, toma la palabra el Señor y promete guiar al pecador ya convertido. En efecto, no basta haber sido purificados; es preciso, luego, avanzar por el camino recto. Por eso, como en el libro de Isaías (cf. Is 30, 21), el Señor promete: "Te enseñaré el camino que has de seguir" (Sal 31, 8) e invita a la docilidad. La llamada se hace apremiante, sazonada con un poco de ironía mediante la llamativa imagen del caballo y del mulo, símbolos de obstinación (cf. v. 9). En efecto, la verdadera sabiduría lleva a la conversión, renunciando al vicio y venciendo su oscura fuerza de atracción. Pero lleva, sobre todo, a gozar de la paz que brota de haber sido liberados y perdonados.

San Pablo, en la carta a los Romanos, se refiere explícitamente al inicio de este salmo para celebrar la gracia liberadora de Cristo (cf. Rm 4, 6-8). Podríamos aplicarlo al sacramento de la reconciliación. En él, a la luz del Salmo, se experimenta la conciencia del pecado, a menudo ofuscada en nuestros días, y a la vez la alegría del perdón. En vez del binomio "delito-castigo" tenemos el binomio "delito-perdón", porque el Señor es un Dios "que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34, 7).

5. San Cirilo de Jerusalén (siglo IV) utilizó el salmo 31 para enseñar a los catecúmenos la profunda renovación del bautismo, purificación radical de todo pecado (Procatequesis n. 15). También él ensalzó, a través de las palabras del salmista, la misericordia divina. Con sus palabras concluimos nuestra catequesis: "Dios es misericordioso y no escatima su perdón. (...) El cúmulo de tus pecados no superará la grandeza de la misericordia de Dios; la gravedad de tus heridas no superará la habilidad del supremo Médico, con tal de que te abandones a él con confianza.
Manifiesta al Médico tu enfermedad, y háblale con las palabras que dijo David: "Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado". Así obtendrás que se hagan realidad estas otras palabras: "Tú has perdonado la maldad de mi corazón"" (Le catechesi, Roma 1993, pp. 52-53).




SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 19 de mayo de 2004

domingo, 1 de mayo de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II




SALMO 29
Acción de gracias por la curación 
de un enfermo en peligro de muerte


2 Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.

Señor, Dios mío, a ti grité,
y tú me sanaste.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo.

Yo pensaba muy seguro:
«No vacilaré jamás».
Tu bondad, Señor, me aseguraba 
el honor y la fuerza;
pero escondiste tu rostro,
y quedé desconcertado.

A ti, Señor, llamé,
supliqué a mi Dios:
10 «¿Qué ganas con mi muerte,
con que yo baje a la fosa?

¿Te va a dar gracias el polvo,
o va a proclamar tu lealtad?
11 Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme».

12 Cambiaste mi luto en danzas,
me desataste el sayal y me has vestido de fiesta;
13 te cantará mi alma sin callarse,
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.





CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. El orante eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, una intensa y ferviente acción de gracias porque lo ha librado del abismo de la muerte. Ese sentimiento resalta con fuerza en el salmo 29, que acaba de resonar no sólo en nuestros oídos, sino también, sin duda, en nuestro corazón.

Este himno de gratitud revela una notable finura literaria y se caracteriza por una serie de contrastes que expresan de modo simbólico la liberación alcanzada gracias al Señor. Así, «sacar la vida del abismo» se opone a «bajar a la fosa» (cf. v. 4); la «bondad de Dios de por vida» sustituye su «cólera de un instante» (cf. v. 6); el «júbilo de la mañana» sucede al «llanto del atardecer» (ib.); el «luto» se convierte en «danza» y el triste «sayal» se transforma en «vestido de fiesta» (v. 12).

Así pues, una vez que ha pasado la noche de la muerte, clarea el alba del nuevo día. Por eso, la tradición cristiana ha leído este salmo como canto pascual. Lo atestigua la cita inicial, que la edición del texto litúrgico de las Vísperas toma de un gran escritor monástico del siglo IV, Juan Casiano: «Cristo, después de su gloriosa resurrección, da gracias al Padre».

2. El orante se dirige repetidamente al «Señor» -por lo menos ocho veces- para anunciar que lo ensalzará (cf. vv. 2 y 13), para recordar el grito que ha elevado hacia él en el tiempo de la prueba (cf. vv. 3 y 9) y su intervención liberadora (cf. vv. 2, 3, 4, 8 y 12), y para invocar de nuevo su misericordia (cf. v. 11). En otro lugar, el orante invita a los fieles a cantar himnos al Señor para darle gracias (cf. v. 5).

Las sensaciones oscilan constantemente entre el recuerdo terrible de la pesadilla vivida y la alegría de la liberación. Ciertamente, el peligro pasado es grave y todavía causa escalofrío; el recuerdo del sufrimiento vivido es aún nítido e intenso; hace muy poco que el llanto se ha enjugado. Pero ya ha despuntado el alba de un nuevo día; en vez de la muerte se ha abierto la perspectiva de la vida que continúa.

3. De este modo, el Salmo demuestra que nunca debemos dejarnos arrastrar por la oscura tentación de la desesperación, aunque parezca que todo está perdido. Ciertamente, tampoco hemos de caer en la falsa esperanza de salvarnos por nosotros mismos, con nuestros propios recursos. En efecto, al salmista le asalta la tentación de la soberbia y la autosuficiencia: «Yo pensaba muy seguro: "No vacilaré jamás"» (v. 7).

Los Padres de la Iglesia comentaron también esta tentación que asalta en los tiempos de bienestar y vieron en la prueba una invitación de Dios a la humildad. Por ejemplo, san Fulgencio, obispo de Ruspe (467-532), en su Carta 3, dirigida a la religiosa Proba, comenta el pasaje del Salmo con estas palabras: «El salmista confesaba que a veces se enorgullecía de estar sano, como si fuese una virtud suya, y que en ello había descubierto el peligro de una gravísima enfermedad. En efecto, dice: "Yo pensaba muy seguro: No vacilaré jamás". Y dado que al decir eso había perdido el apoyo de la gracia divina, y, desconcertado, había caído en la enfermedad, prosigue diciendo: "Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza; pero escondiste tu rostro, y quedé desconcertado". Asimismo, para mostrar que se debe pedir sin cesar, con humildad, la ayuda de la gracia divina, aunque ya se cuente con ella, añade: "A ti, Señor, llamé; supliqué a mi Dios". Por lo demás, nadie eleva oraciones y hace peticiones sin reconocer que tiene necesidades, y sabe que no puede conservar lo que posee confiando sólo en su propia virtud» (Lettere di San Fulgenzio di Ruspe, Roma 1999, p. 113).

4. Después de confesar la tentación de soberbia que le asaltó en el tiempo de prosperidad, el salmista recuerda la prueba que sufrió a continuación, diciendo al Señor: «Escondiste tu rostro, y quedé desconcertado» (v. 8).

El orante recuerda entonces de qué manera imploró al Señor (cf. vv. 9-11): gritó, pidió ayuda, suplicó que le librara de la muerte, aduciendo como razón el hecho de que la muerte no produce ninguna ventaja a Dios, dado que los muertos no pueden ensalzarlo y ya no tienen motivos para proclamar su fidelidad, al haber sido abandonados por él.

Volvemos a encontrar esa misma argumentación en el salmo 87, en el cual el orante, que ve cerca la muerte, pregunta a Dios: «¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en el reino de la muerte?» (Sal 87,12). De igual modo, el rey Ezequías, gravemente enfermo y luego curado, decía a Dios: «Que el seol no te alaba ni la muerte te glorifica (...). El que vive, el que vive, ese te alaba» (Is 38,18-19).

Así expresaba el Antiguo Testamento el intenso deseo humano de una victoria de Dios sobre la muerte y refería diversos casos en los que se había obtenido esta victoria: gente que corría peligro de morir de hambre en el desierto, prisioneros que se libraban de la condena a muerte, enfermos curados, marineros salvados del naufragio (cf. Sal 106,4-32). Sin embargo, no se trataba de victorias definitivas. Tarde o temprano, la muerte lograba prevalecer.

La aspiración a la victoria, a pesar de todo, se ha mantenido siempre y al final se ha convertido en una esperanza de resurrección. La satisfacción de esta fuerte aspiración ha quedado garantizada plenamente con la resurrección de Cristo, por la cual nunca daremos gracias a Dios suficientemente.
[Audiencia general del Miércoles 12 de mayo de 2004]

lunes, 25 de abril de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II




SALMO 26 II
Oración del inocente perseguido

 

Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.

8 
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor,
9
no me escondas tu rostro.

No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones,
Dios de mi salvación.

10
Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá.

11
Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana,
porque tengo enemigos.

12
No me entregues a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí testigos falsos,
que respiran violencia.

13
Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.

14
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.



CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

    1. La liturgia de las Vísperas ha subdividido en dos partes el salmo 26, siguiendo la estructura misma del texto, que se asemeja a un díptico. Acabamos de proclamar la segunda parte de este canto de confianza que se eleva al Señor en el día tenebroso del asalto del mal. Son los versículos 7-14 del salmo, que comienzan con un grito dirigido al Señor: «Escúchame, Señor, que te llamo» (v. 7); luego expresan una intensa búsqueda del Señor, con el temor doloroso a ser abandonado por él (cf. vv. 8-9); y, por último, trazan ante nuestros ojos un horizonte dramático donde fallan incluso los afectos familiares (cf. v. 10), mientras actúan «enemigos» (v. 11), «adversarios» y «testigos falsos» (v. 12).

    Pero también ahora, como en la primera parte del salmo, el elemento decisivo es la confianza del orante en el Señor, que salva en la prueba y sostiene durante la tempestad. Es muy bella, al respecto, la invitación que el salmista se dirige a sí mismo al final: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14; cf. Sal 41,6.12 y 42,5).

    También en otros salmos era viva la certeza de que el Señor da fortaleza y esperanza: «El Señor guarda a sus leales y paga con creces [da su merecido] a los soberbios. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor» (Sal 30,24-25). Y ya el profeta Oseas exhorta así a Israel: «Observa el amor y el derecho, y espera en tu Dios siempre» (Os 12,7).

    2. Ahora nos limitamos a poner de relieve tres elementos simbólicos de gran intensidad espiritual. El primero es negativo: la pesadilla de los enemigos (cf. Sal 26,12). Son descritos como una fiera que «cerca» a su presa y luego, de modo más directo, como «testigos falsos» que parecen respirar violencia, precisamente como las fieras ante sus víctimas.

    Así pues, en el mundo hay un mal agresivo, que tiene a Satanás por guía e inspirador, como recuerda san Pedro: «Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1 P 5,8).

    3. La segunda imagen ilustra claramente la confianza serena del fiel, a pesar de verse abandonado hasta por sus padres: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (Sal 26,10).

    Incluso en la soledad y en la pérdida de los afectos más entrañables, el orante nunca está totalmente solo, porque sobre él se inclina Dios misericordioso. El pensamiento va a un célebre pasaje del profeta Isaías, que atribuye a Dios sentimientos de mayor compasión y ternura que los de una madre: «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15).

    A todas las personas ancianas, enfermas, olvidadas por todos, a las que nadie hará nunca una caricia, recordémosles estas palabras del salmista y del profeta, para que sientan cómo la mano paterna y materna del Señor toca silenciosamente y con amor su rostro sufriente y tal vez bañado en lágrimas.

    4. Así llegamos al tercer símbolo -y último-, reiterado varias veces por el salmo: «Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro» (vv. 8-9). Por tanto, el rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final emerge una certeza indiscutible: la de poder «gozar de la dicha del Señor» (v. 13).

    En el lenguaje de los salmos, a menudo «buscar el rostro del Señor» es sinónimo de entrar en el templo para celebrar y experimentar la comunión con el Dios de Sión. Pero la expresión incluye también la exigencia mística de la intimidad divina mediante la oración. Por consiguiente, en la liturgia y en la oración personal se nos concede la gracia de intuir ese rostro, que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (cf. Ex 33,20). Pero Cristo nos ha revelado, de una forma accesible, el rostro divino y ha prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad -como nos recuerda san Juan- «lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Y san Pablo añade: «Entonces lo veremos cara a cara» (1 Co 13,12).

    5. Comentando este salmo, Orígenes, el gran escritor cristiano del siglo III, escribe: «Si un hombre busca el rostro del Señor, verá sin velos la gloria del Señor y, hecho igual a los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en los cielos» (PG 12, 1281). Y san Agustín, en su comentario a los salmos, continúa así la oración del salmista: «No he buscado de ti ningún premio que esté fuera de ti, sino tu rostro. "Tu rostro buscaré, Señor". Con perseverancia insistiré en esta búsqueda; en efecto, no buscaré algo de poco valor, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, dado que no encuentro nada más valioso. (...) "No rechaces con ira a tu siervo", para que, al buscarte, no encuentre otra cosa. ¿Puede haber una tristeza más grande que esta para quien ama y busca la verdad de tu rostro?» (Esposizioni sui Salmi, 26, 1, 8-9, Roma 1967, pp. 355. 357).


Audiencia general del Miércoles 28 de abril de 2004












sábado, 16 de abril de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

SALMO 26 I
Confianza en Dios ante el peligro


El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?

Cuando me asaltan los malvados
para devorar mi carne,
ellos, enemigos y adversarios,
tropiezan y caen.

Si un ejército acampa contra mí,
mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra,
me siento tranquilo.

Una cosa pido al Señor,
eso buscaré:
habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor,
contemplando su templo.

Él me protegerá en su tienda
el día del peligro;
me esconderá en lo escondido de su morada,
me alzará sobre la roca;

y así levantaré la cabeza
sobre el enemigo que me cerca;
en su tienda sacrificaré
sacrificios de aclamación:
cantaré y tocaré para el Señor.




Confianza en Dios ante el peligro

    1. Nuestro itinerario a lo largo de las Vísperas se reanuda hoy con el salmo 26, que la liturgia distribuye en dos pasajes. Seguiremos ahora la primera parte de este díptico poético y espiritual (cf. vv. 1-6), que tiene como fondo el templo de Sión, sede del culto de Israel. En efecto, el salmista habla explícitamente de "casa del Señor", de "santuario" (v. 4), de "refugio, morada, casa" (cf. vv. 5-6). Más aún, en el original hebreo, estos términos indican más precisamente el "tabernáculo" y la "tienda", es decir, el corazón mismo del templo, donde el Señor se revela con su presencia y su palabra. Se evoca también la "roca" de Sión (cf. v. 5), lugar de seguridad y refugio, y se alude a la celebración de los sacrificios de acción de gracias (cf. v. 6).

    Así pues, si la liturgia es el clima espiritual en el que se encuentra inmerso el salmo, el hilo conductor de la oración es la confianza en Dios, tanto en el día de la alegría como en el tiempo del miedo.

    2. La primera parte del salmo que estamos meditando se encuentra marcada por una gran serenidad, fundada en la confianza en Dios en el día tenebroso del asalto de los malvados. Las imágenes usadas para describir a esos adversarios, los cuales constituyen el signo del mal que contamina la historia, son de dos tipos. Por un lado, parece que hay una imagen de caza feroz: los malvados son como fieras que avanzan para atrapar a su presa y desgarrar su carne, pero tropiezan y caen (cf. v. 2). Por otro, está el símbolo militar de un asalto, realizado por un ejército entero: es una batalla que se libra con gran ímpetu, sembrando terror y muerte (cf. v. 3).

    La vida del creyente con frecuencia se encuentra sometida a tensiones y contestaciones; a veces también a un rechazo e incluso a la persecución. El comportamiento del justo molesta, porque los prepotentes y los perversos lo sienten como un reproche. Lo reconocen claramente los malvados descritos en el libro de la Sabiduría: el justo "es un reproche de nuestros criterios; su sola presencia nos es insufrible; lleva una vida distinta de todos y sus caminos son extraños" (Sb 2, 14-15).

    3. El fiel es consciente de que la coherencia crea aislamiento y provoca incluso desprecio y hostilidad en una sociedad que a menudo busca a toda costa el beneficio personal, el éxito exterior, la riqueza o el goce desenfrenado. Sin embargo, no está solo y su corazón conserva una sorprendente paz interior, porque, como dice la espléndida "antífona" inicial del salmo, "el Señor es mi luz y mi salvación (...); es la defensa de mi vida" (Sal 26, 1). Continuamente repite: "¿A quién temeré? (...) ¿Quién me hará temblar? (...) Mi corazón no tiembla. (...) Me siento tranquilo" (vv. 1-3).

    Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual proclama: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rm 8, 31). Pero la serenidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria.

    4. En efecto, el orante se encomienda a Dios, y su sueño se halla expresado también en otro salmo: "Habitar en la casa del Señor por años sin término" (cf. Sal 22, 6). Allí podrá "gozar de la dulzura del Señor" (Sal 26, 4), contemplar y admirar el misterio divino, participar en la liturgia del sacrificio y elevar su alabanza al Dios liberador (cf. v. 6). El Señor crea en torno a sus fieles un horizonte de paz, que deja fuera el estrépito del mal. La comunión con Dios es manantial de serenidad, de alegría, de tranquilidad; es como entrar en un oasis de luz y amor.

    5. Escuchemos ahora, para concluir nuestra reflexión, las palabras del monje Isaías, originario de Siria, que vivió en el desierto egipcio y murió en Gaza alrededor del año 491. En su Asceticon aplica este salmo a la oración durante la tentación: "Si vemos que los enemigos nos rodean con su astucia, es decir, con la acidia, sea debilitando nuestra alma con los placeres, sea haciendo que no reprimamos nuestra cólera contra el prójimo cuando no obra como debiera; si agravan nuestros ojos para que busquemos la concupiscencia; si quieren inducirnos a gustar los placeres de la gula; si hacen que la palabra del prójimo sea para nosotros como un veneno; si nos impulsan a devaluar la palabra de los demás; si nos inducen a establecer diferencias entre nuestros hermanos, diciendo: "Este es bueno; ese es malo"; por tanto, si todas estas cosas nos rodean, no nos desanimemos; al contrario, gritemos como David, con corazón firme, clamando: "Señor, defensa de mi vida" (Sal 26, 1)" (Recueil ascétique, Bellefontaine 1976, p. 211).




san JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 21 de abril de 2004

miércoles, 6 de abril de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II





SALMO 20, 2-8. 14
Acción de gracias por la victoria del rey

Señor, el rey se alegra por tu fuerza,
¡y cuánto goza con tu victoria!
Le has concedido el deseo de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios.

Te adelantaste a bendecirlo con el éxito,
y has puesto en su cabeza una corona de oro fino.
Te pidió vida, y se la has concedido,
años que se prolongan sin término.

Tu victoria ha engrandecido su fama,
lo has vestido de honor y majestad.
Le concedes bendiciones incesantes,
lo colmas de gozo en tu presencia;
porque el rey confía en el Señor,
y con la gracia del Altísimo no fracasará.

14 Levántate, Señor, con tu fuerza,
y al son de instrumentos cantaremos tu poder.




Acción de gracias 
por la victoria del Rey-Mesías

1. En el salmo 20 la liturgia de las Vísperas ha suprimido la parte que hemos escuchado ahora, omitiendo otra de carácter imprecatorio (cf. vv. 9-13). La parte conservada habla en pasado y en presente de los favores concedidos por Dios al rey, mientras que la parte omitida habla en futuro de la victoria del rey sobre sus enemigos.

El texto que es objeto de nuestra meditación (cf. vv. 2-8. 14) pertenece al género de los salmos reales. Por tanto, en el centro se encuentra la obra de Dios en favor del soberano del pueblo judío representado quizá en el día solemne de su entronización. Al inicio (cf. v. 2) y al final (cf. v. 14) casi parece resonar una aclamación de toda la asamblea, mientras la parte central del himno tiene la tonalidad de un canto de acción de gracias, que el salmista dirige a Dios por los favores concedidos al rey: "Te adelantaste a bendecirlo con el éxito" (v. 4), "años que se prolongan sin término" (v. 5), "fama" (v. 6) y "gozo" (v. 7).

Es fácil intuir que a este canto -como ya había sucedido con los demás salmos reales del Salterio- se le atribuyó una nueva interpretación cuando desapareció la monarquía en Israel. Ya en el judaísmo se convirtió en un himno en honor del Rey-Mesías: así, se allanaba el camino a la interpretación cristológica, que es, precisamente, la que adopta la liturgia.

2. Pero demos primero una mirada al texto en su sentido original. Se respira una atmósfera gozosa y resuenan cantos, teniendo en cuenta la solemnidad del acontecimiento: "Señor, el rey se alegra por tu fuerza, ¡y cuánto goza con tu victoria! (...) Al son de instrumentos cantaremos tu poder" (vv. 2. 14). A continuación, se refieren los dones de Dios al soberano: Dios le ha concedido el deseo de su corazón (cf. v. 3) y ha puesto en su cabeza una corona de oro (cf. v. 4). El esplendor del rey está vinculado a la luz divina que lo envuelve como un manto protector: "Lo has vestido de honor y majestad" (v. 6).

En el antiguo Oriente Próximo se consideraba que el rey estaba rodeado por un halo luminoso, que atestiguaba su participación en la esencia misma de la divinidad. Ciertamente, para la Biblia el soberano es considerado "hijo" de Dios (cf. Sal2, 7), pero sólo en sentido metafórico y adoptivo. Él, pues, debe ser el lugarteniente del Señor al tutelar la justicia. Precisamente con vistas a esta misión, Dios lo rodea de su luz benéfica y de su bendición.

3. La bendición es un tema relevante en este breve himno: "Te adelantaste a bendecirlo con el éxito... Le concedes bendiciones incesantes" (Sal 20, 4. 7). La bendición es signo de la presencia divina que obra en el rey, el cual se transforma así en un reflejo de la luz de Dios en medio de la humanidad.

La bendición, en la tradición bíblica, comprende también el don de la vida, que se derrama precisamente sobre el consagrado: "Te pidió vida, y se la has concedido, años que se prolongan sin término" (v. 5). También el profeta Natán había asegurado a David esta bendición, fuente de estabilidad, subsistencia y seguridad, y David había rezado así: "Dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú, mi Señor, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita" (2 S 7, 29).

4. Al rezar este salmo, vemos perfilarse detrás del retrato del rey judío el rostro de Cristo, rey mesiánico. Él es "resplandor de la gloria" del Padre (Hb 1, 3). Él es el Hijo en sentido pleno y, por tanto, la presencia perfecta de Dios en medio de la humanidad. Él es luz y vida, como proclama san Juan en el prólogo de su evangelio: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1, 4).

En esta línea, san Ireneo, obispo de Lyon, comentando el salmo, aplicará el tema de la vida (cf. Sal 20, 5) a la resurrección de Cristo: "¿Por qué motivo el salmista dice: "Te pidió vida", desde el momento en que Cristo estaba a punto de morir? El salmista anuncia, pues, su resurrección de entre los muertos y que él, resucitado de entre los muertos, es inmortal. En efecto, ha asumido la vida para resurgir, y largo espacio de tiempo en la eternidad para ser incorruptible" (Esposizione della predicazione apostolica, 72, Milán 1979, p. 519).

Basándose en esta certeza, también el cristiano cultiva dentro de sí la esperanza en el don de la vida eterna.

JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 17 de marzo de 2004






jueves, 31 de marzo de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II


SALMO 19
Oración por la victoria del rey

2 
Que te escuche el Señor el día del peligro,
que te sostenga el nombre del Dios de Jacob;
que te envíe auxilio desde el santuario,
que te apoye desde el monte Sión.

Que se acuerde de todas tus ofrendas,
que le agraden tus sacrificios;
que cumpla el deseo de tu corazón,
que dé éxito a todos tus planes.

Que podamos celebrar tu victoria
y en el nombre de nuestro Dios alzar estandartes;
que el Señor te conceda todo lo que le pides.

Ahora reconozco que el Señor
da la victoria a su Ungido,
que lo ha escuchado desde su santo cielo,
con los prodigios de su mano victoriosa.

Unos confían en sus carros,
otros en su caballería;
nosotros invocamos el nombre
del Señor, Dios nuestro.

Ellos cayeron derribados,
nosotros nos mantenemos en pie.

10 Señor, da la victoria al rey
y escúchanos cuando te invocamos.



Oración por la victoria del Rey-Mesías 

    1. La invocación final: «Señor, da la victoria al rey y escúchanos cuando te invocamos» (Sal 19, 10), nos revela el origen del salmo 19, que acabamos de escuchar y que meditaremos ahora. Por consiguiente, nos encontramos ante un salmo real del antiguo Israel, proclamado en el templo de Sión durante un rito solemne. En él se invoca la bendición divina sobre el rey principalmente «en el día del peligro» (v. 2), es decir, en el tiempo en que toda la nación es presa de una angustia profunda a causa de la pesadilla de una guerra. En efecto, se evocan los carros y la caballería (cf. v. 8), que parecen avanzar en el horizonte; a ellos el rey y el pueblo contraponen su confianza en el Señor, que defiende a los débiles, a los oprimidos, a las víctimas de la arrogancia de los conquistadores. 

    Es fácil comprender por qué la tradición cristiana transformó este salmo en un himno a Cristo rey, el «consagrado» por excelencia, «el Mesías» (cf. v. 7). Entra en el mundo sin ejércitos, pero con la fuerza del Espíritu, y lanza el ataque definitivo contra el mal y la prevaricación, contra la prepotencia y el orgullo, contra la mentira y el egoísmo. Resuenan en nuestros oídos, como fondo, las palabras que Cristo pronuncia dirigiéndose a Pilato, emblema del poder imperial terreno: «Sí (...), soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 37). 

    2. Examinando la trama de este salmo, nos percatamos de que revela en filigrana una liturgia celebrada en el templo de Jerusalén. Se encuentra congregada la asamblea de los hijos de Israel, que oran por el rey, jefe de la nación. Más aún, al inicio se vislumbra un rito sacrificial, según el modelo de los diversos sacrificios y holocaustos ofrecidos por el rey al «Dios de Jacob» (Sal 19, 2), que no abandona a «su ungido» (v. 7), sino que lo protege y sostiene. 

    La oración está fuertemente marcada por la convicción de que el Señor es la fuente de la seguridad: realiza el deseo expresado con confianza por el rey y toda la comunidad, a la que el rey está unido por el vínculo de la alianza. Ciertamente, se percibe un clima de guerra, con todos los temores y peligros que suscita. La palabra de Dios no se presenta entonces como un mensaje abstracto, sino como una voz que se adapta a las pequeñas y grandes miserias de la humanidad. Por eso, el salmo refleja el lenguaje militar y el clima que reina en Israel en tiempo de guerra (cf. v. 6), adaptándose así a los sentimientos del hombre que atraviesa dificultades. 

    3. En el texto de este salmo, el versículo 7 marca un cambio. Mientras los versículos anteriores expresan implícitamente peticiones dirigidas a Dios (cf. vv. 2-5), el versículo 7 afirma la certeza de que el Señor ha escuchado las oraciones: «Ahora reconozco que el Señor da la victoria a su ungido, que lo ha escuchado desde su santo cielo». El salmo no precisa en qué signo se basa para llegar a esa conclusión.

     En cualquier caso, expresa netamente un contraste entre la posición de los enemigos, que cuentan con la fuerza material de sus carros y su caballería, y la posición de los israelitas, que ponen su confianza en Dios y, por eso, salen victoriosos. Se piensa espontáneamente en la célebre escena de David y Goliat: frente a las armas y a la prepotencia del guerrero filisteo, el joven hebreo opone la invocación del nombre del Señor, que protege a los débiles e inermes. En efecto, David dice a Goliat: «Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre del Señor de los ejércitos. (...) El Señor no salva por la espada ni por la lanza, porque del Señor es el combate» (1 Sam 17, 45-47).

     4. El salmo, a pesar de aludir a una circunstancia histórica concreta, vinculada a la lógica de la guerra, puede convertirse en una invitación a no dejarse arrastrar nunca por la violencia. También Isaías exclamaba: «¡Ay de los que se apoyan en la caballería, y confían en los carros porque abundan y en los jinetes porque son muchos; mas no han puesto su mirada en el Santo de Israel, ni han buscado al Señor» (Is 31, 1). 

    A toda forma de maldad el justo opone la fe, la benevolencia, el perdón, el ofrecimiento de paz. El apóstol san Pablo exhortará a los cristianos: «No devolváis a nadie mal por mal; procurad hacer el bien ante todos los hombres» (Rm 12, 17). Y san Eusebio de Cesarea (siglos III-IV), historiador de la Iglesia de los primeros siglos, comentando este salmo, ensanchará su mirada también al mal de la muerte, que el cristiano sabe que puede vencer por obra de Cristo: «Todas las potencias adversas y los enemigos de Dios ocultos e invisibles, puestos en fuga por el mismo Salvador, caerán derrotados. En cambio, todos los que hayan recibido la salvación, resucitarán de su antigua caída. Por eso, Simeón decía: “Este está puesto para caída y resurrección de muchos”, es decir, para la derrota de sus adversarios y enemigos, y para la resurrección de los que habían caído pero ahora han sido resucitados por él» (PG 23, 197).


JUAN PABLO II 
AUDIENCIA GENERAL 
Miércoles 10 de marzo de 2004

martes, 22 de marzo de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II


SALMO 14
¿Quién es justo ante el Señor?




Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo?

El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua,

el que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor,

el que no retracta lo que juró
aun en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.

El que así obra nunca fallará.

Jesús es condenado a muerte

¿Quién es justo ante el Señor?

    1. Los estudiosos de la Biblia clasifican con frecuencia el salmo 14, objeto de nuestra reflexión de hoy, como parte de una "liturgia de ingreso". Como sucede en algunas otras composiciones del Salterio (cf., por ejemplo, los salmos 23, 25 y 94), se puede pensar en una especie de procesión de fieles, que llega a las puertas del templo de Sión para participar en el culto. En un diálogo ideal entre los fieles y los levitas, se delinean las condiciones indispensables para ser admitidos a la celebración litúrgica y, por consiguiente, a la intimidad divina.

    En efecto, por una parte, se plantea la pregunta: "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?" (Sal 14, 1). Por otra, se enumeran las cualidades requeridas para cruzar el umbral que lleva a la "tienda", es decir, al templo situado en el "monte santo" de Sión. Las cualidades enumeradas son once y constituyen una síntesis ideal de los compromisos morales fundamentales recogidos en la ley bíblica (cf. vv. 2-5).

    2. En las fachadas de los templos egipcios y babilónicos a veces se hallaban grabadas las condiciones requeridas para el ingreso en el recinto sagrado. Pero conviene notar una diferencia significativa con las que sugiere nuestro salmo. En muchas culturas religiosas, para ser admitidos en presencia de la divinidad, se requería sobre todo la pureza ritual exterior, que implicaba abluciones, gestos y vestiduras particulares.

    En cambio, el salmo 14 exige la purificación de la conciencia, para que sus opciones se inspiren en el amor a la justicia y al prójimo. Por ello, en estos versículos se siente vibrar el espíritu de los profetas, que con frecuencia invitan a conjugar fe y vida, oración y compromiso existencial, adoración y justicia social (cf. Is 1, 10-20; 33, 14-16; Os 6, 6; Mi 6, 6-8; Jr 6, 20).

    Escuchemos, por ejemplo, la vehemente reprimenda del profeta Amós, que denuncia en nombre de Dios un culto alejado de la vida diaria: "Yo detesto, desprecio vuestras fiestas; no me gusta el olor de vuestras reuniones solemnes. Si me ofrecéis holocaustos, no me complazco en vuestras oblaciones, ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados. (...) ¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne!" (Am 5, 21-24).

    3. Veamos ahora los once compromisos enumerados por el salmista, que podrán constituir la base de un examen de conciencia personal cuando nos preparemos para confesar nuestras culpas a fin de ser admitidos a la comunión con el Señor en la celebración litúrgica.

    Los tres primeros compromisos son de índole general y expresan una opción ética: seguir el camino de la integridad moral, de la práctica de la justicia y, por último, de la sinceridad perfecta al hablar (cf. Sal 14, 2).

    Siguen tres deberes que podríamos definir de relación con el prójimo: eliminar la calumnia de nuestra lengua, evitar toda acción que pueda causar daño a nuestro hermano, no difamar a los que viven a nuestro lado cada día (cf. v. 3).

    Viene luego la exigencia de una clara toma de posición en el ámbito social: considerar despreciable al impío y honrar a los que temen al Señor.

    Por último, se enumeran los últimos tres preceptos para examinar la conciencia: ser fieles a la palabra dada, al juramento, incluso en el caso de que se sigan consecuencias negativas para nosotros; no prestar dinero con usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de estrangular la vida de muchas personas; y, por último, evitar cualquier tipo de corrupción en la vida pública, otro compromiso que es preciso practicar con rigor también en nuestro tiempo (cf. v. 5).

    4. Seguir este camino de decisiones morales auténticas significa estar preparados para el encuentro con el Señor. También Jesús, en el Sermón de la montaña, propondrá su propia "liturgia de ingreso" esencial: "Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda" (Mt 5, 23-24).

    Como concluye nuestra plegaria, quien actúa del modo que indica el salmista "nunca fallará" (Sal 14, 5). San Hilario de Poitiers, Padre y Doctor de la Iglesia del siglo IV, en su Tractatus super Psalmos, comenta así esta afirmación final del salmo, relacionándola con la imagen inicial de la tienda del templo de Sión. "Quien obra de acuerdo con estos preceptos, se hospeda en la tienda, habita en el monte. Por tanto, es preciso guardar los preceptos y cumplir los mandamientos.
Debemos grabar este salmo en lo más íntimo de nuestro ser, escribirlo en el corazón, anotarlo en la memoria. Debemos confrontarnos de día y de noche con el tesoro de su rica brevedad. Y así, adquirida esta riqueza en el camino hacia la eternidad y habitando en la Iglesia, podremos finalmente descansar en la gloria del cuerpo de Cristo" (PL 9, 308).


Papa Juan Pablo II:
 Audiencia general de los miércoles
Miércoles 4 de febrero de 2004





viernes, 18 de marzo de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II


SALMO 10

El Señor, esperanza del justo




Al Señor me acojo, ¿por qué me decís:
«Escapa como un pájaro al monte,
porque los malvados tensan el arco,
ajustan las saetas a la cuerda,
para disparar en la sombra contra los buenos?
3 Cuando fallan los cimientos,
¿qué podrá hacer el justo?»

Pero el Señor está en su templo santo,
el Señor tiene su trono en el cielo;
sus ojos están observando,
sus pupilas examinan a los hombres.

El Señor examina a inocentes y culpables,
y al que ama la violencia él lo odia.
Hará llover sobre los malvados ascuas y azufre,
les tocará en suerte un viento huracanado.

Porque el Señor es justo y ama la justicia:
los buenos verán su rostro.



El Señor, esperanza del justo 

1. Prosigue nuestra reflexión sobre los textos de los salmos, que constituyen el elemento sustancial de la Liturgia de las Vísperas. El que hemos hecho resonar en nuestros corazones es el salmo 10, una breve plegaria de confianza que, en el original hebreo, está marcada por el nombre sagrado de Dios: Adonai, el Señor. Este nombre aparece al inicio (cf. v. 1), se repite tres veces en el centro del salmo (cf. vv. 4-5) y se encuentra de nuevo al final (cf. v. 7). La tonalidad espiritual de todo el canto queda muy bien reflejada en el versículo conclusivo: "El Señor es justo y ama la justicia". Esta es la raíz de toda confianza y la fuente de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba. Dios no es indiferente ante el bien y el mal; es un Dios bueno, y no un hado oscuro, indescifrable y misterioso. 

2. El salmo se desarrolla fundamentalmente en dos escenas. En la primera (cf. vv. 1-3) se describe a los malvados en su triunfo aparente. Se presentan con imágenes tomadas de la guerra y la caza: los perversos tensan su arco de guerra o de caza para herir violentamente a sus víctimas, es decir, a los fieles (cf. v. 2). Estos últimos, por ello, se ven tentados por la idea de escapar y librarse de una amenaza tan implacable. Quisieran huir "como un pájaro al monte" (v. 1), lejos del remolino del mal, del asedio de los malvados, de las flechas de las calumnias lanzadas a traición por los pecadores. A los fieles, que se sienten solos e impotentes ante la irrupción del mal, les asalta la tentación del desaliento. Les parece que han quedado alterados los cimientos del orden social justo y minadas las bases mismas de la convivencia humana (cf. v. 3). 

3. Pero entonces se produce un vuelco, descrito en la segunda escena (cf. vv. 4-7). El Señor, sentado en su trono celeste, abarca con su mirada penetrante todo el horizonte humano. Desde ese mirador trascendente, signo de la omnisciencia y la omnipotencia divina, Dios puede observar y examinar a toda persona, distinguiendo el bien del mal y condenando con vigor la injusticia (cf. vv. 4-5). Es muy sugestiva y consoladora la imagen del ojo divino cuya pupila está fija y atenta a nuestras acciones. El Señor no es un soberano lejano, encerrado en su mundo dorado, sino una Presencia vigilante que está a favor del bien y de la justicia. Ve y provee, interviniendo con su palabra y su acción. El justo prevé que, como aconteció con Sodoma (cf. Gn 19, 24), el Señor "hará llover sobre los malvados ascuas y azufre" (Sal 10, 6), símbolos del juicio de Dios que purifica la historia, condenando el mal. Los malvados, heridos por esta lluvia ardiente, que prefigura su destino último, experimentan por fin que "hay un Dios que hace justicia en la tierra" (Sal 57, 12). 

4. El salmo, sin embargo, no concluye con este cuadro trágico de castigo y condena. El último versículo abre el horizonte a la luz y a la paz destinadas a los justos, que contemplarán a su Señor, juez justo, pero sobre todo liberador misericordioso: "Los buenos verán su rostro" (Sal 10, 7). Se trata de una experiencia de comunión gozosa y de confianza serena en Dios, que libra del mal. Innumerables justos, a lo largo de la historia, han hecho una experiencia semejante. Muchas narraciones describen la confianza de los mártires cristianos ante los tormentos y su firmeza, que les daba fuerzas para resistir la prueba. En los Hechos de Euplo, diácono de Catania, que murió hacia el año 304 bajo el emperador Diocleciano, el mártir irrumpe espontáneamente en esta serie de plegarias: "¡Gracias, oh Cristo!, protégeme, porque sufro por ti... Adoro al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Adoro a la santísima Trinidad... ¡Gracias, oh Cristo! ¡Ven en mi ayuda, oh Cristo! Por ti sufro, oh Cristo... Es grande tu gloria, oh Señor, en los siervos que te has dignado llamar a ti... Te doy gracias, Señor Jesucristo, porque tu fuerza me ha consolado; no has permitido que mi alma pereciera con los malvados, y me has concedido la gracia de tu nombre. Ahora confirma lo que has hecho en mí, para que quede confundido el descaro del Adversario" (A. Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 72-73).



JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL

 Miércoles 28 de enero de 2004