lunes, 25 de abril de 2016

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II




SALMO 26 II
Oración del inocente perseguido

 

Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.

8 
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor,
9
no me escondas tu rostro.

No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones,
Dios de mi salvación.

10
Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá.

11
Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana,
porque tengo enemigos.

12
No me entregues a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí testigos falsos,
que respiran violencia.

13
Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.

14
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.



CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

    1. La liturgia de las Vísperas ha subdividido en dos partes el salmo 26, siguiendo la estructura misma del texto, que se asemeja a un díptico. Acabamos de proclamar la segunda parte de este canto de confianza que se eleva al Señor en el día tenebroso del asalto del mal. Son los versículos 7-14 del salmo, que comienzan con un grito dirigido al Señor: «Escúchame, Señor, que te llamo» (v. 7); luego expresan una intensa búsqueda del Señor, con el temor doloroso a ser abandonado por él (cf. vv. 8-9); y, por último, trazan ante nuestros ojos un horizonte dramático donde fallan incluso los afectos familiares (cf. v. 10), mientras actúan «enemigos» (v. 11), «adversarios» y «testigos falsos» (v. 12).

    Pero también ahora, como en la primera parte del salmo, el elemento decisivo es la confianza del orante en el Señor, que salva en la prueba y sostiene durante la tempestad. Es muy bella, al respecto, la invitación que el salmista se dirige a sí mismo al final: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14; cf. Sal 41,6.12 y 42,5).

    También en otros salmos era viva la certeza de que el Señor da fortaleza y esperanza: «El Señor guarda a sus leales y paga con creces [da su merecido] a los soberbios. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor» (Sal 30,24-25). Y ya el profeta Oseas exhorta así a Israel: «Observa el amor y el derecho, y espera en tu Dios siempre» (Os 12,7).

    2. Ahora nos limitamos a poner de relieve tres elementos simbólicos de gran intensidad espiritual. El primero es negativo: la pesadilla de los enemigos (cf. Sal 26,12). Son descritos como una fiera que «cerca» a su presa y luego, de modo más directo, como «testigos falsos» que parecen respirar violencia, precisamente como las fieras ante sus víctimas.

    Así pues, en el mundo hay un mal agresivo, que tiene a Satanás por guía e inspirador, como recuerda san Pedro: «Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1 P 5,8).

    3. La segunda imagen ilustra claramente la confianza serena del fiel, a pesar de verse abandonado hasta por sus padres: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (Sal 26,10).

    Incluso en la soledad y en la pérdida de los afectos más entrañables, el orante nunca está totalmente solo, porque sobre él se inclina Dios misericordioso. El pensamiento va a un célebre pasaje del profeta Isaías, que atribuye a Dios sentimientos de mayor compasión y ternura que los de una madre: «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15).

    A todas las personas ancianas, enfermas, olvidadas por todos, a las que nadie hará nunca una caricia, recordémosles estas palabras del salmista y del profeta, para que sientan cómo la mano paterna y materna del Señor toca silenciosamente y con amor su rostro sufriente y tal vez bañado en lágrimas.

    4. Así llegamos al tercer símbolo -y último-, reiterado varias veces por el salmo: «Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro» (vv. 8-9). Por tanto, el rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final emerge una certeza indiscutible: la de poder «gozar de la dicha del Señor» (v. 13).

    En el lenguaje de los salmos, a menudo «buscar el rostro del Señor» es sinónimo de entrar en el templo para celebrar y experimentar la comunión con el Dios de Sión. Pero la expresión incluye también la exigencia mística de la intimidad divina mediante la oración. Por consiguiente, en la liturgia y en la oración personal se nos concede la gracia de intuir ese rostro, que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (cf. Ex 33,20). Pero Cristo nos ha revelado, de una forma accesible, el rostro divino y ha prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad -como nos recuerda san Juan- «lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Y san Pablo añade: «Entonces lo veremos cara a cara» (1 Co 13,12).

    5. Comentando este salmo, Orígenes, el gran escritor cristiano del siglo III, escribe: «Si un hombre busca el rostro del Señor, verá sin velos la gloria del Señor y, hecho igual a los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en los cielos» (PG 12, 1281). Y san Agustín, en su comentario a los salmos, continúa así la oración del salmista: «No he buscado de ti ningún premio que esté fuera de ti, sino tu rostro. "Tu rostro buscaré, Señor". Con perseverancia insistiré en esta búsqueda; en efecto, no buscaré algo de poco valor, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, dado que no encuentro nada más valioso. (...) "No rechaces con ira a tu siervo", para que, al buscarte, no encuentre otra cosa. ¿Puede haber una tristeza más grande que esta para quien ama y busca la verdad de tu rostro?» (Esposizioni sui Salmi, 26, 1, 8-9, Roma 1967, pp. 355. 357).


Audiencia general del Miércoles 28 de abril de 2004












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