Sólo poseemos noticias ciertas acerca de su muerte y de su solemne canonización -por parte del mismo Jesucristo-, no repetida en la historia de la Santidad. En Marcos 15, 27s. y Lucas 23, 39-43 podemos leer: "Y con Él crucificaron dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda de Él. Y fue cumplida la Escritura que dice: Y fue contado entre los inicuos. Uno de los malhechores le insultaba diciendo: ¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a Ti mismo y a nosotros. Mas el otro, respondiendo, le reconvenía diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros, la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas Éste nada ha hecho; y decía a Jesús Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza. Díjole: En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso".
Como hemos indicado al principio, nada más sabemos de San Dimas con certeza histórica, pues son unas actas, aunque muy antiguas, apócrifas las que iniciaron la leyenda sobre el mismo, que todos hemos oído relatar alguna vez.
La Sagrada Familia, según nos narra la Biblia, se vio obligada a huir a Egipto, debido al peligro que corría la vida de Jesús, por la persecución de los niños menores de dos años que Herodes el Grande había decretado. En cierta ocasión en que los soldados del rey -y empieza aquí la narración apócrifa- estaban sobre la pista de la Familia Santa, y cuando ya les andaban muy cerca, José y María encontraron una casa en la que fácilmente se podrían esconder, si les dejaban entrar.
Esta casa era la que habitaba Dimas con los suyos. José les pide que los escondan, pues los soldados del rey con sus caballos, mucho más veloces que el sencillo borrico que montan, ya casi les dan alcance. Pero los habitantes de aquella casa se niegan a ello. En este momento sale el joven Dimas, que seguramente por su carácter y decisión gozaba entre sus camaradas de gran autoridad, y dispone que se queden y les esconde en un lugar tan oculto que la policía romana no consigue descubrirlos, ni puede detenerlos. Jesús promete a Dimas, agradecido, que su acto no quedará sin recompensa, y le anuncia que volverán a verse en otra ocasión y aún en peores condiciones, y entonces será Él, Cristo, quien ayudará a su benigno protector.
De este modo terminan su narración las actas apócrifas. Explicación suficiente, sin embargo, para observar en ella una diferencia total entre las leyendas atribuidas a Jesús, y la sobriedad evangélica, aun en los momentos más sublimes en que para confirmar su doctrina, Jesucristo obra algunos de sus milagros. Por esta razón nos ceñiremos a continuación al relato evangélico, Palabra Viva, que nos conduce a importantes enseñanzas. ¿A qué fue debida la conversión de Dimas, un ladrón, un malhechor, que seguramente en toda su vida no había visto a Jesús, aunque hubiera oído hablar de Él, como de alguien grande, misteriosamente poderoso y enigmático para muchos?
Porque en la cruz, Dimas se nos presenta ya convertido, como creyente en la divinidad de Cristo: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio?». Un autor moderno atribuye la conversión de Dimas a la mirada de Jesucristo, la mirada clara de Cristo; en su cara abofeteada, escupida y demacrada, la mirada que había obrado tantos prodigios y que convertía al que se adentraba en ella con corazón limpio, en seguidor y discípulo...
Y el corazón de Dimas debía ser limpio, a pesar de todos sus delitos. Inclinado al robo quizá por circunstancias externas, circunstancias tal vez de tipo social, había sabido conservar, empero, cierto cariño a los que le rodeaban, y un respeto sincero a sus padres y a las vidas de los demás.
Y Dios, por la Sangre de su Hijo que estaba a punto de derramarse, le premiaba lo bueno que había hecho y le perdonaba lo malo. Y en su Amor insondable -Dios es Amor- le había concedido las gracias suficientes y necesarias para aquel acto profundo de fe. Y a continuación el gran acto de sometimiento a la Voluntad de Dios y a la justicia de los hombres: «Nosotros, la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos»; y después, en aquellos momentos solemnes, alrededor de los cuales gira toda la Historia, quiera el hombre reconocerlo o no, la petición confiada, anhelante a su Dios, que por él, con él y también por nosotros moría en una cruz: «Acuérdate de mí, cuando vinieres en la gloria de tu realeza». Y de labios del mismo Cristo oye Dimas las palabras santificadoras: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
He aquí un Santo original: hasta poco antes de morir, un ladrón, un malhechor, de familia seguramente innoble, sin ningún milagro en su haber, que puede ser, para nosotros, un magnífico tema de profunda meditación.
En la Iglesia Ortodoxa Rusa, tanto las cruces como los crucifijos se representan con tres barras horizontales, la más alta es el titulus crucis (la inscripción que Poncio Pilatos mandó poner sobre la cabeza de Cristo en latín, griego y hebreo: "Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos"), la segunda más larga representa el madero sobre el que fueron clavados las manos de Jesús y la más baja, oblicua, señala hacia arriba al Buen Ladrón y hacia abajo al Mal Ladrón.
Oh bienaventurado ladrón, que recibiste la gracia de compartir los sufrimientos de mi Salvador. Junto a Jesús clavado en su cruz estabas tú, donde hubiera querido estar yo: pecador arrepentido, y compasivo. Tu cabeza inclinada hacia el divino crucificado es también la imagen de la mía. La mayoría de los hombres han amado a Cristo en sus milagros y en su gloria. Pero tú le has amado en su abandono, en sus dolores, en su agonía. Obtenme a mí, que también soy ladrón, que a la hora de mi muerte reciba piedad, y ternura, y que los últimos latidos de mi pobre corazón sean como el tuyo, en unión de amor con el de Cristo Jesús muriendo por nosotros. Amén.
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