ANTIGUO TESTAMENTO
PENTATEUCO
El libro de Josué mira en dos direcciones: hacia atrás, completando la salida de Egipto con la entrada en Canaán; y hacia adelante, inaugurando una nueva etapa en la vida del pueblo con el paso a la vida sedentaria.
Por lo primero, algunos añaden este libro al Pentateuco y hablan de un «Hexateuco». Sin la figura y obra de Josué, la epopeya de Moisés queda violentamente truncada. Con el libro de Josué, el libro del Éxodo alcanza su conclusión natural.
Por lo segundo, otros juntan este libro a los siguientes, para formar una obra que llaman Historia Deuteronomística –Por su parentesco espiritual con el libro del Deuteronomio–. A esta obra pertenecerían varios elementos narrativos del Deuteronomio, que preparan la sucesión de Josué.
Intención del autor
El autor tardío que compuso este libro, valiéndose de materiales existentes, se guió por el principio de simplificar. Lo que, seguramente, fue un proceso lento y diversificado en la tierra prometida, está visto como un esfuerzo colectivo bajo una dirección única: todo el pueblo a las órdenes de Josué.
Como sucesor de Moisés, tendrá que cumplir sus órdenes, llevar a término la empresa, imitar a su jefe. La tarea de Josué es doble: conquistar la tierra y repartirla entre las tribus. En otros términos: el paso de la vida seminómada a la vida sedentaria, de una cultura pastoral y trashumante a una cultura agrícola y urbana. Un proceso lento, secular, se reduce épicamente a un impulso bélico y un reparto único. Una penetración militar, una campaña al sur y otra al norte, y la conquista está concluida en pocos capítulos y en una carrera triunfal.
Historia y arqueología
La simplificación del libro no da garantías de historicidad. El autor no es un historiador sino un teólogo. A la fidelidad a la alianza, Dios responde con su mano poderosa a favor del pueblo, de ahí que todo aparece fácil y prodigioso: el río Jordán se abre para dar paso a Israel y todos los obstáculos van cayendo, hasta las mismas murallas de Jericó que se desploman al estallido de las trompetas.
La historia y la arqueología, sin embargo, nos dan el marco en el que podrían haber sucedido los hechos y relatos narrados. La época en la que mejor encaja el movimiento de los israelitas es el s. XIII a.C. Un cambio histórico sacudió a los imperios que mantenían un equilibrio de fuerzas en el Medio Oriente, sumiéndolos en la decadencia y abriendo las puertas a nuevos oleajes migratorios. Es también el tiempo en que fermenta una nueva cultura. La edad del Hierro va sucediendo a la del Bronce; la lengua aramea se va extendiendo y ganando prestigio.
Por el lado del desierto empujan las tribus nómadas, como el viento las dunas. Por todas partes se infiltran estas tribus, con movimientos flexibles, para saquear o en busca de una vida sedentaria, fija y segura. Entre estos nómadas vienen los israelitas y van penetrando las zonas de Palestina por infiltración pacífica y asentamientos estables a lo largo de un par de generaciones. Una vez dentro, se alzan en armas y desbancan la hegemonía de las ciudades-estado.
La figura de Josué
El libro lo presenta como continuador y como imitador de Moisés. Con todo, la distancia entre ambos es incolmable. Josué no promulga leyes en nombre de Dios. Tiene que cumplir órdenes y encargos de Moisés o contenidos en la Ley. Pero, sobre todo, no goza de la misma intimidad con Dios. Al contrario, la figura de Josué es tan apagada como esquemática.
El autor o autores se han preocupado de irlo introduciendo en el relato, como colaborador de Moisés en el Sinaí, en momentos críticos del desierto, para ser nombrado, finalmente, su sucesor.
Fuera del libro llama la atención su ausencia donde esperábamos encontrarlo: ni él ni sus hazañas se enumeran en los recuentos clásicos de 1 Sm 12; Sal 78; 105; 106. Tampoco figura en textos que se refieren a la ocupación de la tierra: Sal 44; 68; 80.
Mensaje religioso
El libro de Josué presenta un grave problema ético para el lector de hoy. ¿Cómo se justifica la invasión de territorios ajenos, la conquista por la fuerza, la matanza de reyes, gente inocente y poblaciones enteras, que el narrador parece conmemorar con gozo exultante?
Es probable que no haya existido tal conquista violenta ni tales matanzas colectivas, sino que los israelitas se hayan infiltrado pacíficamente y defendido, quizás excesivamente, cuando atacados. Si los hechos fueron más pacíficos que violentos, ¿por qué contarlos de esta manera? ¿Por qué aureolar a Josué con un cerco de sangre inocente? Por si fuera poco, todo es atribuido a Dios, que da las órdenes y asiste a la ejecución.
¿En qué sentido es Dios un Dios liberador? Hay un territorio pacíficamente habitado y cultivado por los cananeos: ¿con qué derecho se apoderan de él los israelitas, desalojando a sus dueños por la fuerza? La respuesta del libro es que Dios se lo entrega. Lo cual hace aún más difícil la lectura.
La lectura de este libro y de otros episodios parecidos del Antiguo Testamento deja colgando estas preguntas. Pero, ni este relato de la conquista ni la historia Deuteronómica son la última palabra. Por encima del «Yehoshuá» (Josué) de este libro, está el «Yehoshuá» (Jesús) de Nazaret, que Dios pronuncia y es la primera y última palabra de toda la historia.
El pueblo de Israel es escogido por Dios en el estadio de barbarie cultural en que se encuentra y conducido a un proceso de maduración, dejando actuar la dialéctica de la historia. Acepta, aunque no justifica, la ejecución humana torpe de un designio superior. Y éste es el mensaje del libro: por encima de Moisés y de Josué, garantizando la continuidad de mando y empresa, se alza el protagonismo de Dios. La tierra es promesa de Dios, es decir, ya era palabra antes de ser hecho, y será hecho en virtud de aquella palabra. Jesús de Nazaret ha dado toda su dimensión a esta palabra-promesa de Dios con respecto a la tierra: es de todos, para ser compartida por todos en la paz y solidaridad que produce un amor sin fronteras.
Fuente: La BIBLIA de NUESTRO PUEBLO
Texto: LUIS ALONSO SCHÖKE
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