«Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti»
La santa Iglesia, aunque diversa en la multiplicidad de las personas, está unificada por el fuego del Espíritu Santo. Si, materialmente, aparece formada por muchas familias, el misterio de su unidad profunda no puede hacerle perder nada de su integridad: «Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado», dice san Pablo (Rm 5,5). Este Espíritu, sin duda alguna, es uno y múltiple al mismo tiempo, uno en la esencia de su majestad, múltiple en los dones y carismas concedidos a la santa Iglesia que él llena con su presencia. Y este Espíritu es quien da a la Iglesia el poder ser, a la vez, una en su extensión universal y toda entera en cada uno de sus miembros...
Así pues, si los que creen en Cristo son uno, donde sea que uno de ellos se encuentre físicamente, el cuerpo de la Iglesia se encuentra todo entero allí por el misterio sacramental. Y todo lo que se puede decir del cuerpo entero se puede decir de cada uno de los miembros... Por eso, cuando se juntan distintos fieles, pueden decir: «Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado; protege mi vida que soy un fiel tuyo» (Sl 85,1). Y cuando estamos solos podemos muy bien cantar:»Aclamad a Dios, nuestra fuerza; dad vítores al Dios de Jacob» (Sl 80,2). Y no está fuera de lugar decir todos juntos: «Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca» (Sl 33,2), ni, cuando me encuentro solo, exclamar: «Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre» (Sl 33,4) y muchas otras expresiones parecidas. La soledad no priva a nadie de hablar en plural, y una multad de fieles puede muy bien expresarse en singular. El poder del Espíritu Santo que habita en cada uno de los fieles y los envuelve agrupándolos, hace que aquí haya una soledad bien poblada, y allá, una multitud que no forma más que una unidad.
Así pues, si los que creen en Cristo son uno, donde sea que uno de ellos se encuentre físicamente, el cuerpo de la Iglesia se encuentra todo entero allí por el misterio sacramental. Y todo lo que se puede decir del cuerpo entero se puede decir de cada uno de los miembros... Por eso, cuando se juntan distintos fieles, pueden decir: «Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado; protege mi vida que soy un fiel tuyo» (Sl 85,1). Y cuando estamos solos podemos muy bien cantar:»Aclamad a Dios, nuestra fuerza; dad vítores al Dios de Jacob» (Sl 80,2). Y no está fuera de lugar decir todos juntos: «Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca» (Sl 33,2), ni, cuando me encuentro solo, exclamar: «Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre» (Sl 33,4) y muchas otras expresiones parecidas. La soledad no priva a nadie de hablar en plural, y una multad de fieles puede muy bien expresarse en singular. El poder del Espíritu Santo que habita en cada uno de los fieles y los envuelve agrupándolos, hace que aquí haya una soledad bien poblada, y allá, una multitud que no forma más que una unidad.
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