María nos acompaña en el dolor, en el sufrimiento. Acudamos siempre a Ella
«Si un día el dolor llama a tu puerta no se la cierres ni se la atranques: ábresela de par en par, siéntalo en el sitial del huésped escogido, y sobre todo no grites ni te lamentes, porque tus gritos impedirían oír sus palabras, y el dolor siempre tiene algo que decirnos, siempre trae consigo un mensaje y una revelación»
(Salvaneschi, Consolación)
Una capacidad inmensa de sufir
Si nos situamos en los ojos de la Madre, en su mirar nos haremos cargo del misterio. Pero antes debemos sortear un escollo: la tendencia a pensar que Jesús y María eran insensibles; que a ellos no les dolía tanto como a nosotros lo que nos hace sufrir: ¡como Jesucristo es Dios y santísima su Madre...!
Santo Tomás de Aquino asegura que «Cristo estaba dotado de un cuerpo perfectísimamente complexionado, puesto que había sido formado milagrosamente por obra del Espíritu Santo, y las cosas hechas por milagro son más perfectas que las demás [recuerdo del espléndido vino de las bodas de Caná]. Por ello poseyó una sensibilidad exquisita en el tacto, de cuya percepción se sigue el dolor. También en su alma con sus facultades inferiores, percibió eficacísimamente todas las causas de tristeza». A esta consideración se añade que Cristo tomó voluntariamente dolores proporcionados a la grandeza del fruto que de ellos se había de seguir. Y así -concluye Tomás- «el dolor de Cristo fue el mayor de todos los dolores».
Los corazones de Jesús y de María eran de carne, como la nuestra. Sentían y amaban a nuestro modo, aunque sin las mixturas extrañas de la concupiscencia desquiciada. El Corazón de Jesús y el Corazón de María fueron sumamente aptos para sufrir de veras. Sin duda, les herían el corazón un sin número de eventos grandes y pequeños que menudeaban en torno suyo. El ámbito en el que vivieron tantos años aquí en la tierra, no era, ciertamente, un paraíso. «¿De Nazaret puede salir algo bueno?», se decía. La sensibilidad exquisita de María, su finísimo tacto espiritual, debió de ser para Ella fuente de continuo e íntimo dolor, aunque oculto bajo su sonrisa habitual.
Tendía a discurrir, a sopesar las cosas, a ponderarlas en el corazón, poniendo en juego sus excelentes facultades a la luz de la fe. Ciertamente, lo más grave que existe es la realidad del pecado; es un peso que apelmaza, que gravita sobre toda criatura humana que pisa este mundo, excepción hecha de Jesús y María. A pesar de ello, con un poco de fe y un poco de amor (que quisiera ser muy grande) a Jesucristo, sufrimos cuando vemos que se le maltrata, en ocasiones de un modo blasfemo. Nos duele ver cómo se maltrata el sacerdocio, el matrimonio, la familia, las leyes de Dios. Cuanto más santa es una persona, tanto más sufre en este mundo tan mimado por Dios y tan maltratado por los hombres. ¡Cuánto sufriría el Corazón de María en su andar terreno! Asomarse a su hondura causa un dulce vértigo. Es el más ancho y hondo que cabe. ¿Qué será contemplarlo lleno de dolor?
Siendo Madre de Dios hubo de alcanzar un extremo de amor inimaginable. Cuántas veces exclamaba:«¡Hijo mío!», siendo su hijo, Dios; y Ella, una mujer. Debió estar dotada de sensibilidad única. Bien sabemos que por encima de su amor, sólo se encuentra el humano de Cristo y el divino de Dios, Uno y Trino. Una madre ama tanto más a su hijo cuanto más perfecto es (bueno, simpático, guapo, cariñoso, alegre...), aunque los pequeñitos, feos y adustos llenen también un corazón materno (cada hijo tiene su encanto, su bondad patente a los ojos de la madre). Pero el Hijo de Santa María era rigurosamente perfecto: perfecto Dios y perfecto Hombre; reúne en sí toda perfección humana y toda perfección divina; es la Persona infinitamente amable. Toda la capacidad de amar que poseía la Virgen, toda entera estaba como en pie, en acto, en juego, hasta donde ya no se podía más.
No es posible imaginar -por su inmensidad- la magnitud del dolor de María junto a la Cruz. Su Hijo moría con el mayor dolor posible, con la más cruel de las muertes; siendo la Inocencia carga sobre sí los pecados de la entera humanidad. Con la más pura santidad, el Verbo humanado asume -en expresión de Juan Pablo II- “el rostro del pecado”.
Al presentarnos a la Madre Dolorosa junto a la Cruz, Juan manifiesta que María se implica, con su entrega sin reservas, en los sufrimientos de su Hijo en aquella hora suprema.
Cuando es de amor el dolor, tan grande es el dolor como el amor. Si la Virgen es la Llena de Gracia, llena de Amor, junto a la Cruz, es también la Llena de dolor. Sufre, a su manera, todo lo que su Hijo sufre. Sufre más que si padeciera mil muertes; muchísimo más que si fuera Ella la que estuviera enclavada. Estaba, como afirma León XIII, «muriendo con El en su corazón, atravesada por la espada del dolor».
Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora, aseguran que «juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió». Abdicó de los derechos maternos e inmoló a su Hijo, en cuanto de Ella dependía, por la salvación de los hombres. Justamente se dice que redimió al género humano juntamente con Cristo. «Stabat Mater..., estaba junto a la cruz de Jesús su Madre». Y ha de escuchar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso -la espada afilada- que traspasaba su Corazón puro. No se rebela, no protesta, calla. Con su silencio proclama del modo más elocuente que, por amor a nosotros, ofrece -del todo identificada con la Voluntad del Padre- a Cristo Jesús. En lo que de Ella depende, lo entrega, lo sacrifica; aplica su entera voluntad al gran acontecimiento.
¿Por qué aceptó María aquella tortura? ¿Qué le amordaza, qué le mantiene en silencio? La respuesta es: «movida por un inmenso amor a nosotros, ofreció Ella misma a su Hijo a la divina justicia para recibirnos como hijos». El porqué del inmenso dolor de María es este: nosotros. Por nosotros muere Jesús y por nosotros sufre María. Engendró a Dios y le dio a luz con gozo inmenso, pero sufrió el parto más doloroso en el Calvario para -en comunión con su Hijo- hacernos hijos de Dios e hijos suyos.
«Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna». De modo análogo podemos decir: tanto nos amó María, que nos dio a su unigénito Hijo, para que los demás podamos participar en su eterna gloria.
La Virgen Madre une a la Pasión de Cristo -enseña la Teología- su Compasión: a la Sangre de su Hijo, une sus lágrimas de Madre. Ella también merece, satisface, sacrifica y redime, de modo subordinado y dependiente, pero real. Aunque el mérito de María sea diverso -de congruo, precisa el Papa Pío X- al mérito de Jesús, nos ha merecido lo mismo que nos ha merecido Cristo: no sólo la aplicación o distribución de las gracias, sino las mismas gracias, por la supereminente santidad que poseía y por la tan perfecta compasión que sufrió en la cumbre del Calvario. Lo inmenso de su caridad, la dignidad de sus actos satisfactorios, la magnitud de su dolor, nos revela toda la excelencia de su satisfacción. A quien objetase que a una satisfacción por sí misma suficiente, más aún, de infinito valor -como es la de Cristo-, no se puede añadir otra satisfacción, se respondería que la satisfacción de María no se suma a la de Cristo para aumentar el valor infinito de ésta, sino sólo para que se cumpla la ordenación divina, que lo ha dispuesto así libremente para la Redención del género humano.
No ha de sorprender que se llame a la Virgen, Corredentora; no debe temerse el uso de palabra tan expresiva y justa. En rigor, aunque de modo mucho más modesto, todos somos llamados a ser corredentores. San Pablo manifiesta a los Colosenses que él se goza en sus padecimientos (in passionibus) por ellos, ya que así cumple en su carne lo que falta (ea quae desunt) a los padecimientos de Cristo, por su Cuerpo que es la Iglesia.
Participar en la Redención, cooperar en la santificación del mundo, llevar a Dios todas las cosas, salvar almas para la eternidad: no hay tarea más urgente y superior. Más aún, tal como están las cosas, ¿cabe otra tarea? Para los ojos de fe la respuesta es clara. El verdadero horizonte del cristiano es la obra de la Redención. Cualquier otra finalidad última supondría un voluntario, triste e infinito estrechamiento del horizonte personal.
El valor de una lágrima
Centremos ahora nuestra atención en el modo sublime de corredimir que tiene la Madre de Dios junto a la Cruz. Su rostro bellísimo esta bañado en lágrimas. Cada una de éstas posee un valor incalculable, que vale la pena ponderar hasta donde nos sea permitido en tan breve espacio y con tan limitada inteligencia. Es sólo un apunte, para que cada quien vaya completando en su meditación el tratado.
Si la maldad del pecado es siempre infinita, por serlo la dignidad de Dios ofendido, también ha de ser en cierto modo infinita una lágrima derramada por amor al gran Amor crucifícado. Es lógico que sea así - por pequeña que sea la criatura -, si es Dios quien la otorga y Dios quien la recibe.
Qué bueno, qué, grande, qué humilde es Dios que -hecho Hombre- se clava en una Cruz para que sus criaturas podamos llorar por El, y limpiar con su Sangre y nuestras lágrimas, nuestras ofensas. ¡La criatura compadece a su Creador!. Humildad de Dios y humilde llanto de la criatura. Quien primero y mejor lo ha hecho es María Santísima. Y «si vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión de Cristo que hacer una peregrinación a Jerusalén y ayunar durante un año a pan y agua» (san Agustín), ¿qué no valdrán las riquísimas lágrimas de María junto a la Cruz?
Cuando las lágrimas del dolor son mansas, serenas, discretas, mesuradas, entonces siempre son bellas: abrigan la convicción verdadera de que no todo ha de caer al fin en la nada; vibra en ellas la esperanza; son invocación, súplica al Todopoderoso, atento siempre al dolor humano, y más aún al de una madre; son aguas limpias que purifican el alma que escucha el eco de la palabra de Cristo: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».
Cuando es de amor el dolor -o la alegría- de una lágrima, resulta la más preciosa perla del sentimiento. Y si es divino el amor del que surge, entonces una lágrima sola supera la dimensión temporal, la condición efímera de los acontecimientos y las cosas, y toca ya, con el vértice del alma que la destila, la eternidad. En ella se adensa -con el dolor o la alegría- el Amor.
Así son las lágrimas de la Madre de Dios. ¡Bendito aquel suelo, o aquel pañuelo que supo acogerlas! Bendita aquella tierra en la que quizá se fundieron la Sangre de Dios y las lágrimas de su Madre. ¡Quién pudiera besarla! Pero ahora mismo, aquí mismo, podemos también nosotros derramar una lágrima en memoria de la Pasión de Cristo: una lágrima grande, oculta en el corazón, semejante a las de la Virgen Madre.
Nosotros tenemos motivos análogos para llorar, y otros. Porque la causa de aquel llanto -por el dolor de Jesús- son nuestros pecados. Es preciso aprender a llorar en nuestros adentros, ante la Cruz. Dante aseguraba que una lacrimetta, una lagrimilla basta para salvar un alma. El Crisóstomo afirma que «un suspiro que exhales, una lágrima que derrames, El lo arrebata al instante para tener un pretexto de salvarte». Es aquel punto de contrición que puede dar a un alma la salvación por toda la eternidad.
Llorar, con esas lágrimas que destila el alma cuando hay amor y hubo ofensas, es dignidad del hombre y debilidad de Dios. Cualquier impureza que en el alma se pose, si se sabe rodear de una lágrima, se transforma en perla, cuyo valor se cifra en la densidad y transparencia del amor.
Ojalá no pase un día sin derramar siquiera una lágrima en memoria de la Pasión de Cristo. Es el camino de la resurrección gloriosa.
Aunque no entendáis lo secretos de la Escritura, con todo, la simple lectura de ella causa en nosotros una cierta santidad; porque no puede ser que dejéis algo de lo que leáis. Porque la verdad, por esto dispuso la gracia del Espíritu Santo en estas escrituras fuesen compuestas por publicanos, pescadores, artífices de tiendas de campaña, pastores, nobles, y otros torpes e indoctos, para que ningún iletrado pueda alegar por excusas la dificultad de comprenderlas, y a fin de que todos entiendan fácilmente lo que en ellas se contiene.
San Crisóstomo.
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