San Juan Pablo II (1920-2005) papa Encíclica “Laborem exercens”, 26
“Hacedlos fructificar”
En la vida de Cristo y en sus parábolas se encuentra el evangelio sobre el trabajo. Es lo que Jesús hizo y enseñó. (cf Hch 1,1) A esta luz, la Iglesia ha proclamado siempre aquello que encontramos expresado de modo actual en las enseñanzas del Concilio Vaticano II: “La actividad humana, así como procede del hombre, está también ordenada al hombre. Pues el hombre, cuando actúa, no sólo cambia las cosas y la sociedad, sino que también se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, sale de sí y se trasciende. Si este crecimiento es rectamente comprendido, vale más que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene...Por tanto ésta es la norma de la actividad humana: que, según el designio y la voluntad divina, concuerde con el bien genuino del género humano y permita al hombre individual y socialmente cultivar y realizar plenamente su vocación.” (GS 35)
En esta visión de los valores del trabajo humano, es decir, en esta espiritualidad del trabajo, se explica perfectamente lo que sigue en el mismo documento acerca de la recta significación del progreso: “Todo lo que los hombres hacen para conseguir una mayor justicia, una más amplia fraternidad y una ordenación más humana en las relaciones sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues estos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, la materia para la promoción humana, pero por sí solos no pueden de ninguna manera llevarla a cabo.” (id.)
Esta doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo, -tema dominante en la mentalidad contemporánea-, sólo se comprende como fruto de una probada espiritualidad del trabajo y únicamente sobre la base de una tal espiritualidad se puede realizar y poner en práctica esta doctrina.
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