viernes, 15 de noviembre de 2024

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 16 de Noviembre - "Conocerte a ti mismo para reconocer a Dios"


San Bernardo (1091-1153) monje cisterciense y doctor de la Iglesia Sobre el Cantar de los Cantares, Sermón 36 (in “Lectures chrétiennes pour notre temps”, Abbaye d'Orval, 1973)


"Conocerte a ti mismo para reconocer a Dios"
            
    Para llegar a la humildad, nada más directo y apropiado que el encuentro consigo mismo en la verdad. Para esto, es suficiente no disimular nada, expulsar al espíritu del engaño, ubicarse faz a sí mismo, no dejarse desviar.

    Mirándose así a la luz de la verdad, ¿descubrirá el alma que ella permanece en “la región de la desemejanza”?  Entonces, suspirando tristemente, porque su real miseria no le está ya oculta, clamará con el profeta: “Yo sé que tus juicios son justos, Señor, y que me has humillado con razón” (Sal 119, 75) ¿Cómo no se sentirá penetrada de humildad, al conocerse de verdad? El alma se percibe bajo el peso del pecado, (…), ciega, replegada sobre sí misma, sin fuerza, sujeta a múltiples errores, expuesta  a mil peligros, inquieta por mil temores, ansiosa por mil problemas, turbada por mil sospechas, preocupada por mil necesidades, tendiendo al vicio e incapaz para la virtud.

    ¿Podría tener todavía una mirada altiva y mantener su cabeza erguida? Cuando el sufrimiento se hará penetrante, el alma se volverá hacia ellas. Es decir, se volverá hacia las lágrimas, con llantos y gemidos. Se tornará hacia el Señor y clamará con humildad: “Ten piedad de mí, Señor, sáname, porque pequé contra ti” (Sal 41,5). Apenas el alma se vuelva hacia el Señor, recibirá consuelo. Porque él es “el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo” (2 Cor 1,3). (…) En esa experiencia, Dios se le manifestará como Salvador. (...)

    En consecuencia, conocerte a ti mismo será una etapa para reconocer a Dios. Con la renovación en ti de su imagen, él será visible. Cuando con un rostro sin máscara, reflejarás como en un espejo la gloria del Señor, serás transfigurado en esa misma imagen, con un esplendor cada vez más glorioso, por acción del Espíritu de Dios (cf. 2 Cor 3,18).

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