¡Toda nuestra fe en un grito!
Tomás ha lanzado este grito sublime. “¡Mi Señor y mi Dios!” (Jn 20,28). Esta profesión de fe, más grande que la incredulidad pasada, no podía sonar más fuerte. Todo el contenido de la fe está incluido en esta breve exclamación.
¡Maravillosa comprensión de este hombre, Tomás! Toca al Hombre y llama a Dios. Toca a uno y cree en el que llama. Si hubiera escrito mil libros, no habría tanto servido a la Iglesia. ¡Con claridad, fe y simplicidad denomina Dios a Cristo! ¡Qué palabra tan útil y necesaria a la Iglesia de Dios! Gracias a ella las herejías más grandes fueron extirpadas de la Iglesia. Pedro fue alabado por haber dicho “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Con la misma claridad, Tomás exclama “¡Mi Señor y mi Dios!”. Sencillas palabras que afirman las dos naturalezas de Cristo.
Jesús le dice: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” (Jn 20,29). Esta palabra, hermanos, nos trae gran consuelo. Cada vez que expresamos o gritamos “Felices los ojos, felices los tiempos y la época que tuvieron la suerte de ver y contemplar tan grandes misterios”, el Señor dice “Felices los ojos que ven lo que ustedes ven (Lc 10,23). Pero agrega “¡Felices los que creen sin haber visto!”. Estas palabras traen un consuelo más grande todavía, de gran mérito. La visión aporta gran alegría, la fe le agrega el honor.
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