“Allí se transfiguró en presencia de ellos”
La transfiguración de Jesús, inesperada para los discípulos y plena de misterio, sin dudas fue para ellos fuente de una gracia singular: supieron desde ese momento que bajo el exterior del hombre con el que conversaban todos los días (cf. Flp 2,7), el verdadero Hijo de Dios velaba su suprema dignidad. Esta fe será confirmada con la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés.
La palabra del Padre, escuchada por los discípulos, no salió de la nube que los cubría sólo para ellos. Todas las generaciones cristianas la recogieron. (…) Para cada uno de nosotros, Cristo está siempre pronto a transfigurarse y la voz del Padre no cesa de proclamar, con el ministerio de la Iglesia, la divina filiación de Jesús. Cristo no cambia, permanece el mismo, inmudable (cf. He 13,8). Siempre estamos “unidos a Cristo Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención” (1 Cor 1,30). Pero descubrimos de a poco la divinidad de su persona, el valor incomparable de su redención, la inmensidad de su mérito, el don de amor hecho a los hombres por su venida. Así somos iniciados a la ciencia eminente de Cristo, de la que habla el Apóstol (cf. Flp 3,8).
Sin embargo, comprendan que este conocimiento no es puramente intelectual, consiste más bien en una iluminación interior de la fe. Faz a esta revelación, íntima y sobrenatural, el cristiano siente nacer en él el deseo que su alma y su vida sean, cada vez más, conformes a las de Jesucristo.
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