“Yo pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros,
el Espíritu de la verdad”
“Dios es espíritu” dice el Señor a la Samaritana…; puesto que Dios es invisible, incomprensible e infinito, no está ni sobre un monte, ni en el templo en que Dios debe ser adorado (Jn 4, 21-24). “Dios es espíritu” y un espíritu no se puede circunscribir ni tener al alcance de la mano; por la misma fuerza de su poder, está en todas partes y no está ausente de ningún lugar; por sí mismo sobreabunda en todas las cosas. Por ello es preciso adorar en el Espíritu Santo al Dios que es espíritu…
El apóstol Pablo no quiere decir otra cosa cuando escribe: “El Señor es espíritu; y donde hay el Espíritu del Señor, hay libertad” (2C 3,17)… Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu. El Espíritu Santo es uno, derramado por todas partes, iluminando a todos los patriarcas, los profetas y a todo el coro de aquellos que han participado en la redacción de la Ley. Fue él quien inspiró a Juan el Bautista ya desde el seno de su madre; fue, en fin, derramado sobre los apóstoles y todos los creyentes para que conozcan la verdad que les es dada gratuitamente.
¿Cuál es la acción del Espíritu en nosotros? Escuchemos las palabras del mismo Señor: “Tengo todavía muchas cosas por deciros, pero ahora no las podríais soportar. Os conviene que yo me vaya, porque si me voy os enviaré un defensor…, el Espíritu de la verdad que os hará conocer la verdad entera” (Jn 16,7-13)… En estas palabras se nos revelan tanto la voluntad del dador, como la naturaleza y el papel a desempeñar de aquel que nos va a dar. Porque nuestra flaqueza no nos permite conocer ni al Padre ni al Hijo; el misterio de la encarnación de Dios es difícil de comprender. El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina…
Ahora bien, este don único que está en Cristo se nos ofrece a todos en plenitud. No falta en ninguna parte, pero se da a cada uno según la medida del deseo del que lo quiere recibir. Este Espíritu Santo permanece en nosotros hasta la consumación de los siglos, es nuestra consolación en la espera, nos es garantía de los bienes de la esperanza que ha de venir, es la luz de nuestros espíritus y el esplendor de nuestras almas.
El apóstol Pablo no quiere decir otra cosa cuando escribe: “El Señor es espíritu; y donde hay el Espíritu del Señor, hay libertad” (2C 3,17)… Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu. El Espíritu Santo es uno, derramado por todas partes, iluminando a todos los patriarcas, los profetas y a todo el coro de aquellos que han participado en la redacción de la Ley. Fue él quien inspiró a Juan el Bautista ya desde el seno de su madre; fue, en fin, derramado sobre los apóstoles y todos los creyentes para que conozcan la verdad que les es dada gratuitamente.
¿Cuál es la acción del Espíritu en nosotros? Escuchemos las palabras del mismo Señor: “Tengo todavía muchas cosas por deciros, pero ahora no las podríais soportar. Os conviene que yo me vaya, porque si me voy os enviaré un defensor…, el Espíritu de la verdad que os hará conocer la verdad entera” (Jn 16,7-13)… En estas palabras se nos revelan tanto la voluntad del dador, como la naturaleza y el papel a desempeñar de aquel que nos va a dar. Porque nuestra flaqueza no nos permite conocer ni al Padre ni al Hijo; el misterio de la encarnación de Dios es difícil de comprender. El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina…
Ahora bien, este don único que está en Cristo se nos ofrece a todos en plenitud. No falta en ninguna parte, pero se da a cada uno según la medida del deseo del que lo quiere recibir. Este Espíritu Santo permanece en nosotros hasta la consumación de los siglos, es nuestra consolación en la espera, nos es garantía de los bienes de la esperanza que ha de venir, es la luz de nuestros espíritus y el esplendor de nuestras almas.
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