San Juan Pablo II
Alocución del 29 de abril 1979 13
“Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres”(Lc 8,1-3)
Es particularmente conmovedor meditar en la actitud de Jesús hacia la mujer: se mostró audaz y sorprendente para aquellos tiempos, cuando, en el paganismo, la mujer era considerada objeto de placer, de mercancía y de trabajo, y, en el judaísmo, estaba marginada y despreciada. Jesús mostró siempre la máxima estima y el máximo respeto por la mujer, por cada mujer, y en particular fue sensible hacia el sufrimiento femenino. Traspasando las barreras religiosas y sociales del tiempo, Jesús restableció a la mujer en su plena dignidad de persona humana ante Dios y ante los hombres.
¿Cómo no recordar sus encuentros con Marta y María, con la Samaritana, con la viuda de Naín, con la mujer adúltera, con la hemorroisa, con la pecadora en casa de Simón el fariseo? El corazón vibra de emoción al sólo enumerarlos. Y cómo no recordar sobre todo, que Jesús quiso asociar algunas mujeres a los Doce, que le acompañaban y servían y fueron su consuelo durante la vía dolorosa hasta el pie de la cruz? Y después de la resurrección Jesús se apareció a las piadosas mujeres y a María Magdalena, encargándole anunciar a los discípulos su resurrección. Deseando encarnarse y entrar en nuestras historia humana, Jesús quiso tener una Madre, María Santísima, y elevó así a la mujer a la cumbre más alta y admirable de la dignidad, Madre de Dios encarnado, Inmaculada, Asunta, Reina del cielo y de la tierra.
¡Por eso, vosotras, mujeres cristianas, debéis anunciar, como María Magdalena y las otras mujeres del Evangelio debéis testimoniar que Cristo ha resucitado verdaderamente, que El es nuestro verdadero y único consuelo! Tened, pues, cuidado de vuestra vida interior
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