sábado, 14 de agosto de 2021

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 15 de Agosto - «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 89 (88), 2)



Juan Pablo II
Dives in Misericordia: La Madre de la Misericordia
(extracto n. 9)

«Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 89 (88), 2)


Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no obstante de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional, « merece » de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo, incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de Nazaret (Cfr. Lc 4, 18) y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista (Cfr. Lc 7, 22).


Precisamente, en este amor «misericordioso», manifestado ante todo en contacto con el mal moral y físico, participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado —participaba María—. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación.

«Esta maternidad de María en la economía de la gracia —tal como se expresa el Concilio Vaticano II— perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (LG 62).

 

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