«Elevada a la gloria del cielo, con su alma y su cuerpo»
Templo viviente de la divinidad santísima del Hijo único, Madre de Dios, verdaderamente, lo repito con agradecimiento, tu asunción no te ha alejado de los cristianos. Sigues viviendo de manera imperecedera y, sin embargo, no permaneces lejos de este mundo perecedero; al contrario, estás cerca de los que te invocan, y los que te buscan con fe te encuentran. Era necesario que tu espíritu quedara para siempre fuerte y viviente y que tu cuerpo fuera inmortal. En efecto, ¿cómo la disolución de la carne hubiera podido reducir tu cuerpo a polvo y ceniza siendo así que tú has liberado al hombre de la ruina de la muerte por la encarnación de tu Hijo?...
Un niño busca y desea a su madre, y a la madre le gusta vivir con su hijo; de la misma manera, puesto que tenías en tu corazón un amor maternal a tu Hijo y a tu Dios, era normal que habías de volver cerca de él, y Dios, a causa de su amor filial hacia ti debía, muy justamente, concederte participar de su condición. Así, muerta a las cosas perecederas, has emigrado a las moradas imperecederas de la eternidad en donde resides Dios con quien compartes desde ahora la vida...
Tú has sido su morada corporal; y ahora es él quien, a cambio, se ha hecho la mansión de tu descanso. «Este es, dice él, el lugar de mi descanso por los siglos de los siglos» (Sl 131,14). Este lugar de descanso, es la carne que él revistió después de haberla tomado de ti, Madre de Dios, la carne en la cual, así lo creemos, se presentó en el mundo presente y se presentará en el mundo futuro cuando vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Puesto que tú eres la mansión de su descanso eterno, te ha sacado de la corrupción y te ha hecho morar con él queriendo guardarte en su presencia y en su afecto. Por esto, todo lo que tú le pides como lo hace una madre atenta a sus hijos, y todo lo que tú deseas, lo cumple con su poder divino, el, bendito por la eternidad.
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