CAPÍTULO IV
LOS OBREROS DE LA VIÑA DEL SEÑOR
Buenos administradores de la multiforme gracia de Dios
Jóvenes, niños, ancianos
Los jóvenes, esperanza de la Iglesia
46. El Sínodo ha querido dedicar una particular atención a los jóvenes. Y con toda razón. En tantos países del mundo, ellos representan la mitad de la entera población y, a menudo, la mitad numérica del mismo Pueblo de Dios que vive en esos países. Ya bajo este aspecto los jóvenes constituyen una fuerza excepcional y son un gran desafío para el futuro de la Iglesia. En efecto, en los jóvenes la Iglesia percibe su caminar hacia el futuro que le espera y encuentra la imagen y la llamada de aquella alegre juventud, con la que el Espíritu de Cristo incesantemente la enriquece. En este sentido el Concilio ha definido a los jóvenes como «la esperanza de la Iglesia»[168].
Leemos en la carta dirigida a los jóvenes del mundo el 31 de marzo de 1985: «La Iglesia mira a los jóvenes; es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí misma en los jóvenes, en todos vosotros y, a la vez, en cada una y en cada uno de vosotros. Así ha sido desde el principio, desde los tiempos apostólicos. Las palabras de San Juan en su Primera Carta pueden ser un singular testimonio: "Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijos míos, porque habéis conocido al Padre (...). Os escribo, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios habita en vosotros" (1 Jn 2, 13 ss.) (...). En nuestra generación, al final del segundo Milenio después de Cristo, también la Iglesia se mira a sí misma en los jóvenes»[169].
Los jóvenes no deben considerarse simplemente como objeto de la solicitud pastoral de la Iglesia; son de hecho —y deben ser incitados a serlo— sujetos activos, protagonistas de la evangelización y artífices de la renovación social[170]. La juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del propio «yo» y del propio «proyecto de vida»; es el tiempo de un crecimiento que ha de realizarse «en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).
Como han dicho los Padres sinodales, «la sensibilidad de la juventud percibe profundamente los valores de la justicia, de la no violencia y de la paz. Su corazón está abierto a la fraternidad, a la amistad y a la solidaridad. Se movilizan al máximo por las causas que afectan a la calidad de vida y a la conservación de la naturaleza. Pero también están llenos de inquietudes, de desilusiones, de angustias y miedo del mundo, además de las tentaciones propias de su estado»[171].
La Iglesia ha de revivir el amor de predilección que Jesús ha manifestado por el joven del Evangelio: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó» (Mc 10, 21). Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su Evangelio como la única y sobreabundante respuesta a las más radicales aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal («ven y sígueme» [Mc 10, 21]), que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de salvación de la humanidad.
La Iglesia tiene tantas cosas que decir a los jóvenes, y los jóvenes tienen tantas cosas que decir a la Iglesia. Este recíproco diálogo —que se ha de llevar a cabo con gran cordialidad, claridad y valentía— favorecerá el encuentro y el intercambio entre generaciones, y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia y para la sociedad civil. Dice el Concilio en su mensaje a los jóvenes: «La Iglesia os mira con confianza y con amor (...). Ella es la verdadera juventud del mundo (...) miradla y encontraréis en ella el rostro de Cristo»[172].
[169] Juan Pablo II, Carta Ap. a los jóvenes y a los jóvenes del mundo con ocasión del "Año Internacional de la Juventud", 15: AAS 77 (1985) 620-621.
[170] Cf. Propositio 52.
[171] Propositio 51.
[172] Conc. Ecum. Vat. II, "Mensaje a los jóvenes" (8 Diciembre 1965): AAS 58 (1966) 18.
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