“De pronto entrará en el santuario el Señor a quien buscáis”
Hoy, la Virgen Madre, introduce al Señor del templo en el templo del Señor. También José lleva al Señor ese hijo que no es suyo, sino que es el Hijo muy amado, mi predilecto (Mt 3,17). Simeón, el justo, reconoce en él al que esperaba; Ana, la viuda, le alaba. En este día estos cuatro personajes celebran una primera procesión; procesión que, más tarde, se celebraría con gozo en todo el universo... No os extrañéis de que esta procesión sea tan pequeña, porque es también muy pequeño aquél a quien el templo recibe. En este lugar no hay pecadores: todos son justos, todos son santos, todos son perfectos.
¿No vas tú a celebrar eso, Señor? Tu cuerpo crecerá, tu ternura también crecerá... Veo ahora una segunda procesión en la que multitudes preceden al Señor, en la que multitudes le siguen; ya no es la Virgen quien le lleva, sino un asnito. No desprecia, pues, a nadie..., que por lo menos no les falten esos vestidos de los apóstoles (Mt 21,7): su doctrina, sus costumbres, y la caridad que cubre multitud de pecados (1P 4,8). Pero iré más lejos aún y diré que también a nosotros nos ha reservado un lugar en esta procesión... David, rey y profeta, se alegró de ver este día. “Saltaba de gozo pensando ver este día” (Jn 8, 56); si no fuera así ¿hubiera podido cantar: “Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo? (Sl 47,8). David recibió esta misericordia del Señor, Simeón la recibió, y también nosotros la recibimos, igual que todos los que están llamados a la vida, porque “Cristo es el mismo ayer, hoy y por siempre” (Heb 13,8)...
Abracemos, pues, esta misericordia que hemos recibido en medio del templo, y como la bienaventurada Ana, no nos alejemos de él. Porque “el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” dice el apóstol Pablo (1Co 3,17). Esta misericordia está cerca de vosotros; “la palabra de Dios está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón” (Rm 10,8). De hecho ¿no habita Cristo en vuestros corazones por la fe? (Ef 3,17). Éste es su templo, éste es su trono... Sí, en este mismo corazón que recibe la misericordia habita Cristo, en el corazón que susurra palabras de paz a su pueblo, a sus santos, a todos los que regresan a su corazón.
¿No vas tú a celebrar eso, Señor? Tu cuerpo crecerá, tu ternura también crecerá... Veo ahora una segunda procesión en la que multitudes preceden al Señor, en la que multitudes le siguen; ya no es la Virgen quien le lleva, sino un asnito. No desprecia, pues, a nadie..., que por lo menos no les falten esos vestidos de los apóstoles (Mt 21,7): su doctrina, sus costumbres, y la caridad que cubre multitud de pecados (1P 4,8). Pero iré más lejos aún y diré que también a nosotros nos ha reservado un lugar en esta procesión... David, rey y profeta, se alegró de ver este día. “Saltaba de gozo pensando ver este día” (Jn 8, 56); si no fuera así ¿hubiera podido cantar: “Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo? (Sl 47,8). David recibió esta misericordia del Señor, Simeón la recibió, y también nosotros la recibimos, igual que todos los que están llamados a la vida, porque “Cristo es el mismo ayer, hoy y por siempre” (Heb 13,8)...
Abracemos, pues, esta misericordia que hemos recibido en medio del templo, y como la bienaventurada Ana, no nos alejemos de él. Porque “el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” dice el apóstol Pablo (1Co 3,17). Esta misericordia está cerca de vosotros; “la palabra de Dios está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón” (Rm 10,8). De hecho ¿no habita Cristo en vuestros corazones por la fe? (Ef 3,17). Éste es su templo, éste es su trono... Sí, en este mismo corazón que recibe la misericordia habita Cristo, en el corazón que susurra palabras de paz a su pueblo, a sus santos, a todos los que regresan a su corazón.
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