Capítulo segundo
REALIDAD Y DESAFÍOS DE LAS FAMILIAS
Situación actual de la familia
46. Las migraciones «representan otro signo de los tiempos que hay que afrontar y comprender con toda la carga de consecuencias sobre la vida familiar»[30]. El último Sínodo ha dado una gran importancia a esta problemática, al expresar que «atañe, en modalidades diversas, a poblaciones enteras en varias partes del mundo. La Iglesia ha tenido en este ámbito un papel importante. La necesidad de mantener y desarrollar este testimonio evangélico (cf. Mt 25,35) aparece hoy más urgente que nunca [...] La movilidad humana, que corresponde al movimiento histórico natural de los pueblos, puede revelarse una auténtica riqueza, tanto para la familia que emigra como para el país que la acoge. Otra cosa es la migración forzada de las familias como consecuencia de situaciones de guerra, persecuciones, pobreza, injusticia, marcada por las vicisitudes de un viaje que a menudo pone en riesgo la vida, traumatiza a las personas y desestabiliza a las familias. El acompañamiento de los migrantes exige una pastoral específica, dirigida tanto a las familias que emigran como a los miembros de los núcleos familiares que permanecen en los lugares de origen. Esto se debe llevar a cabo respetando sus culturas, la formación religiosa y humana de la que provienen, así como la riqueza espiritual de sus ritos y tradiciones, también mediante un cuidado pastoral específico [...] Las experiencias migratorias resultan especialmente dramáticas y devastadoras, tanto para las familias como para las personas, cuando tienen lugar fuera de la legalidad y son sostenidas por los circuitos internacionales de la trata de personas. También cuando conciernen a las mujeres o a los niños no acompañados, obligados a permanencias prolongadas en lugares de pasaje entre un país y otro, en campos de refugiados, donde no es posible iniciar un camino de integración. La extrema pobreza, y otras situaciones de desintegración, inducen a veces a las familias incluso a vender a sus propios hijos para la prostitución o el tráfico de órganos»[31]. «Las persecuciones de los cristianos, así como las de las minorías étnicas y religiosas, en muchas partes del mundo, especialmente en Oriente Medio, son una gran prueba: no sólo para la Iglesia, sino también para toda la comunidad internacional. Todo esfuerzo debe ser apoyado para facilitar la permanencia de las familias y de las comunidades cristianas en sus países de origen»[32].
47. Los Padres también dedicaron especial atención «a las familias de las personas con discapacidad, en las cuales dicho hándicap, que irrumpe en la vida, genera un desafío, profundo e inesperado, y desbarata los equilibrios, los deseos y las expectativas [...] Merecen una gran admiración las familias que aceptan con amor la difícil prueba de un niño discapacitado. Ellas dan a la Iglesia y a la sociedad un valioso testimonio de fidelidad al don de la vida. La familia podrá descubrir, junto con la comunidad cristiana, nuevos gestos y lenguajes, formas de comprensión y de identidad, en el camino de acogida y cuidado del misterio de la fragilidad. Las personas con discapacidad son para la familia un don y una oportunidad para crecer en el amor, en la ayuda recíproca y en la unidad [...] La familia que acepta con los ojos de la fe la presencia de personas con discapacidad podrá reconocer y garantizar la calidad y el valor de cada vida, con sus necesidades, sus derechos y sus oportunidades. Dicha familia proveerá asistencia y cuidados, y promoverá compañía y afecto, en cada fase de la vida»[33]. Quiero subrayar que la atención dedicada tanto a los migrantes como a las personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas situaciones son paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se vive hoy la lógica de la acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles.
46. Las migraciones «representan otro signo de los tiempos que hay que afrontar y comprender con toda la carga de consecuencias sobre la vida familiar»[30]. El último Sínodo ha dado una gran importancia a esta problemática, al expresar que «atañe, en modalidades diversas, a poblaciones enteras en varias partes del mundo. La Iglesia ha tenido en este ámbito un papel importante. La necesidad de mantener y desarrollar este testimonio evangélico (cf. Mt 25,35) aparece hoy más urgente que nunca [...] La movilidad humana, que corresponde al movimiento histórico natural de los pueblos, puede revelarse una auténtica riqueza, tanto para la familia que emigra como para el país que la acoge. Otra cosa es la migración forzada de las familias como consecuencia de situaciones de guerra, persecuciones, pobreza, injusticia, marcada por las vicisitudes de un viaje que a menudo pone en riesgo la vida, traumatiza a las personas y desestabiliza a las familias. El acompañamiento de los migrantes exige una pastoral específica, dirigida tanto a las familias que emigran como a los miembros de los núcleos familiares que permanecen en los lugares de origen. Esto se debe llevar a cabo respetando sus culturas, la formación religiosa y humana de la que provienen, así como la riqueza espiritual de sus ritos y tradiciones, también mediante un cuidado pastoral específico [...] Las experiencias migratorias resultan especialmente dramáticas y devastadoras, tanto para las familias como para las personas, cuando tienen lugar fuera de la legalidad y son sostenidas por los circuitos internacionales de la trata de personas. También cuando conciernen a las mujeres o a los niños no acompañados, obligados a permanencias prolongadas en lugares de pasaje entre un país y otro, en campos de refugiados, donde no es posible iniciar un camino de integración. La extrema pobreza, y otras situaciones de desintegración, inducen a veces a las familias incluso a vender a sus propios hijos para la prostitución o el tráfico de órganos»[31]. «Las persecuciones de los cristianos, así como las de las minorías étnicas y religiosas, en muchas partes del mundo, especialmente en Oriente Medio, son una gran prueba: no sólo para la Iglesia, sino también para toda la comunidad internacional. Todo esfuerzo debe ser apoyado para facilitar la permanencia de las familias y de las comunidades cristianas en sus países de origen»[32].
47. Los Padres también dedicaron especial atención «a las familias de las personas con discapacidad, en las cuales dicho hándicap, que irrumpe en la vida, genera un desafío, profundo e inesperado, y desbarata los equilibrios, los deseos y las expectativas [...] Merecen una gran admiración las familias que aceptan con amor la difícil prueba de un niño discapacitado. Ellas dan a la Iglesia y a la sociedad un valioso testimonio de fidelidad al don de la vida. La familia podrá descubrir, junto con la comunidad cristiana, nuevos gestos y lenguajes, formas de comprensión y de identidad, en el camino de acogida y cuidado del misterio de la fragilidad. Las personas con discapacidad son para la familia un don y una oportunidad para crecer en el amor, en la ayuda recíproca y en la unidad [...] La familia que acepta con los ojos de la fe la presencia de personas con discapacidad podrá reconocer y garantizar la calidad y el valor de cada vida, con sus necesidades, sus derechos y sus oportunidades. Dicha familia proveerá asistencia y cuidados, y promoverá compañía y afecto, en cada fase de la vida»[33]. Quiero subrayar que la atención dedicada tanto a los migrantes como a las personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas situaciones son paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se vive hoy la lógica de la acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles.
[31] Relación final 2015, 23; cf. Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado 2016 (12 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 22-23.
[32] Ibíd., 24.
[33] Ibíd., 21.
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