viernes, 5 de julio de 2019

CARTA ENCÍCLICA CARITAS IN VERITATE SOBRE EL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD



CAPÍTULO SEGUNDO

EL DESARROLLO HUMANO EN NUESTRO TIEMPO

21. Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término «desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Después de tantos años, al ver con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las crisis que se suceden en estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas. Por tanto, reconocemos que estaba fundada la preocupación de la Iglesia por la capacidad del hombre meramente tecnológico para fijar objetivos realistas y poder gestionar constante y adecuadamente los instrumentos disponibles. La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza. El desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un crecimiento real, extensible a todos y concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone improrrogablemente ante decisiones que afectan cada vez más al destino mismo del hombre, el cual, por lo demás, no puede prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas que no sólo son nuevos respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad de un nuevo desarrollo futuro, están cada vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada.

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