domingo, 9 de junio de 2019

CARTA APOSTÓLICA SALVIFICI DOLORIS SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO DEL SUFRIMIENTO HUMANO


VI

EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO

26. Si el primer gran capítulo del Evangelio del sufrimiento está escrito, a lo largo de las generaciones, por aquellos que sufren persecuciones por Cristo, igualmente se desarrolla a través de la historia otro gran capítulo de este Evangelio. Lo escriben todos los que sufren con Cristo, uniendo los propios sufrimientos humanos a su sufrimiento salvador. En ellos se realiza lo que los primeros testigos de la pasión y resurrección han dicho y escrito sobre la participación en los sufrimientos de Cristo. Por consiguiente, en ellos se cumple el Evangelio del sufrimiento y, a la vez, cada uno de ellos continúa en cierto modo a escribirlo; lo escribe y lo proclama al mundo, lo anuncia en su ambiente y a los hombres contemporáneos.

A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda conversión muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva dimensión de toda su vida y de su vocación. Este descubrimiento es una confirmación particular de la grandeza espiritual que en el hombre supera el cuerpo de modo un tanto incomprensible. Cuando este cuerpo está gravemente enfermo, totalmente inhábil y el hombre se siente como incapaz de vivir y de obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez interior y la grandeza espiritual, constituyendo una lección conmovedora para los hombres sanos y normales.

Esta madurez interior y grandeza espiritual en el sufrimiento, ciertamente son fruto de una particular conversión y cooperación con la gracia del Redentor crucificado. Él mismo es quien actúa en medio de los sufrimientos humanos por medio de su Espíritu de Verdad, por medio del Espíritu Consolador. Él es quien transforma, en cierto sentido, la esencia misma de la vida espiritual, indicando al hombre que sufre un lugar cercano a sí. Él es —como Maestro y Guía interior— quien enseña al hermano y a la hermana que sufren este intercambio admirable, colocado en lo profundo del misterio de la redención. El sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea del bien de la salvación eterna. Cristo con su sufrimiento en la cruz ha tocado las raíces mismas del mal: las del pecado y las de la muerte. Ha vencido al artífice del mal, que es Satanás, y su rebelión permanente contra el Creador. Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente los horizontes del Reino de Dios, de un mundo convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está edificando sobre el poder salvífico del amor. Y, de una forma lenta pero eficaz, Cristo introduce en este mundo, en este Reino del Padre al hombre que sufre, en cierto modo a través de lo intimo de su sufrimiento. En efecto, el sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior, sino interior. Cristo, mediante su propio sufrimiento salvífico, se encuentra muy dentro de todo sufrimiento humano, y puede actuar desde el interior del mismo con el poder de su Espíritu de Verdad, de su Espíritu Consolador.

No basta. El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos. Como continuación de la maternidad que por obra del Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo moribundo confirió a la siempre Virgen María una nueva maternidad —espiritual y universal— hacia todos los hombres, a fin de que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedara, junto con María, estrechamente unido a Él hasta la cruz, y cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se convirtiera, desde la debilidad del hombre, en fuerza de Dios.

Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera. A menudo comienza y se instaura con dificultad. El punto mismo de partida es ya diverso; diversa es la disposición, que el hombre lleva en su sufrimiento. Se puede sin embargo decir que casi siempre cada uno entra en el sufrimiento con una protesta típicamente humana y con la pregunta del « por qué ». Se pregunta sobre el sentido del sufrimiento y busca una respuesta a esta pregunta a nivel humano. Ciertamente pone muchas veces esta pregunta también a Dios, al igual que a Cristo. Además, no puede dejar de notar que Aquel, a quien pone su pregunta, sufre Él mismo, y por consiguiente quiere responderle desde la cruz, desde el centro de su propio sufrimiento. Sin embargo a veces se requiere tiempo, hasta mucho tiempo, para que esta respuesta comience a ser interiormente perceptible. En efecto, Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo.

La respuesta que llega mediante esta participación, a lo largo del camino del encuentro interior con el Maestro, es a su vez algo más que una mera respuesta abstracta a la pregunta acerca del significado del sufrimiento. Esta es, en efecto, ante todo una llamada. Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: « Sígueme », « Ven », toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.

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