viernes, 31 de mayo de 2019

CARTA APOSTÓLICA MISERICORDIA ET MISERA



    11. Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol, escritas hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de haber sido el primero de los pecadores, «por esto precisamente se compadeció de mí» (1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza arrebatadora para hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra existencia y para que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar, convertir y transformar nuestro corazón: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí» (1 Tm 1,12-13).

    Por tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras del Apóstol: «Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). Con vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley (cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.

    Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad que nuestros gestos y palabras toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas ocasiones con comportamientos que contradigan la experiencia de la misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).

    El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del perdón.

    Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas para el Señor en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un buen consenso en las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral para vivir intensamente el Sacramento de la Confesión.

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