viernes, 29 de marzo de 2019

CARTA APOSTÓLICA MISERICORDIA ET MISERA


    2. Jesús lo había enseñado con claridad en otro momento cuando, invitado a comer por un fariseo, se le había acercado una mujer conocida por todos como pecadora (cf. Lc 7,36-50). Ella había ungido con perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción escandalizada del fariseo, Jesús responde: «Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (v. 47).

    El perdón es el signo más visible del amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su vida. No existe página del Evangelio que pueda ser sustraída a este imperativo del amor que llega hasta el perdón. Incluso en el último momento de su vida terrena, mientras estaba siendo crucificado, Jesús tiene palabras de perdón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc23,34).

    Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo, ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella será siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.

    La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida. Así se manifiesta su misterio divino. Dios es misericordioso (cf. Ex 34,6), su misericordia dura por siempre (cf. Sal 136), de generación en generación abraza a cada persona que se confía a él y la transforma, dándole su misma vida.

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