Santa Catalina de Siena (1347-1380) terciaria dominica, doctora de la Iglesia, copatrona de Europa Carta, 97, al prior de Cervaia (Lettres, I, Cartier, Téqui, 1976)
¡Pongamos nuestras dolencias ante nuestro Médico, Cristo Jesús!
La inefable caridad de Dios parece haber cubierto la fragilidad y miseria del hombre. Como estaba siempre presto e inclinado a ofender a su Creador, Dios para salvarlo, le ha procurado un remedio para su dolencia. El remedio para nuestras dolencias es el fuego del amor, un amor por nosotros que no se apaga jamás. El alma lo recibe como remedio cuando contempla, en ella misma, el estandarte de la Cruz que está plantado. Porque fuimos la piedra en la que fue fijada la Cruz. Su madera y clavos no hubieran sido capaces de retener al Cordero sin mancha, si el amor no lo hubiera retenido. Cuando el alma contempla esa suave y querida medicina, no debe caer en la negligencia, sino levantarse con amor y deseo. Entonces, debe tender las manos, con aversión de sí-misma, como hace un enfermo que tiene aversión por su enfermedad y que ama la medicina que le da el médico. (…)
Levantémonos con el fuego de un ardiente amor, con esa aversión y la profunda humildad que nos dará el conocimiento de nuestra nada. Pongamos nuestras dolencias ante nuestro Médico, Cristo Jesús. Extendamos la mano para recibir el medicamento amargo que nos es dado. Si, el medicamento que el hombre recibe es con frecuencia amargo. Son las tinieblas, tentaciones, turbaciones del espíritu u otras tribulaciones que vienen del exterior. Nos parecen de entrada muy amargas, pero tenemos que hacer como un enfermo sabio y ellas nos serán luego de gran dulzura. Por eso, consideremos la ternura del buen Jesús, que nos da el medicamento, sabiendo que no lo hace por aversión sino por amor, ya que únicamente quiere nuestra santificación.
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