"El Espíritu Santo realiza la plenitud de Cristo, la Iglesia"
La obra divina de santificación de la Iglesia y de las almas es atribuida al Espíritu Santo y es por excelencia una obra de amor, ya que el Espíritu Santo es el soplo de amor del Padre y del Hijo. (…)
El Espíritu desciende sobre los discípulos el día de Pentecostés y toma posesión del alma. El día del bautismo, como en un templo, realiza esta obra de la encarnación de la vida divina. Sabemos el plan que le es fijado, ese designio eterno de Dios que efectúa la unidad de la acción del Espíritu Santo, en la Iglesia y las almas. “Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido” (Ef 1,4-6).
La acción del Espíritu Santo está orientada hacia la realización efectiva de la adopción divina en nosotros y hacia la expansión de Cristo Jesús en nuestras almas por difusión de su gracia. El Espíritu, en cada alma y en la Iglesia, construye la plenitud de Cristo, Cristo total que es la Iglesia. La gracia que expande en las almas es una gracia filial que nos asemeja estrechamente al Verbo, haciéndonos hijos de adopción como él mismo es hijo por naturaleza. “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir ¡Padre!” (Rom 8,15). Esta gracia que proclama así su nombre, nos da la semejanza al Verbo cuando la hacemos nuestra por la contemplación, en la que actúa también el Espíritu Santo. (…)
La vida divina en nosotros es la vida de Cristo. Procede de Él y nos une a Él para constituir con Él una realidad nueva, el Cristo total , compuesto por Cristo y sus miembros.
El Espíritu desciende sobre los discípulos el día de Pentecostés y toma posesión del alma. El día del bautismo, como en un templo, realiza esta obra de la encarnación de la vida divina. Sabemos el plan que le es fijado, ese designio eterno de Dios que efectúa la unidad de la acción del Espíritu Santo, en la Iglesia y las almas. “Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido” (Ef 1,4-6).
La acción del Espíritu Santo está orientada hacia la realización efectiva de la adopción divina en nosotros y hacia la expansión de Cristo Jesús en nuestras almas por difusión de su gracia. El Espíritu, en cada alma y en la Iglesia, construye la plenitud de Cristo, Cristo total que es la Iglesia. La gracia que expande en las almas es una gracia filial que nos asemeja estrechamente al Verbo, haciéndonos hijos de adopción como él mismo es hijo por naturaleza. “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir ¡Padre!” (Rom 8,15). Esta gracia que proclama así su nombre, nos da la semejanza al Verbo cuando la hacemos nuestra por la contemplación, en la que actúa también el Espíritu Santo. (…)
La vida divina en nosotros es la vida de Cristo. Procede de Él y nos une a Él para constituir con Él una realidad nueva, el Cristo total , compuesto por Cristo y sus miembros.
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