«Los que tú me has dado quiero que estén donde estoy yo»
Padre, cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste. Ahora voy a ti. Guarda en tu nombre a los que me has dado. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. El contenido de esta oración, como lo indica el texto que hemos leído, se resume en tres puntos, que constituyen la suma de la salvación e incluso de la perfección, de suerte que nada se pueda añadir: a saber, que sean los discípulos guardados del mal, consagrados en la verdad y con él glorificados. Padre -dice-, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria.
¡Dichosos los que tienen por abogado al mismo juez! ¡Dichosos aquellos por quienes ora el que es digno de la misma adoración que aquel a quien ora! El Padre no va a negarle lo que piden sus labios, ya que ambos no poseen más que una sola voluntad y un mismo poder, pues son un solo Dios. Es de absoluta necesidad que todo lo que pide Cristo se realice, porque su palabra es poderosa y su voluntad, eficaz. En el momento de la creación, él lo dijo, y existió, él lo mandó y surgió. Éste es –dice– mi deseo: que estén conmigo donde yo estoy. ¡Qué seguridad para los fieles! ¡Qué confianza para los creyentes! Con tal de que no minusvaloren la gracia que recibieron. Pues esta seguridad no se promete a solos los apóstoles o a sus compañeros, sino a todos los que crean en Dios por la palabra de ellos. Dice en efecto: No sólo ruego por ellos, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos.
Porque a vosotros, hermanos, se os ha concedido la gracia no sólo de creer en él, sino de sufrir por él, como dice el Apóstol. A vosotros, esto es, a los que la fe en la promesa de Cristo, lejos de hacerlos más negligentes en la seguridad, los torna más fervientes en la alegría, y embarcados en una lucha sin cuartel contra los vicios, los corona con un martirio asiduo. Asiduo, pero fácil; fácil, pero sublime. Fácil, porque nada nos manda que supere nuestras posibilidades; sublime, porque la victoria es sobre todo el poderío de aquel fuerte bien armado. ¿O es que no es fácil llevar el suave yugo de Cristo? ¿Y acaso no es sublime ser coronado en su reino? Os ruego que me contestéis: ¿Puede haber algo más fácil que llevar las alas que llevan al que las lleva? ¿Y algo más sublime que planear sobre los cielos, donde Cristo ascendió?
Pero pensemos, hermanos; ¿podrá de repente alzar el vuelo a los cielos quien ahora no aprendiere a volar en el constante adiestramiento de cada día? Algunos vuelan contemplando; vuela tú al menos amando. Pablo fue, en éxtasis, arrebatado hasta el tercer cielo; Juan hasta la Palabra que existía en el principio; tú al menos no consientas en arrastrar por el polvo tu alma degenerada, ni soportes que tu corazón sumergido en la indolencia, se pudra en el cieno. Y si en alguna ocasión buscaste no los bienes de arriba, sino los de la tierra, repróchatelo a ti mismo y di al Señor con el profeta: ¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? ¡Miserable de mí! ¡Cómo me equivocaba! Tan grandes como son los bienes que me están reservados en el cielo y yo los despreciaba. Tan nada los que hay en la tierra, y con qué avidez los deseaba. Cristo, tu tesoro, ha subido al cielo: esté allí también tu corazón. De allí procedes, allí está tu Padre y'allí está tu heredad; de allí esperas al Salvador. Amén.
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