«¡Tengo fe, Señor! Pero dudo, ayúdame»
«Señor, aumenta nuestra fe» (Lc 17,5). Meditemos las palabras de Cristo y digamos: si no dejáramos que nuestra fe se entibiara e incluso de enfriarse, que perdiera su fuerza gastando el tiempo con nuestros pensamientos sobre cosas vanas, dejaríamos de conceder la importancia que tienen a las cosas de este mundo, y recogeríamos nuestra fe dejándola sola en un pequeño rincón de nuestra alma.
Después de haber arrancado todas las malas hierbas del huerto de nuestro corazón, la sembraríamos, como el grano de mostaza, y la semilla crecería. Con una firme confianza en la palabra de Dios arrancaríamos una montaña de aflicciones; mientras que si nuestra fe tambalea no hará mover ni tan sólo una topinera. Para terminar esta conversación, quisiera decir que, puesto que toda consolación espiritual supone existente una base de fe, y que nadie más que Dios nos la puede dar, no debemos cansarnos nunca de pedírsela.
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