viernes, 24 de abril de 2020

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POST-SINODAL CHRISTIFIDELES LAICI SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO



CAPÍTULO III
OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO
La corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión



Promover la dignidad de la persona

37. Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana.

Entre todas las criaturas de la tierra, sólo el hombre es «persona», sujeto consciente y libre y, precisamente por eso, «centro y vértice» de todo lo que existe sobre la tierra[135].

La dignidad personal es el bien más precioso que el hombre posee, gracias al cual supera en valor a todo el mundo material. Las palabras de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierde su alma?» (Mc 8, 36) contienen una luminosa y estimulante afirmación antropológica: el hombre vale no por lo que «tiene» —¡aunque poseyera el mundo entero!—, sino por lo que «es». No cuentan tanto los bienes de la tierra, cuanto el bien de la persona, el bien que es la persona misma.

La dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran su origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y redimido por la preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a ser «hijo en el Hijo» y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa eterna vida de comunión con Dios, que le llena de gozo. Por eso toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios, y se configura como ofensa al Creador del hombre.

A causa de su dignidad personal, el ser humano es siempre un valor en sí mismo y por sí mismo y como tal exige ser considerado y tratado. Y al contrario, jamás puede ser tratado y considerado como un objeto utilizable, un instrumento, una cosa.

La dignidad personal constituye el fundamento de la igualdad de todos los hombres entre sí. De aquí que sean absolutamente inaceptables las más variadas formas de discriminación que, por desgracia, continúan dividiendo y humillando la familia humana: desde las raciales y económicas a las sociales y culturales, desde las políticas a las geográficas, etc. Toda discriminación constituye una injusticia completamente intolerable, no tanto por las tensiones y conflictos que puede acarrear a la sociedad, cuanto por el deshonor que se inflige a la dignidad de la persona; y no sólo a la dignidad de quien es víctima de la injusticia, sino todavía más a la de quien comete la injusticia.

Fundamento de la igualdad de todos los hombres, la dignidad personal es también el fundamento de la participación y la solidaridad de los hombres entre sí: el diálogo y la comunión radican, en última instancia, en lo que los hombres «son», antes y mucho más que en lo que ellos «tienen».

La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano. Es fundamental captar todo el penetrante vigor de esta afirmación, que se basa en la unicidad y en la irrepetibilidad de cada persona. En consecuencia, el individuo nunca puede quedar reducido a todo aquello que lo querría aplastar y anular en el anonimato de la colectividad, de las instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un engranaje del sistema. La afirmación que exalta más radicalmente el valor de todo ser humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el seno de una mujer. También de esto continúa hablándonos la Navidad cristiana[136].

[135] Cf. Ibid., 12.

[136] «Si celebramos tan solemnemente el Nacimiento de Jesús, es para testimoniar que todo hombre es alguien, único e irrepetible. Si las estadísticas humanas, las catalogaciones humanas, los humanos sistemas políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas no logran asegurar al hombre el que pueda nacer, existir y trabajar como un único e irrepetible, entonces todo eso se lo asegura Dios. Para El y ante El, el hombre es siempre único e irrepetible; alguien eternamente ideado y eternamente elegido; alguien denominado y llamado por su propio nombre» (Juan Pablo II, Primer radiomensaje de Navidad al mundo: AAS 71 [1979] 66).

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