CAPÍTULO III
OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO
La corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión
Anunciar el Evangelio
33. Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo.
Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio Vaticano II: «Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey, los laicos tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia (...). Alimentados por la activa participación en la vida litúrgica de la propia comunidad, participan con diligencia en las obras apostólicas de la misma; conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven alejados de Ella; cooperan con empeño en comunicar la palabra de Dios, especialmente mediante la enseñanza del catecismo; poniendo a disposición su competencia, hacen más eficaz la cura de almas y también la administración de los bienes de la Iglesia»[122].
Es en la evangelización donde se concentra y se despliega la entera misión de la Iglesia, cuyo caminar en la historia avanza movido por la gracia y el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15); «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). «Evangelizar —ha escrito Pablo VI— es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda»[123].
Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente, como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la «buena nueva» tiende a suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu.
En verdad, el imperativo de Jesús: «Id y predicad el Evangelio» mantiene siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer. Sin embargo, la actual situación, no sólo del mundo, sino también de tantas partes de la Iglesia, exige absolutamente que la palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida y generosa. Cada discípulo es llamado en primera persona; ningún discípulo puede escamotear su propia respuesta: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16).
[122] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 10.
[123] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 14: AAS 68 (1976) 13.
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