miércoles, 11 de diciembre de 2019

EL CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS

NUEVO TESTAMENTO


    Las tres cartas, tradicionalmente atribuidas a san Juan, presentan una temática común, en especial la primera y la segunda y todas son muy cercanas al contenido y al lenguaje teológico del cuarto evangelio. Las tres se deben a una misma mano –en este punto la mayoría de biblistas está de acuerdo–, aunque esa mano resulte misteriosa para nosotros. El título de «Anciano» con que se designa a sí mismo, no alude a un simple maestro (un escriba o un teólogo), encargado de aclarar algún punto doctrinal; posee ya un sentido técnico dentro del Nuevo Testamento y del ámbito eclesiástico. El «Anciano» se muestra en las cartas como responsable de la comunidad, a la que conoce bien y quiere ayudar pastoralmente con sus imperativos y exhortaciones; es el garante de la tradición evangélica. No dice su nombre, pero sus lectores sabían quién era. Este empleo tan singular parece confirmar la opinión de que se alude a un hombre de Iglesia especialmente venerado y destacado en aquel ámbito. 

Forma literaria

    Es difícil catalogarla con rigor, aunque la primera impresión que se desprende de su lectura es que se trata de una carta o una homilía, pero no es ni carta ni homilía, al menos no se ajusta formalmente a ellas. Es un poco de todo (carta, homilía, tratado sistemático); posee género literario peculiar y único. Puede ser considerada como una circular para distintas comunidades, al mismo tiempo que un escrito kerigmático (para la proclamación) y parenético (para la exhortación a una coherente vida cristiana). 
    Al ser incluida dentro de las Cartas católicas (véase la introducción a la Carta de Santiago), parece que se ha visto en ella una especie de carta magna o encíclica válida para toda la Iglesia. Pero esta carta con pretensiones universales posee un hábitat preciso, pues refiere acontecimientos concretos surgidos en el seno de la comunidad a la que el autor se dirige (2,18s). No obstante, estas advertencias localizadas pueden ser fácilmente aplicadas a otras comunidades; de ahí que el autor no mencione ni el lugar determinado ni las personas en cuestión, para que su escrito no tuviese un valor coyuntural ni restringido, sino de alcance universal, abierto al horizonte de toda la Iglesia.

Situación vital

    ¿A qué Iglesia va destinada esta carta? A las Iglesias cristianas de la provincia de Asia Menor (la escuela de Juan o las siete Iglesias del Apocalipsis). La generación de cristianos es de segunda o tercera hora, no tienen ya contacto inmediato con los acontecimientos pascuales y apostólicos. Se da un alejamiento cronológico y espacial. Son, pues, cristianos nuevos, y habitan lejos de Palestina. Su conducta está basada en la escucha de la palabra de los testigos que lo vieron todo desde el principio. 
    El movimiento gnóstico (movimiento que proclamaba que sólo unos pocos pueden tener acceso a Dios, y por medio de unos conocimientos misteriosos y ocultos) sigue adelante con respecto a lo que contienen las cartas paulinas (cfr. Col y Ef). La comunidad cristianas todavía espera la parusía del Señor, pero con cierta languidez. Nos situamos, pues, a finales del s. I. 
    En esta carta se debate un engaño que es difícil de reconstruir a partir de los datos internos de la carta. Ésta responde al error, pero no lo define. Hay un frente herético surgido dentro de la comunidad (2,19) y que en parte ha provocado el abandono de algunos de sus miembros. Los calificativos que definen a los miembros de ese frente: «anticristos», «pseudo-profetas», apuntan hacia la herejía gnóstica. ¿Qué tipo de gnosis? Se trata de una gnosis doctrinal con consecuencias morales. 
    Existe un error doctrinal: La herejía afirma que Jesús no es el Cristo, y niega que el Hijo de Dios se haya encarnado (2,24; 4,15; 5,1; 5,5) y que nos haya redimido por su sangre (5,6). La doctrina cristológica de estos personajes (los anticristos), aunque no se percibe en su totalidad, posee ciertos rasgos afines con la orientación que tomará el gnosticismo del s. II: desvalorización del Jesús histórico y negación de la redención por la sangre. 
    También se da un error moral unido ideológicamente al error doctrinal. No necesitan ser redimidos porque se consideran en posesión plena del Espíritu Santo; se encuentran por tanto por encima de toda moral. Niegan los pecados personales y pretenden tener una conexión directa con Dios. No se sienten obligados a cumplir los mandamientos de la ley de Dios porque ya son perfectos. Desprecian en particular el mandamiento del amor fraterno y profesan un individualismo exaltado (aman directamente a Dios y no quieren saber nada del hermano).

¿Cómo afrontar tal situación? 

    El autor lo hace mediante tres recursos: Concienciación: insiste a su comunidad a darse cuenta de la viva realidad y exigencia de la vida cristiana. 
    Plantea el debido discernimiento entre lo que es ser cristiano auténtico y ser pseudo-cristiano. 
    Expone ciertos criterios que dan la certeza de estar en comunión con el Padre y el Hijo, que es la esencia de la vida cristiana. 
    El autor pretende, en definitiva, confirmar y verificar la comunidad, la viva comunión –koinonia– que tenemos con Dios.

Síntesis teológica

    Toda la carta pretende dilucidar quiénes son los que están verdaderamente en comunión con Dios, quiénes son los creyentes y los anticristos. Se dan criterios que se van reduciendo a uno solo en dos dimensiones: la caridad, y su raíz, la fe. 
    Esta carta representa un vigoroso esfuerzo de «concentración sobre lo esencial». Puede resumirse perfectamente con este rótulo explicativo: «Centralidad de la cristología. La fe en Jesucristo, el Hijo de Dios venido en la carne, modelo de amor». 
    Este rasgo corresponde a una situación de crisis. Los cristianos no podían hacer frente al error sino mediante una intensa labor sapiencial, de profundización, para encontrar el auténtico mensaje del evangelio en sus elementos fundamentales. El discernimiento de los verdaderos cristianos se dilucida en la confesión de «Jesucristo venido en la carne» (4,2; cfr. 2 Jn 7). La exhortación de la carta viene a reducirse a acoger el amor de Jesús (creer) para poder darlo a otros (amar). Esta enseñanza se halla muy bien formulada: «Y éste es su mandato: que creamos en la persona de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros como él nos mandó» (3,23). La centralidad de la cristología se hace así tan decisiva como en el evangelio.
    El error combatido por Juan es ante todo de tipo doctrinal. Las alusiones contenidas en la carta parecen indicar que los falsos doctores rehusaban atribuir al hombre Jesús un papel necesario en la comunión con Dios. Disociaban el Cristo, ser celeste y glorioso, del hombre Jesús, quien ha vivido y ha muerto por nosotros. Esto significaba prácticamente negar la encarnación en el plano doctrinal y desconocer su significación en el plano existencial. Contra este error, Juan enseña con fuerza inusitada la fe en este hombre Jesús, el Hijo de Dios encarnado, «que se ofreció en sacrificio para que nuestros pecados sean perdonados y no sólo los nuestros, sino los de todo el mundo» (2,2), en quien la vida se ha manifestado (1,2) y en donde se ha revelado el amor de Dios por nosotros. Esta fe constituye el cimiento que fundamenta todo el edificio cristiano. Quien lo ignora, va a la ruina. El conocimiento de Dios se hace ilusorio, la comunidad fraternal de los hijos de Dios se disuelve. Las afirmaciones de Juan son elocuentes por ellas mismas (4,2-3; 5,11s). 
    ¿Qué nos enseña en concreto esta comunidad joánica? Es preciso destacar la dimensión más sobresaliente: la esencialidad y profundidad de Jesús. Otras comunidades neo-testamentarias han hecho otras aportaciones: en la línea de la Iglesia, en la línea parenética, en su valoración del compromiso con la proclamación de la cercanía del Reino. La comunidad joánica habla de Jesús, lo confiesa como Señor y como Dios (cfr. Jn 1,1; 10,33; 20,28; 1 Jn 5,21) y habla de la necesidad de «creer en él y amar a los hermanos». No se aprecian en sus instrucciones y exhortaciones otros criterios o puntos de referencia. 
    Que esta visión resulta excesivamente esquemática lo demostró la historia de la comunidad. Uno de los grupos joánicos se quedó con un Jesús tan celestial que olvidó su dimensión humana y, en consecuencia, se disolvió en un gnosis atemporal. 
    En este punto las palabras del autor son tremendamente requisitorias: amenaza con el anatema a quienes niegan la humanidad de Jesús, llamándolos anticristos. Los pasajes más directamente duros y polémicos de la carta (2,18-26 y 4,1-6) son aquellos en que la confesión de Cristo encarnado aparece como la marca distintiva de los verdaderos cristianos. Humanidad de Cristo que se proclama precisamente a través de lo que en ella más desconcierta: la muerte. Su muerte voluntaria (3,16), su muerte como víctima expiatoria (2,2; 4,10). A continuación, el autor propone la conducta de Jesús como modelo que es preciso seguir: actuar como el actuó: «Quien dice que permanece en él, ha de vivir como él vivió» (2,6). Y la formulación «como» tiene fuerza de fundamento. 
    Todas estas orientaciones se sitúan en la línea ética de la carta, una ética cristológica, que brota de la realidad histórica de la existencia vivida por Jesús y por él propuesta como modelo a seguir. 
    Afirma la carta: «Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (1 Jn 4,16b). Una afirmación como ésta se mueve en un terreno equívoco, si no lo apuntalamos con ayuda de algunos cimientos. El amor, en primer lugar, tiene nombre propio. Ha tomado rostro visible en Jesucristo. El creyente, según S. Juan, ama a Dios en la fe de Jesucristo, que entregó su vida en la cruz por todos. Para que este acontecimiento del pasado pueda hacerse actual y eficaz para todas las generaciones, Juan indica la presencia permanente del Espíritu Santo, quien actualiza la obra de la salvación (4,13; 3,24).
    Es preciso añadir otra observación, que nunca debería olvidarse: el amor de Dios no puede separarse del amor fraterno. «Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente» (4,20). Para poder comprender correctamente el mensaje joánico es preciso no olvidar la sospecha que recae sobre el amor de Dios –a quien no vemos–, si no va acompañado y verificado por su correlativo inseparable: el amor del hermano, a quien vemos (4,20).

Conclusión

    Esta primera carta de Juan es perfectamente válida y actual, porque introduce en la teología la categoría de la sospecha, de la sana sospecha, del interrogante, a fin de verificar continuamente la relación del discípulo con Dios y comprobar si responde o no a la verdad del evangelio. 
    El mensaje de la carta se engarza perfectamente en el evangelio, en lo que tiene de más esencial. Ningún verso lo resume quizás mejor que éste: «nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tuvo» (4,16) y «quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (4,16). Ahora bien, no se permanece en el amor mas que viviéndolo en el humilde ejercicio de cada día del amor fraterno, viviendo «como él vivió» (2,6).

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