Visión del Papa Juan Pablo II sobre el amor humano
LA CONCUPISCENCIA ROMPE LA COMUNIÓN ENTRE HOMBRE Y MUJER
Audiencia General del 24 de septiembre de 1980
1. En el sermón de la montaña Cristo dice: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28).
Desde hace algún tiempo tratamos de penetrar en el significado de esta enunciación, analizando cada uno de sus componentes para comprender mejor el conjunto del texto.
Cuando Cristo habla del hombre que «mira para desear», no indica sólo la dimensión de la intencionalidad de «mirar», por lo tanto del conocimiento concupiscente, la dimensión «psicológica», sino que indica también la dimensión de la intencionalidad de la existencia misma del hombre. Es decir, demuestra quién «es», o mas bien, en qué «se convierte», para el hombre, la mujer a la que él «mira con concupiscencia». En este caso la intencionalidad del conocimiento determina y define la intencionalidad misma de la existencia. En la situación descrita por Cristo esa dimensión pasa unilateralmente del hombre, que es sujeto, hacia la mujer, que se convierte en objeto (pero esto no quiere decir que esta dimensión sea solamente unilateral); por ahora no invertimos la situación analizada, ni la extendemos a ambas partes, a los dos sujetos. Detengámonos en la situación trazada por Cristo, subrayando que se trata de un acto «puramente interior», escondido en el corazón y fijo en los umbrales de la mirada.
Basta constatar que en este caso la mujer -la cual, a causa de la subjetividad personal existe perennemente «para el hombre» esperando que también él, por el mismo motivo, exista «para ella» queda privada del significado de su atracción en cuanto persona, la cual, aun siendo propia del «eterno femenino», se convierte, al mismo tiempo, para el hombre solamente en objeto: esto es, comienza a existir intencionalmente como objeto dc potencial satisfacción de la necesidad sexual inherente a su masculinidad. Aunque el acto sea totalmente interior, escondido en el corazón y expresado sólo por la «mirada», en él se realiza ya un cambio (subjetivamente unilateral) de la intencionalidad misma de la existencia. Si no fuese así, si no se tratase de un cambio tan profundo, no tendrían sentido las palabras siguientes de la misma frase «Ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28).
2. Ese cambio de la intencionalidad de la existencia, mediante el cual una determinada mujer comienza a existir para un determinado hombre no como sujeto de llamada y atracción personal o sujeto de «comunión», sino exclusivamente como objeto de potencial satisfacción de la necesidad sexual, se realiza en el «corazón» en cuanto que se ha realizado en la voluntad. La misma intencionalidad cognoscitiva no quiere decir todavía esclavitud del «corazón». Sólo cuando la reducción intencional, que hemos ilustrado antes, arrastra a la voluntad a su estrecho horizonte, cuando suscita su decisión de una relación con otro ser humano (en nuestro caso: con la mujer) según la escala de valores propia de la «concupiscencia», sólo entonces se puede decir que el «deseo» se ha enseñoreado también del «corazón». Sólo cuando la «concupiscencia» se ha adueñado de la voluntad, es posible decir que domina en la subjetividad de la persona y que está en la base de la voluntad y de la posibilidad de elegir o decidir, a través de la cual -en virtud de la autodecisión o autodeterminación- se establece el modo mismo de existir con relación a otra persona. La intencionalidad de semejante existencia adquiere entonces una plena dimensión subjetiva.
3. Sólo entonces -esto es, desde ese momento subjetivo y en su prolongación subjetiva- es posible confirmar lo que leimos, por ejemplo, en el Sirácida (23, 17-22) acerca del hombre dominado por la concupiscencia, y que leemos con descripciones todavía más elocuentes en la literatura mundial. Entonces podemos hablar también de esa «constricción» más o menos completa, que por otra parte se llama «constricción del cuerpo» y que lleva consigo la pérdida de la «libertad del don», connatural a la conciencia profunda del significado esponsalicio del cuerpo, del que hemos hablado también en los análisis precedentes.
4. Cuando hablamos del «deseo» como transformación de la intencionalidad de una existencia concreta, por ejemplo, del hombre, para el cual según Mt 5, 27-28) una mujer se convierte sólo en objeto de potencial satisfacción de la «necesidad sexual» inherente a su masculinidad, no se trata en modo alguno de poner en cuestión esa necesidad, como dimensión objetiva de la naturaleza humana con la finalidad procreadora que le es propia. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña (en todo su amplio contexto) están lejos del maniqueísmo, como también lo está la auténtica tradición cristiana. En este caso, no pueden surgir, pues, objeciones sobre el particular. Se trata, en cambio, del modo de existir del hombre y de la mujer como personas, o sea, de ese existir en un recíproco «para», el cual -incluso basándose en lo que, según la objetiva dimensión de la naturaleza humana, puede definirse como «necesidad sexual» puede y debe servir para la construcción de la unidad de «comunión» en sus relaciones recíprocas. En efecto, éste es el significado fundamental propio de la perenne y recíproca atracción de la masculinidad y de la feminidad, contenida en la realidad misma de la constitución del hombre como persona, cuerpo y sexo al mismo tiempo.
5. A la unión o «comunión» personal, a la que están llamados «desde el principio» el hombre y la mujer recíprocamente, no corresponde, sino más bien esta en oposición la circunstancia eventual de que una de las dos personas exista sólo como sujeto de satisfacción de la necesidad sexual, y la otra se convierta exclusivamente en objeto de esta satisfacción. Además, no corresponde a esta unidad de «comunión» -más aún, se opone a ella- el caso de que ambos, el hombre y la mujer, existan mutuamente como objeto de la satisfacción de la necesidad sexual, y cada uno, por su parte, sea solamente sujeto de esa satisfacción. Esta «reducción» de un contenido tan rico de la recíproca y perenne atracción de las personas humanas, en su masculinidad o feminidad, no corresponde precisamente a la «naturaleza» de la atracción en cuestión. Esta «reducción», en efecto, extingue el significado personal y «de comunión», propio del hombre y de la mujer, a través del cual, según el Génesis 2, 24, «el hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne». La «concupiscencia» aleja la dimensión intencional de la existencia recíproca del hombre y de la mujer de las perspectivas personales y «de comunión», propias de su perenne y recíproca atracción, reduciéndola y, por decirlo así, empujándola hacia dimensiones utilitarias, en cuyo ámbito el ser humano «se sirve» del otro ser humano, «usándolo» solamente para satisfacer las propias «necesidades».
6. Parece que se puede encontrar precisamente este contenido, cargado de experiencia interior humana, propia de épocas y ambientes diversos, en la concisa afirmación de Cristo en el sermón de la montaña. Al mismo tiempo, en algún caso no se puede perder de vista el significado que esta afirmación atribuye a la «anterioridad» del hombre, a la dimensión integral del «corazón» como dimensión del hombre interior. Aquí está el núcleo mismo de la transformación del ethos, hacia el que tienden las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28, expresadas con potente fuerza y a la vez con maravillosa sencillez.
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