San Francisco de Sales, obispo Tratado del Amor de Dios: Contemplar a Dios Libro II, 1. IV, 87
«Para que todos los que entren vean la luz»
Solemos decir que cuando el sol se levanta rojizo para después tornarse oscuro y triste, o cuando al ocultarse se ofrece amarillento, pálido y mortecino, ello es señal de tiempo lluvioso.
Teótimo, el sol no es rojo, ni negro, ni pálido, ni gris; esa gran luminaria no está sujeta a las vicisitudes y cambios de colores, pues su único color es la clarísima luz, que es invariable.
Pero hablamos así, porque lo vemos así a causa de la variedad de vapores que está entre el sol y nuestros ojos, y que nos hacen verle de diferentes maneras.
Lo mismo nos pasa con Dios. Por sus obras y a través de ellas le contemplamos como si tuviese multitud de diferentes excelencias y perfecciones...
Si le contemplamos cuando libera al pecador de su miseria, decimos que es misericordioso; cuando le vemos como Creador de todas las cosas, omnipotente; cuando cumple exactamente sus promesas, veraz; al ver el orden con que ha creado todas las cosas, admiramos su sabiduría. Y así consecutivamente, según la variedad de sus obras le atribuimos una diversidad de perfecciones.
Sin embargo, en Dios no hay ni variedad ni diferencia alguna de perfección, en Sí mismo es una sola perfección, simple y única perfección; pues todo lo que está en Él no es sino Él mismo y todas las excelencias, que decimos que tiene en Sí en tan gran variedad, están allí en una simplicísima y purísima unidad.
Lo mismo que el Sol carece de todos esos colores que le atribuimos y sólo tiene una clarísima luz, que está por encima de todo color y que hace colorear todos los colores, así en Dios no hay más que una sola y pura excelencia que está por encima de toda perfección y que da la perfección a todo.
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