«...Rabí ¿dónde vives? El les dijo: Venid y lo veréis»
Sentimos una inclinación natural al soberano bien y como consecuencia de ello, nuestro corazón experimenta como un íntimo y continuo anhelo y una continua inquietud, sin poder hallar satisfacción.
Pero cuando la fe representa a nuestro espíritu el hermoso objeto de su inclinación natural, ¡qué gozo!, ¡qué placer!, ¡qué estremecimiento de general alegría experimenta nuestra alma! La cual como extasiada ante la contemplación de tan excelsa hermosura lanza este grito de amor: ¡qué hermoso eres, Amado mío, qué hermoso eres!
El corazón humano tiende a Dios por natural inclinación, sin conocerle claramente, pero cuando lo encuentra ...y le ve tan bueno, tan hermoso y tan bondadoso para con todos, tan dispuesto a entregarse como soberano bien a todos cuantos le quieran, ¡Dios mío! ¡qué dicha, qué santos movimientos en el espíritu para unirse por siempre a bondad tan soberanamente amable! «He encontrado al fin, dice el alma enternecida, al que deseaba y ahora soy feliz» Así nuestro corazón, querido Teótimo, por tanto tiempo inclinado hacia el soberano bien, ignoraba adónde tendía su movimiento, pero apenas la fe se lo mostró, vio que era lo que necesitaba, lo que el espíritu buscaba, lo que su afán anhelaba.
Nos parecemos a aquellos buenos atenienses que hacían sacrificios al verdadero Dios, desconocido para ellos hasta que el apóstol san Pablo se lo hubo de mostrar, nuestro corazón, por íntimo y secreto instinto, tiende en todas sus acciones hacia la felicidad y la busca como a tientas, sin saber con certeza dónde reside ni en qué consiste, hasta que la fe se la enseña y la describe en las mil infinitas maravillas, entonces, una vez encontrado el tesoro que buscaba, ¡qué placer para el pobre corazón humano, qué alegría, qué amorosa complacencia!
Nos parecemos a aquellos buenos atenienses que hacían sacrificios al verdadero Dios, desconocido para ellos hasta que el apóstol san Pablo se lo hubo de mostrar, nuestro corazón, por íntimo y secreto instinto, tiende en todas sus acciones hacia la felicidad y la busca como a tientas, sin saber con certeza dónde reside ni en qué consiste, hasta que la fe se la enseña y la describe en las mil infinitas maravillas, entonces, una vez encontrado el tesoro que buscaba, ¡qué placer para el pobre corazón humano, qué alegría, qué amorosa complacencia!
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