«Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo»
Nuestro Señor, siendo Dios, no tenía en sí nada por lo que humillarse, sin embargo quiso humillarse y dijo: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de Corazón y hallaréis reposo para vuestras almas.» El más alto grado de humildad es humillarse por nuestro Señor, porque Él se ha humillado por amor nuestro, para darnos ejemplo y hagamos lo que Él hizo. Tenemos que ser humildes en todos nuestros actos, volvernos a Dios, abatiéndonos y reconociendo nuestra nada, nuestra bajeza y vileza. Sed, pues, muy humilde y podréis serlo en el momento en que el Señor os lo pida.
Me estoy refiriendo a una humildad verdadera y sólida, que os haga más dócil a la corrección, más manejable y pronta a la obediencia.
Id en paz, querida hija, y manteneos humilde ante Dios. Que vuestras imperfecciones os sirvan de ayuda en esto, pero que nunca os descorazonen. Nada hay que nos pueda dañar si no es nuestra propia voluntad: por lo tanto prescindamos de ella, olvidémosla puesto que se la hemos consagrado toda a Dios. Tengamos ánimo, pero sin presunción...
Para que la gracia de Dios pueda estar en nuestro corazón lo hemos de vaciar de nuestra propia gloria y decir: Dios mío, mira a esta criatura mala y colmada de miseria y llénala de tu misericordia...
Hay que tener una dignidad de princesa, puesto que somos esposas del Hijo de Dios; pero sencilla y sin afectación; como la humildad del publicano: llena de confianza.
Cuando cometáis faltas contra la mansedumbre, humillaos; y cuando las faltas sean contra la humildad, dulcificaos... Hemos de ir siempre de la humildad a la mansedumbre y de la mansedumbre a la humildad.
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